Estimados blogueros:
A continuación va el texto íntegro del discurso que el teólogo José María Castillo pronunció el pasado día 13 de Mayo de 2011, con motivo de su nombramiento como “Doctor honoris causa” por la Universidad Civil de Granada. Es un poco largo, pero merece la pena leerlo hasta el final.
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Por: José María Castillo
Excmo. Sr. Rector Magnífico de la Universidad de Granada,
Excmos. Srs. Vicerrectores/as,
Ilmos. Srs. Decanos/as,
Claustro de Doctores y Profesores/as,
Autoridades,
Amigos/as,
Quiero, ante todo, expresar mi sincero agradecimiento a la Universidad de Granada por el doctorado honoris causa que me ha concedido, a propuesta del Excmo Señor Rector Magnífico de esta Universidad, Doctor Francisco González Lodeiro. También deseo manifestar mi reconocimiento al Centro Mediterráneo, de esta Universidad, por la oportunidad que me ha ofrecido de poder colaborar, durante años, en los cursos de reflexión y difusión cultural que el citado Centro viene ofreciendo a la Universidad y a la ciudadanía en general. En este contexto, agradezco concretamente al profesor Juan Francisco García Casanova la Laudatio que ha hecho para justificar debidamente la iniciativa del Rector de nuestra Universidad.
Hablar de Dios en la Universidad
Como es sabido, en virtud del conocido genéricamente como “Decreto de Libertad de Enseñanza”, de 21 de octubre de 1868, las Facultades de Teología fueron abolidas y, en consecuencia, excluidas de la enseñanza universitaria en España. A partir de entonces, obviamente, no ha sido un hecho normal, en la Universidad de nuestro país, la concesión de un doctorado honoris causa en Teología. Esto no quiere decir que el hecho religioso, y los saberes asociados a él, hayan estado ausentes de nuestras universidades. El fenómeno religioso, como todos sabemos, siempre ha estado (y sigue estando) presente en el tejido social de España y ha sido objeto de estudio en la enseñanza universitaria desde no pocos puntos de vista: la cultura, la historia, la política, la sociología, el arte, la psicología y tantos otros saberes que quedan inevitablemente incompletos si de ellos arrancamos la dimensión religiosa que siempre, de una forma o de otra, ha estado presente en la experiencia humana y en la convivencia social.
Pero ocurre que, en este caso, el doctorado se le concede a un teólogo. Con lo cual – prescindiendo de otras consideraciones -, estamos ante un hecho nuevo en nuestra Universidad. No se trata del honor que se le dispensa a un profesor que ha dedicado su vida al estudio de determinados saberes asociados al hecho religioso. Sino que estamos ante la distinción que esta Universidad le hace a un teólogo, es decir, a un hombre que ha intentado dedicar su vida al estudio, no ya de ciertos conocimientos relacionados con la religión, sino al conocimiento y a la explicación de aquello que es el centro mismo de la religión y de la experiencia religiosa: Dios, la fe en Dios, la experiencia de Dios, la creencia religiosa como tal. Porque eso, y no otra cosa, es la teología en sentido propio.
Pues bien, esto supuesto, yo me planteo, desde el primer momento y sin ningún subterfugio ante Ustedes, la pregunta que debe servir de umbral a la resumida reflexión que pretendo presentar: ¿qué sentido tiene (o puede tener) la presencia de la teología, y la concesión de una dignidad singular a un teólogo, en una Universidad no confesional y, por tanto, laica? Esta pregunta, como acabo de apuntar, me va a servir como punto de partida de las consideraciones que expondré a continuación.
Pero, antes de entrar en el contenido de mi reflexión, me parece pertinente recordar que el estudio de las religiones y de la fe religiosa, a diferencia de lo que ocurre en España, está aceptado y extendido, como sabemos, en el área universitaria anglosajona y alemana. Incluso en Francia, donde se rechazó la presencia de la religión en la escuela pública, sin embargo se ha mantenido el estudio del hecho y de la experiencia religiosa, con todas sus implicaciones y consecuencias, en L’ École des Hautes Études de París, así como en el CNRS (Centre national de la recherche scientifique). Como todos sabemos, la Ilustración criticó severamente la religión y destacó el estudio de saberes como la filosofía, la fenomenología, la psicología, la sociología y la antropología, que se ocuparon ampliamente de la religión desde el siglo XIX. Por eso, sin duda, Francia ha destacado en estos saberes durante los dos últimos siglos, en tanto que en España lo que ha sucedido de facto ha sido la creciente clericalización de la religión, de forma que en nuestro país no existe un espacio secular o laico y, por tanto, no tenemos en España un espacio que no sea confesional, para el estudio del hecho religioso con la amplitud que implica una perspectiva de totalidad.
