SOBRE PILAR COLL: La buena noticia de su vida

Estimados Blogueros:

Ha muerto nuestra querida Pilar Coll, una incansable defensora de la justicia y de los derechos fundamentales en nuestro país. Desde que la conocí, siempre admiré su claridad conceptual, su terquedad por defender la vida y la verdad, y, especialmente, su fe en Jesús. Según la fuimos entendiendo, vimos como con absoluta gratuidad y felicidad entregó su vida al servicio del projimo, especialmente de aquellos que no son visibles para la mayoría de la sociedad.

Sin duda, como se ha dicho en estos días, la memoria de su vida y de sus actos seguirán impulsando la actuación de muchos cristianos y también quienes no siendolos comparten el fundamento de la vida humana, de la libertad y la justicia.

A continuación posteo unas breves reflexiones del padre Gustavo Gutierrez sobre Pilar en la celebración eucarística durante sus exequias (aparecido en la web del IBC) y, luego, un artículo de Nelson Manrique (aparecido en el Diario La República), sobre Pilar. Disfrutemos los recuerdos de Pilar ahora que, estoy seguro, esta en la gracia de Dios.

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Por: Gustavo Gutierrez

Un testimonio de fidelidad al testimonio de Jesús y a los más pobres e insignificantes de nuestro país. Lo hizo con su firme compromiso por los derechos humanos y su trabajo pastoral en las cárceles, con su incansable lucha por la justicia y su rechazo al maltrato de la mujer, con su coraje para afrontar incomprensiones y su coherencia personal, con su honda convicción de la dignidad de todo ser humano y su solidaridad cercana y afectuosa con los que la sociedad olvida. Llegó al Perú hace más de cuarenta años e hizo suyo el pueblo que encontró, le enseñó y aprendió de él. Lo hizo su familia, muchos de los que están acá esta mañana lo saben bien. Sus compromisos la colocaron en medio de los momentos más difíciles de la violencia que vivimos años atrás. Eso no melló la consistencia de su defensa de la vida, la reforzó más bien.
De ese modo Pilar habló con lo que el texto de Isaías, que hemos escuchado, llama “lenguaje de discípulo”, de alguien que camina tras los pasos de Jesús de Nazaret. No se trata solo de palabras sino de un estilo de vida que, en el caso de Pilar, aparecía con una claridad cristalina y expresaba su fuerte y excepcional personalidad. Que nuestro lenguaje sea “sí, sí; no, no”, nos pide el evangelio, así lo hacía Pilar, con ella sabíamos siempre a qué atenernos.
Pero eso no le hacía olvidar que esa transparencia, según afirma el mismo texto, debe transmitir “una palabra de aliento al abatido”, de liberación al oprimido, de esperanza al que no ve salida a su situación. No se trata de una palmada en la espalda, y menos todavía, si es hecha al paso, sino de un compromiso sólido, una solidaridad, que va a las causas de la injusticia, y que no se diluye ante los obstáculos que encuentra en su camino.
“Cada mañana”, desde el comienzo de cada día (dice Isaías) debemos estar dispuestos a escuchar, resistir y no echarnos atrás. El discipulado supone persistencia, firmeza. Así hemos visto a nuestra amiga Pilar proceder, incluso cuando la afectaban diferentes problemas de salud. Hasta el último día.
Pero, ¿se puede agradecer sin alegría? Creo que no. En ese caso ¿cómo tener alegría en el corazón esta mañana si estamos bajo la pena de no tener a nuestra amiga Pilar entre nosotros? Cuanto más fuerte ha sido la presencia de alguien en nuestras vidas, más sentimos su ausencia. Sin embargo hay que recordar que la alegría no se opone a la pena, sino a la tristeza que nos encierra en nosotros mismos.
Pilar fue, ante todo, una gran amiga y no solo de los que la conocimos de cerca. Que la mala noticia de su muerte no nos haga olvidar la buena noticia de su vida.