Pensar al Trascendente desde la inmanencia
Dicho esto, entro ya en el contenido de mi reflexión. Y empiezo afirmando que, desde mi punto de vista, nunca ha sido fácil hablar de Dios y, por tanto, hablar de teología. Y más difícil, sin duda alguna, es hacer eso en este momento. Sobre todo, si queremos hablar de Dios con la seriedad y la honradez intelectual que siempre nos exige nuestra propia humanidad; y que ponen en evidencia este solemne acto y este histórico centro del saber, la Universidad de Granada. Confieso que esta dificultad me preocupa, no sólo por el motivo ya indicado: hablar de teología, es decir, de un saber confesional, en una institución no confesional, como es el caso de esta Universidad. A ese motivo general, se suma el motivo coyuntural, determinado por el momento que estamos viviendo. Me refiero al momento de crisis de la fe en Dios, de la crisis de la religión, de la crisis de la Iglesia, sobre todo entre las generaciones jóvenes, su decreciente credibilidad social, sus frecuentes discusiones con los poderes públicos por cuestiones relacionadas con el derecho y la ética, como recientemente recordaba en Madrid el profesor Hans Küng, precisamente el día que fue investido doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, cuando Küng hacía mención de las discusiones entre la Iglesia y el Estado a propósito de la familia, la interrupción del embarazo, la inseminación artificial y otros temas que están en la mente de todos nosotros 1.
Insisto en que, a mi juicio, es extremadamente difícil hablar de Dios, incluso pronunciar esa palabra cuando se tiene que pronunciar y en el sentido en que se debe decir. Y afirmo que, si esto ha sido siempre así, lo es más en este momento. ¿Por qué?
Por definición, Dios es el Trascendente. Con lo cual, si es que hablamos del “Trascendente” y de lo “trascendental” en el sentido propio y preciso de aquello que se sitúa más allá de los límites de nuestro conocimiento experimental y demostrable, al hablar de Dios nos estamos refiriendo a una realidad que no conocemos. Porque “lo trascendente” es aquello que obviamente nos trasciende. Y nos trasciende sobre todo y precisamente en nuestra posibilidad de conocer, es decir, está fuera del campo inmanente de nuestra capacidad de conocimiento. De ahí que “lo trascendente” es “lo absolutamente otro” en relación a “lo inmanente”, que es el ámbito propio de cuanto está al alcance de nuestra capacidad de conocer. Desde la inmanencia, sólo podemos pensar, decir y explicar “lo inmanente”. Por eso, cuando las religiones – y en su nombre, los hombres de la religión – nos hablan de Dios, en realidad no hablan, ni pueden hablar, de “Dios en sí”, sino de las “representaciones” de Dios que los humanos nos hacemos. Tales representaciones no pasan de ser “objetivaciones” o “cosificaciones” del Absolutamente Otro, del Trascendente, que es Dios.
Estas representaciones de Dios, por más que se las presente y se las pretenda explicar a partir de teofanías, cratofanías y revelaciones divinas, en realidad no pueden ser sino fenómenos culturales, que, como ocurre frecuentemente en casi todas las culturas, sufren procesos de crisis, de transformación, de cambios profundos; o incluso atraviesan desiertos de soledad y muerte. Crisis de las que, a veces, se rehacen. Y crisis también en las que, en ocasiones, sucumben y mueren. Así ocurrió en el caso de la religión más antigua del mundo, la religión de Mesopotamia; o lo que sucedió con la religión del antiguo Egipto, por poner sólo dos ejemplos, entre tantos otros, que nos son bien conocidos.
Pues bien, si recuerdo estas cosas, es porque me parece que están en la base de fenómenos culturales y sociales de enorme envergadura, que en nuestro tiempo estamos viviendo y padeciendo. Me refiero – como ya he apuntado antes – al proceso actual de la crisis de la fe en Dios, la crisis de la religión, la crisis de la Iglesia. Y al fenómeno, antiguo y moderno, de la violencia que, como enseguida voy a explicar, entraña profundas conexiones con el hecho religioso.
La crisis actual de la fe en Dios
En cuanto a la crisis actual de la fe en Dios, lo primero que deberíamos tener claro es que semejante crisis no tiene su explicación última, ni normalmente está motivada, por las razones que con frecuencia suelen aducir teólogos, sacerdotes y obispos cuando se refieren a este asunto. Mucha gente no ha dejado de creer en Dios por causa de la degeneración moral y de los pecados, de los que tanto suele hablar el clero. Ni es correcto decir que se ha perdido la fe porque vivimos en una cultura laicista, secularizada y relativista, en la que se han perdido los “valores absolutos” porque los avances incontrolados de la ciencia y la tecnología han desplazado a Dios del centro de la vida. Sin duda, hay personas que, en sus problemas de fe, están influenciadas por todo eso. Y por otras posibles causas que nadie se imagina. Pero – ya digo – el centro del problema no está en nada de eso. Como muy bien ha escrito recientemente el profesor Juan de Dios Martín Velasco, “la actual crisis de Dios sólo ha podido desencadenarse debido a la forma falseada de presentar a Dios y de vivir la relación con él, que se había extendido por las Iglesias cristianas sobre todo en la época moderna” 2. Mucha gente no ha abandonado su creencia en Dios porque se trata de gente que se ha pervertido, sino porque a la gente se le ha ofrecido una imagen de Dios tan deformada, que Dios, para muchos ciudadanos, resulta inaceptable o incluso insoportable.
¿En qué consiste esa forma falseada de presentar a Dios? Dicho de la forma más sencilla posible, consiste “en esa concepción según la cual Dios sería una realidad, un ser; otro en relación con las realidades del mundo y con su totalidad. Otro, sobre todo, en relación con el sujeto humano” 3. Lo que, en definitiva, nos viene a decir que a Dios se le ve, se le piensa, se le entiende, como otro ser, “otra persona”, un “tú”, con el que yo puedo hablar y con el que me puedo relacionar, al que le pido lo que necesito o al que ofendo, como puedo ofender a otro ser humano cualquiera.
Pero la cosa no para aquí. ¿Por qué la gente piensa en Dios, busca a Dios, cree en Dios? ¿Qué necesidad tenemos de eso que llamamos “lo trascendente”? ¿No sería mejor prescindir del complicado asunto de Dios y de las religiones, para vivir (tranquilamente y sin más problemas añadidos) nuestra limitada condición humana? El hecho es que los seres humanos, desde su oscura y arcana prehistoria, y en nuestra ya larga historia, no hemos prescindido de la búsqueda de Dios. Y no hemos prescindido porque, sin duda, no hemos podido prescindir. Precisamente por causa de nuestras carencias y deseos siempre insatisfechos. Como bien se ha dicho, “la creencia en una deidad está relacionada con una serie de propensiones humanas, especialmente con el deseo de comprender las causas de los hechos, sentir que uno controla su propia vida, la búsqueda de seguridad en la adversidad, una forma de habérselas con el miedo a la muerte, el deseo de establecer relaciones con los demás y otros aspectos de la vida social, así como la búsqueda de un sentido coherente para la vida” 4.
Por eso – exactamente por eso – sobre ese “Otro”, sobre ese “Tú”, que nos imaginamos que es Dios, hemos proyectado todo aquello que nosotros apetecemos y de lo que carecemos: poderío, sabiduría, duración, bondad, felicidad…. Y así, hemos elaborado la imagen y la teología de un Dios que lo puede todo, lo sabe todo, lo tiene todo, y es la bondad infinita y la felicidad sin límites. Es el Dios ilimitadamente perfecto frente a nuestra limitada imperfección.
A Dios, así pensado y bien argumentado, le hemos llamado el Infinito, el Absoluto, el Trascendente. Pero, sin duda, no hemos caído en la cuenta de que ese “Otro”, ese “Tú”, ese “objeto” de nuestra mente, es (ante todo) eso: un objeto de nuestra mente. Es decir, un producto de nuestra inmanencia y, por tanto, es una realidad inmanente, por más que pomposamente nos empeñemos en decir que eso es el Trascendente. Somos inmanentes y no podemos salir de nuestra inmanencia. Por eso, aunque es evidente que, mientras nos atenemos al ámbito propio nuestro, el ámbito de nuestra inmanencia, somos brillantes en las teorías que elaboramos y cada día más eficaces en el progreso de nuestros conocimientos científicos y de nuestras tecnologías, no es menos cierto que, cuando intentamos rebasar el horizonte último de nuestra limitada inmanencia, la “representación del Trascendente” que hemos elaborado, nos ha salido mal. Sencillamente, porque nos ha salido un Dios contradictorio. Y ha resultado contradictorio porque, tal como “de hecho” es este mundo, que (según decimos los teólogos) tiene su origen en la decisión y en el poder de Dios, resulta evidente que se trata de un mundo que no puede haber sido pensado y creado por un ser que es, al mismo tiempo, infinitamente poderoso e infinitamente bueno.
Porque ambas cosas son incompatibles con el mal, el asombroso y aterrador problema de tantos males que padecemos y tenemos que soportar en esta tierra. El profesor Juan Antonio Estrada, en su estudio sobre La imposible teodicea, concluye así su exhaustivo análisis: “En conclusión, la teodicea, en cuanto intento especulativo de justificar el mal existente y hacerlo racionalmente compatible con el postulado de un Dios bueno y omnipotente, es un fracaso” 5. Y no olvidemos que el fracaso de la teodicea es el fracaso de Dios. O más exactamente, el fracaso de la representación de Dios que nos ha ofrecido la teología al uso. La teología que ha brotado de nuestro discurso racional. O sea, el Dios que es producto de nuestra razón.
Pero hay más. Porque ese Dios, que “opera y se hace presente como un ente particular junto a otros” 6, además de contradictorio, es también un Dios peligroso. Con lo cual entro derechamente en otro fenómeno que a todos nos preocupa enormemente y con razón en este momento. Me refiero al fenómeno de la violencia. Y conste que, cuando hablo de violencia, no pienso solamente en la violencia de la muerte y de la guerra. Además de eso, y antes que eso, pienso en la “ambivalencia de lo sagrado” 7. Una ambivalencia que no es solamente de orden psicológico (en la medida en que lo sagrado atrae y repele al mismo tiempo), sino que se trata también de una ambivalencia de orden axiológico, en cuanto que lo sagrado es, a la vez, “sagrado” y “maculado” 8. De forma que, como ya indicaba Virgilio, sacer significa igualmente “santo” y “maldito” 9. De la misma manera que hagios puede expresar a la vez la noción de “puro” y “manchado” 10 . Justamente lo que a todos nos ocurre con la religión, con la teología y, en definitiva, con Dios. Es decir, lo que nos ocurre con la representación de Dios que hemos elaborado desde nuestra inmanencia.