Por: Nelson Manrique

Las exequias de Pilar Coll Torrente (Huesca, 30 de enero de 1929 – Lima, 15 de septiembre de 2012), española de nacimiento que hizo del Perú su segunda patria, suscitaron, una vez más, una amplia unidad; el encuentro de muchos que alguna vez nos conocimos, nos perdimos la pista en las vueltas de la vida y volvimos a encontrarnos en torno a ella. El dolor con que despidieron su féretro “sus chicas” del Penal de Chorrillos lleva a pensar cuánta falta nos hará.
Hace algún tiempo Pilar explicó en una entrevista que se sentía incómoda por las muchas distinciones que había recibido –que incluían la Orden de Isabel la Católica que le otorgó el Rey de España–, por lo que, según argumentaba, era el trabajo de muchos. Aparentemente no comprendía el valor de esa capacidad suya para reunir a muchos y lograr que todos trabajaran juntos, dejando de lado las pequeñas vanidades, los egoísmos y el afán de figuración que con frecuencia frustran las mejores iniciativas. Todo gracias a la bondad que irradiaba, su sencillez, esa su manera de sonreír con los ojos, su capacidad de sacar lo mejor de cada ser humano. El movimiento de defensa de los derechos humanos en el Perú no sería lo que es de no haber existido Pilar, su infatigable activismo, su optimismo a toda prueba y esa terquedad aragonesa que era su sello.
La infancia de Pilar fue dura. Su padre fue asesinado durante la Guerra Civil española junto con otros familiares y los Coll tuvieron una existencia muy difícil en la posguerra; dos de sus hermanas mayores murieron de tuberculosis, pero ella hablaba de su infancia rememorando que eran muy pobres y subrayando de inmediato que estuvo rodeada de amor. Fue ese amor el que la llevó a estudiar derecho en Barcelona, hacerse misionera laica y viajar al Perú a fines de 1976. Encontraría un mundo de carencias y agravios cuya atención daría el sentido definitivo a su existencia.
Después de 10 años de trabajo en Trujillo vino a Lima, donde su primera tarea fue asistir a los miles de trabajadores despedidos por el gobierno de Francisco Morales Bermúdez, como represalia por el paro nacional del 19 de julio de 1977, ese que obligó a los militares a restituir la democracia. Trabajó luego en El Agustino con ese otro admirable ser humano que es José Ignacio Mantecón, más conocido como el padre Chiqui. Poco tiempo después se iniciaría el conflicto armado que desangraría al país y llevaría su compromiso a un nuevo nivel.
Uno de los más grandes logros evolutivos de nuestra especie es la empatía: esa capacidad de ponerse en el pellejo de los otros para entender sus sentimientos; leerlos emocionalmente. Pilar poseía empatía en grado extremo. Esa capacidad de vivir como propio el sufrimiento de los demás y su firme convicción como verdadera cristiana de que todos los hombres han sido hechos a imagen y semejanza de Dios y tienen una dignidad inmanente que se debe respetar, proteger y promover, al margen de su color, credo, ideología y de las cosas que hayan hecho, incluyendo las más atroces, la llevó a comprometerse profundamente en la búsqueda de la justicia y en la defensa de los derechos de miles de detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos. Al igual que ese otro ser extraordinario llamado Hubert Lanssiers, el sacerdote belga que para nuestra fortuna moró entre nosotros, Pilar se comprometió en un trabajo a fondo en las prisiones, asistiendo a los internos y buscando que fueran tratados con dignidad, incluso a los sentenciados por terrorismo, lo que le valió muchos ataques.
Pilar contribuyó decisivamente a la formación de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (“esa cojudez”, según la cariñosa definición de monseñor Cipriani), una coalición de 78 organismos de la sociedad civil que trabajan en la defensa, promoción y educación de los DDHH y fue su primera Secretaria Ejecutiva durante los años más difíciles del conflicto. Nada la arredraba; impulsó la Campaña por los Desaparecidos, el movimiento cívico Perú, Vida y Paz, la Campaña contra la Pena de Muerte y todas las que modelaron el movimiento por los derechos humanos. Cuando se formó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación se ofreció como voluntaria. Después activó en movimientos como Para que no se Repita e integró el Consejo Nacional de Reparaciones. Trabajó incansablemente, hasta el final.
Si el cielo existe, Pilar debe estar allí, porfiándole a Dios que hay cosas que se podrían mejorar…

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Acerca del autor

Luis Alberto Duran Rojo

Abogado por la PUCP. Profesor Asociado del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Director de ANALISIS TRIBUTARIO. Magister en Derecho con mención en Derecho Tributario por la PUCP. Candidato a Doctor en Derecho Tributario Europeo por la Universidad Castilla-La Mancha de España (UCLM). Con estudios de Maestria en Derecho Constitucional por la PUCP, de Postgrado en Derecho Tributario por la PUCP, UCLM y Universidad Austral de Argentina. Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional, del Instituto Peruano de Investigación y Desarrollo Tributario (IPIDET) y la Asoción Fiscal Internacional (IFA).

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