Con lo cual desembocamos en la enigmática experiencia del tabú, “esa condición de los objetos, de las acciones o de las personas ‘aisladas’ y ‘prohibidas’ por el peligro que su contacto lleva consigo” (J. G. Frazer) 11. De ahí la violencia de la experiencia religiosa, sentida en forma de amenaza, culpa, mancha, prohibición, renuncia, castigo, sentimientos que rompen la conciencia de la propia dignidad. Es quizá la forma de violencia más refinada que padecen tantas personas en su secreta intimidad.
Pero no es ésta la peor ambigüedad de la religión. Para mucha gente, Dios es peligroso incluso cuando se nos presenta como fuerza que potencia el universalismo humanitario. Porque ese sentimiento, tan profundamente humano, descansa, no sólo en la identificación con Dios, sino además en la satanización de quienes se oponen a Dios. La violencia religiosa, que puede ir desde el más sutil desprecio hasta la más brutal amenaza contra la vida misma, tiene siempre su origen en el universalismo de la igualdad entre los creyentes, que priva a los no creyentes o a los que tienen otras creencias, de aquello que se les promete a ellos: dignidad e igualdad 12. Y así, nos damos de cara con el lamentable espectáculo de los enfrentamientos, divisiones, conflictos, tensiones, descalificaciones, intolerancias y todas las formas de represión y agresión que las religiones han provocado, en unos casos, han justificado, en otras ocasiones, o han potenciado en todas las contiendas y guerras de religión que en el mundo han sido.
Evidentemente, todo esto ya es grave y preocupante. Pero, en este momento, nos vemos metidos de lleno en un nuevo ambiente de violencias, motivadas por la religión, y que nunca hasta ahora se habían manifestado con la fuerza que estamos palpando en la situación actual. Se trata, como bien sabemos, de una situación nueva. ¿En qué consiste esta novedad? Si las religiones siempre han ido superando fronteras territoriales infranqueables, y cavando nuevos abismos entre los creyentes y los no creyentes, ¿cuál es entonces esa novedad? El acercamiento a nivel global, que resulta del entramado de las tecnologías de la comunicación, conduce a que las grandes religiones entren en contacto y se mezclen. Pero eso igualmente conduce a un choque de universalismos, a disputas externas sobre las verdades reveladas, así como sobre los modos que tienen unos y otros de satanizar a los demás.
El choque de universalismos significa lo siguiente: estar obligado a justificarse y a reflexionar tanto en la vida íntima como en los deberes públicos, allí donde antes dominaba la absoluta certeza 13. Todos sabemos de las situaciones de malestar y de frecuentes tensiones que esta nueva situación genera, tanto en la convivencia entre personas y grupos religiosos, como en las relaciones de unos y otros con los poderes públicos en todo cuanto afecta a la paz y solidez del tejido social. Si la violencia de la religión ha sido un problema de siglos y de tan graves consecuencias, en este momento (y en el futuro) ese problema se acentúa abriendo siempre frentes nuevos de conflictividad.
La fe en Dios como saber y como convicción
Pues bien, llegados a esta conclusión capital, la teología, si pretende ser honesta y coherente, se ve obligada a afrontar la cuestión más apremiante: ¿tiene solución y salida el Dios contradictorio y violento al que, no obstante la enorme carga de contradicción y de conflictividad que lleva en sí mismo, nos hemos acostumbrado, lo soportamos y hasta abundan quienes aseguran que lo necesitan y lo aman? Así las cosas, y por más sorprendente que pueda parecer, mi punto de vista es que “lo central de la actual situación religiosa es la convicción de que un Dios, que parecía formar parte de las evidencias naturales con las que se contaba, ha pasado a tal grado de no-evidencia que, no sólo el mundo y la realidad en su conjunto pueden explicarse sin él, sino que ha pasado a ser visto teórica y prácticamente como imposible” 14.
Pero, ¡Atención!, aquí debo hacer una advertencia que me parece determinante. El problema de Dios no radica ni en su trascendencia, ni por tanto en que Dios es el Trascendente. Si Dios no fuera el Trascendente, no sería Dios. Sería un “objeto” más, producto de nuestra inmanencia, un producto más de nuestro conocimiento. Por eso insisto en que el problema no radica en el Trascendente, sino en las representaciones del Trascendente que nosotros nos hacemos, las que nos hemos hecho a lo largo de la historia; y las que nos seguimos haciendo en este momento. El problema de Dios no está, ni puede estar, en creer en lo incognoscible, en lo indemostrable, incluso en lo absurdo. Una relación con Dios, que se plantea desde semejante presupuesto, es una relación llamada inevitablemente al fracaso. En este sentido, y si pensamos en la fe sólo como creencia (conjunto de saberes que afirmamos y defendemos racionalmente), se puede afirmar que, “desde el punto de vista filosófico o psicológico, la fe no es ninguna virtud, sino un vicio, no constituye excelencia alguna, sino un defecto, un fallo del aparato cognitivo.
Creer lo que no podemos ver ni comprender ni demostrar, creer lo absurdo, creer lo increíble, es más bien una patología mental que una virtud o excelencia que merezca recompensa alguna” 15 . Afirmaciones de este talante no nos tendrían que inquietar y, menos aún, escandalizar. Porque, insisto, una cosa es la fe como creencia, y otra cosa es la fe como convicción personal que se traduce en formas de conducta y en hábitos de comportamiento, como enseguida voy a explicar. En todo caso, pienso que es necesario tener el coraje de afrontar, con libertad y honestidad, el planteamiento de Mosterín, para intentar así – si ello es posible – depurar el significado y el planteamiento que debemos darle, en este momento, al hecho religioso en profundidad. Es decir, depurar el significado que tendríamos que darle a nuestra posible relación con Dios.
Para que la relación con Dios pueda tener sentido (ahora sobre todo), y pueda ser acogida por las gentes de nuestro tiempo, ha de ser una relación fundamentada no en creencias centradas en la metafísica del “ser”, sino una relación que se centra y consiste en la praxis histórica que se realiza en el “acontecer”. Si las “representaciones” del “Trascendente” y, por tanto, las religiones son siempre acontecimientos culturales, no olvidemos que nosotros somos hijos de la cultura de Occidente. Y no olvidemos tampoco que, en esta cultura nuestra, han dejado su marca las tradiciones de la Biblia. Pues bien, cualquiera que tome la Biblia en sus manos, lo que descubre en ella no son especulaciones sobre el ser de Dios extraídas de la metafísica, sino relatos del acontecer extraídos de la historia. Y es en esos relatos, siempre vinculados a la conducta, al comportamiento humano, en los que descubrimos a Dios y en los que podemos encontrar la representación del Trascendente. Tiene razón Bernhard Welte cuando nos ha hecho notar que a la revelación bíblica no le interesa “lo que es” (was ist) Dios, sino “lo que sucede” (was geschah) cuándo (y dónde) actúa Dios 16.
Por esto, sin duda, el judaísmo no centró su relación con Dios en la fe, sino en la praxis, en la acción, en la conducta, en el cumplimiento de la Torá. De ahí que, con toda razón, se ha dicho que, cuando en la literatura rabínica se utiliza el concepto de “hombre de fe”, lo que se quiere expresar es un determinado comportamiento, la conducta ejemplar que hay que vivir. En otras palabras, se trata de la fidelidad que se realiza y se expresa en la práctica de la justicia 17.
En definitiva, la exactitud y corrección de nuestra relación con Dios no consiste en la exactitud y corrección de nuestras ideas religiosas, sino en la exactitud y corrección de nuestra conducta. O, dicho con otras palabras: la relación del ser humano con Dios no se verifica mediante la fe, sino mediante la ética. No se juega en el ámbito de la creencia, sino en el ámbito de la conducta. Con lo que llegamos a la cuestión capital: ¿de qué conducta se trata?
Ni contra la razón, ni con la sola razón
Para responder a esta pregunta, empiezo con una afirmación que me parece enteramente necesaria, por más que pueda parecer, a algunas personas, quizá atrevida. Decididamente, tenemos que pensar a Dios de otra manera. Lo que equivale a afirmar que es necesario modificar nuestra idea de Dios y nuestra representación de Dios. Si tomamos en serio la trascendencia de Dios – amplío lo que ya he dicho sobre este punto capital -, eso nos viene a indicar que Dios no es un ser supremo, que está “más allá y por encima del mundo, que viene del exterior a hablar y actuar en el mundo”. No nos queda más remedio que aceptar que Dios es, a la vez, “totalmente otro” y es igualmente “no otro”. De forma que “precisamente por ser radicalmente trascendente al mundo que sostiene en el ser”, por eso Dios “es radicalmente inmanente”. Por tanto, Dios se nos revela, se nos da a conocer, “desde el interior mismo del mundo, de la historia y de las libertades humanas” 18. Nunca deberíamos olvidar que la inmanencia no tiene acceso a la trascendencia. Es decir, desde la inmanencia, siempre estamos en la inmanencia. Y eso significa que nuestras representaciones del Trascendente no son sino representaciones inmanentes que nunca rompen o salen fuera de lo que nos es inmanente, no salen de nuestra propia humanidad.
¿Quiere decir esto que el tema de Dios es un tema condenado inevitablemente al fracaso? ¿Estamos, por tanto, al hablar de Dios, metidos en un callejón sin salida? Ya he dicho que, si nos atenemos a lo que puede dar de sí la sola razón, por ese camino desembocamos derechamente en una contradicción insalvable. Creo que en eso ha consistido la inmensa limitación que siempre ha arrastrado la especulación escolástica, tan profundamente marcada (y condicionada) por la metafísica griega. Pero también ocurre – y pienso que aquí tocamos una cuestión capital en este discurso – que el ser humano no actúa, ni sólo ni principalmente, desde lo que le aporta o le puede aportar el discurso racional. “No debemos” actuar nunca contra la propia razón. Pero, más cierto que eso es que “no podemos” actuar si nos limitamos a la sola razón. Sobre todo, cuando afrontamos el problema de nuestra relación con Dios. En este orden de cosas, me parece programática la sincera y lúcida confesión de Kant cuando, en el Prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, afirma: “Debí abandonar el saber a fin de hacer lugar para la fe” 19.
Nunca insistiremos bastante en la fuerza determinante de esta sinceridad confesional de Kant. Las ciencias humanas nos han enseñado hasta la saciedad que los saberes y los comportamientos de los seres humanos están, desde su raíz, condicionados y determinados, no sólo por contenidos mentales, que expresamos mediante signos, sino sobre todo por experiencias (con sentido de totalidad), que comunicamos mediante símbolos. Por esto, ni la ciencia, ni los conocimientos que nos apasionan, ni las relaciones humanas, ni (menos aún) las convicciones, que dan sentido a nuestra vida, nada de eso está determinado solamente por razones y verdades, sino sobre todo por experiencias y símbolos.
Por esto se comprende la gran paradoja que consiste en que, no obstante la contradicción racional que entraña el problema de Dios, las creencias religiosas movilizan en el ser humano la fuerza de experiencias y de símbolos mediante los que tales experiencias se expresan. Símbolos que son, según la certera formulación de Paul Ricoeur, los “centinelas del horizonte” último de nuestra inmanencia. Y símbolos también por los que sabemos y experimentamos que el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia.
El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús
Esto supuesto, nos planteamos la pregunta que más directamente nos interesa aquí: ¿cómo ha resuelto nuestra tradición religiosa (la tradición cristiana) la dificultad que constituye la convicción según la cual el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia? En otras palabras: ¿qué nos aporta la fe cristiana para resolver el problema de nuestra relación con Dios; y el problema también de nuestra relación con el ser humano?
El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús. Me refiero al Jesús terreno, el que nació, vivió y murió en la Palestina del siglo primero. Y digo que aquel hombre, aquel ser humano, es el centro del cristianismo porque en él se nos ha revelado Dios, se nos ha dado a conocer, se nos ha comunicado y entregado Dios. De forma que, en Jesús, Dios ha entrado en nuestra inmanencia y se ha unido a la condición humana. Jesús, por tanto, representa y significa que en lo humano, y sólo en lo humano, es donde podemos encontrar a Dios y donde podemos relacionarnos con Dios. Lo que la teología cristiana afirma cuando habla del misterio de la encarnación de Dios en Jesús, representa, entre otras cosas y fundamentalmente, el acontecimiento de la humanización de Dios, tal como se realizó y se vivió en aquel ser humano que fue Jesús de Nazaret.
Tengo el convencimiento de que la teología cristiana no ha reflexionado suficientemente, ni ha extraído las debidas consecuencias, del planteamiento fundamental que acabo de hacer. Quienes nos interesamos por el hecho religioso nunca deberíamos olvidar que, en cualquier religión, sus creencias, sus normas, sus prácticas rituales, su sistema organizativo, todo en definitiva, depende últimamente del Dios en el que esa religión cree.
Ahora bien, empezando por lo primero, no olvidemos que el cristianismo tiene sus raíces en el judaísmo. Jesús fue un judío, que creyó en el Dios de Israel, por más que – como explicaré – él llevó a cabo seguramente el cambio más asombroso que se ha producido en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad. Pero, aun siendo esto muy verdadero, tengo presente que Yahvé se ofreció a Israel en la práctica diaria de la vida. Lo que supone, para las comunidades eclesiales, judías y cristianas, como bien ha hecho notar Walter Bruegemann, que las disciplinas y prácticas cotidianas de la comunidad son, de hecho, actividades teológicas, pues son los modos y los ámbitos en que pueden nutrirse el discurso y los gestos que tienen que ver con Yahvé. Lo que nos lleva derechamente a la siguiente conclusión fundamental: “la praxis diaria visible y disponible, constituida y llevada a cabo humanamente, desarrolla los vínculos definitorios entre Yahvé e Israel” 20. No es, pues, en la verdad teórica o metafísica, ni en el espacio separado y privilegiado del culto ceremonial, donde se produce el más profundo y auténtico encuentro con el Dios de Israel y el Dios de Jesús. Es en lo cotidiano de la vida, en lo sencillo y hasta en lo vulgar, realizado humanamente y en las circunstancias de nuestra condición humana, donde – ya desde la experiencia religiosa que asimiló aquel judío singular que fue Jesús – encontramos a Dios y podemos relacionarnos con él.
Pero, al decir esto, estamos todavía en nuestras raíces, en los orígenes o, si se quiere, en el punto de partida. En el gran relato de los evangelios, encontramos lo que Jesús mismo calificó como la “plenitud” (pleróo): “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas. No vine para abolir, sino para llevar a plenitud” (Mt 5, 17). El Evangelio no es sólo el “cumplimiento” de la Torá 21. Es su “plenitud”, que consiste en “una praxis en el mundo” 22. Pero, a mi modo de ver, esta “praxis” se interpretaría mal si se redujera a unas determinadas observancias o al cumplimiento de unos preceptos. Se trata de algo indeciblemente más hondo y que entraña un alcance de totalidad. ¿Qué quiero decir con esto?
Quiero decir tres cosas, que están claramente afirmadas en tres tradiciones distintas del Nuevo Testamento: la tradición de Pablo de Tarso, la tradición del evangelio de Juan y la tradición del evangelio de Mateo. En estas tradiciones se afirma: 1) Que el Dios de Jesús es un Dios que se vacía de sí mismo. 2) Que el Dios de Jesús es un Dios que se ha humanizado. 3) Que el Dios de Jesús es un Dios al que se le encuentra en cada ser humano.
1) Dios se vacía de sí mismo
He afirmado que Jesús es la encarnación de Dios. He dicho, además, que, por eso mismo, Jesús es la humanización de Dios. Lo cual quiere decir – siguiendo la sorprendente enseñanza de Pablo de Tarso – que, superando todo límite mental y toda mesura expresiva – en Jesús, Dios “se vació de sí mismo” (eautòn ekénosen) (Fil 2, 7). El verbo griego kenoô significa “vaciar”. Pablo, por tanto, afirma que Jesús es un “Dios kenótico”, un Dios “vaciado de sí mismo”, una fórmula tan extraña que, con toda razón, ha habido quien se ha preguntado: “¿Qué demonios, o qué ángeles, es la “forma de Dios” (morphé Theoú) (Fil 2, 6) que se vacía en lo contrario, la “forma de esclavo” (morphé doúlou) (Fil 2, 7)?” 23. Al decir esto, Pablo no utiliza una fórmula literaria o ingeniosa. Cuando recordamos estas palabras de Pablo, nos enfrentamos a algo que produce sobrecogimiento. En efecto, cuando Pablo habla de kenosis, ¿ese despojo afecta solamente a Jesús o es un vacío que atañe también a Dios?
La lectura correcta del texto de Fil 2, 7 no ofrece lugar a dudas: el que se despoja de su rango, el que se vacía de sí mismo, es Dios. Evidentemente, este despojo no se puede interpretar en el sentido de que Dios, durante la vida terrena de Jesús, dejó de ser Dios. Nadie, que mantenga creencias cristianas, afirmaría semejante cosa. Ni en el texto hay datos para dar a las palabras de Pablo tal interpretación. Porque el ser de Dios nos es desconocido. Lo que Pablo dice es que la morphé Theoú se cambió en la morphé douloú. Esto no quiere decir que la “apariencia” de Dios se transformó en “apariencia” de esclavo 24. Ni tampoco significa que la “esencia” de Dios se hizo “esencia” de esclavo 25. La palabra griega morphé significa “forma” o “manifestación visible” 26. Por tanto, Pablo quiere decir dos cosas: 1) Que de Dios sólo podemos conocer su manifestación exterior y accesible a nosotros, o sea su manifestación visible y tangible. Es decir, de Dios sólo podemos conocer cómo se hace presente en este mundo. 2) Que el Dios, que se nos da a conocer en Jesús (el Dios que se nos reveló en Jesús), sólo se hace presente “en forma de esclavo”.
Con lo cual estamos afirmando que Dios ha renunciado definitivamente a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión de poder. Es decir, al Dios de Jesús sólo se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en el presente orden establecido, o sea en este mundo. Lo cual es la renuncia total a toda condición sagrada, a todo privilegio y a toda distinción. Por tanto, en la medida en que nos acercamos a esta forma de estar en el mundo y nos ponemos de parte de cuantos viven en ella, en esa misma medida nos acercamos a Dios. Andan, por tanto, desconcertados, perdidos y extraviados, todos los que (por más que sean sacerdotes, obispos o papas) pretenden aparecer en este mundo como “representantes” de un Dios que ya no puede ser representado nada más que en el vacío y el despojo de los últimos, “los nadies” de este mundo.
Y todavía, algo que es fundamental: el himno de Pablo, en la carta a los Filipenses, termina diciendo que el Dios, que (en Jesús) se vació de sí mismo, después de su humillación fue exaltado (Fil 2, 9-11). ¿Significa esa exaltación una anulación de la kenosis, para que todo volviera a estar como estaba antes? ¿No se está hablando ahí del premio que el Padre le concede al Hijo al constituirlo Señor nuestro por la fuerza del Espíritu mediante la resurrección? (Rom 1, 4). Esto es cierto. Pero no olvidemos que, según el texto del himno de la carta a los filipenses, lo que Dios le concedió a Jesús no fue una cualidad distinta, sino un nombre (onoma) distinto. Y aunque es verdad que el nombre, en la cultura hebrea, indica algo esencial o típico acerca del que lo lleva 27, en todo caso nunca se puede afirmar, ni mediante el nombre ni mediante cualquier otra expresión, en qué consiste “la esencia divina de Jesús” 28. Por la sencilla razón de que nadie conoce y nadie puede explicar en que consiste una presunta esencia que a todos nos trasciende y no está a nuestro alcance el conocerla.
Por eso, lo que razonablemente se puede deducir del texto de Pablo es que la presencia de Dios “en forma de esclavo” es la forma que Dios asumió, en Jesús, de manera definitiva y sin posible vuelta atrás. Porque es la forma humillada del Dios kenótico (el Dios vaciado de sí) la que Dios ha asumido para siempre. De manera que sólo en esa forma es cómo podemos descubrirlo, encontrarlo y relacionarnos con él. Es el Dios que no pretende, ni quiere, ni puede imponerse a nadie. Eso es lo que Dios ha exaltado para siempre.
2) Dios se ha humanizado
La teología cristiana está acostumbrada a hablar de la encarnación de Dios. Esta fórmula es, a fin de cuentas, la fiel traducción del texto griego del prólogo del evangelio de Juan: ho Lógos sarx egéneto (Jn 1, 14). Pero ocurre que la teología se ha frenado, y hasta se ha atascado, en la fórmula de la “encarnación”. Es notable la resistencia, que casi siempre han tenido los teólogos cristianos, para hablar de la “humanización” de Dios. Si “lo divino” está situado en un rango infinitamente superior a “lo humano”, al pensamiento cristiano le ha repugnado utilizar un lenguaje que pudiera representar o, al menos, insinuar un rebajamiento, un descenso de la divinidad a la humanidad. Séneca, el preceptor de Nerón, le escribía a su pupilo: “Tú no puede alejarte a ti mismo de tu elevado rango; él te posee, y dondequiera que vayas, te sigue con su gran pompa. La servidumbre propia de tu elevadísimo rango es el no poder llegar a ser menos importante (“est haec summae magnitudinis servitus non posse fieri minorem”); pero precisamente esta necesidad la tienes en común con los dioses. Porque también a ellos los tiene el cielo ligados, y a ellos no les es dado descender, como tampoco te es dado a ti, sin correr riesgo. Tú estás ‘enclavado’ en tu rango” 29.
No cabe duda que esta mentalidad dejó su huella en el dogma cristológico, tan profundamente marcado por el cesaropapismo de los siglos IV y V 30. Es la influencia que se advierte en la fórmula final del concilio de Calcedonia (a. 451), en la que la Iglesia se vio obligada a defender que Jesucristo es “perfecto en la humanidad” 31, pero lo es de forma que en él sólo hay “una sola persona” 32, que es la persona divina. Lo que equivale a decir que en Jesús existe una humanidad perfecta sin persona humana. Una afirmación extraña, que el pueblo y la piedad popular han interiorizado de forma que, entre los cristianos educados en la mejor formación teológica, existe el convencimiento de que Jesús fue, por su puesto, humano. Pero realmente menos humano que divino. Lo que equivale a afirmar que en Jesús prevaleció la divinidad sobre la humanidad, es decir, el “monofisismo larvado” que muchos cristianos arrastran sin hacer de eso el menor problema. Muchos cristianos se inquietan si ven que se cuestiona, de la manera que sea, la divinidad de Cristo. Pero raramente se ponen nerviosos si oyen que se habla de Jesús como si fuera una especie de ser celestial disfrazado de hombre.
En los evangelios nos quedó constancia de que Jesús procedió exactamente al revés. Si algo hay claro, en los relatos de la vida del Jesús terreno, es que él fue un hombre, un ser humano como los demás seres humanos. Pero lo fue de tal forma que, en aquel ser humano, se veía y se palpaba a Dios. Una afirmación que, si todavía hoy a nosotros nos resulta sorprendente, mucho más lo tuvo que ser para quienes convivieron con Jesús. En el largo relato de la cena de despedida, tal como lo recogió el IV evangelio, se describe un momento en el que el apóstol Felipe interrumpe a Jesús diciéndole: “Señor, enséñanos al Padre y con eso tenemos bastante” (Jn 14, 8). Lo que en realidad pedía Felipe es que Jesús le “mostrara”, más aún, que le “hiciera ver” a Dios, ya que eso justamente es lo que significa el verbo griego deiknymi, con un marcado sentido de visión sensible. Pues bien, ante semejante petición, la respuesta de Jesús fue tan aleccionadora como sorprendente: “Tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe?” (Jn 14, 9). Lo que en este relato llama la atención es que Felipe preguntaba por el conocimiento de Dios.
Y sin embargo, Jesús respondió, con toda naturalidad, apelando al conocimiento que aquellos hombres, que le acompañaban, tenían de Jesús mismo. Y es que, según lo que aquí afirma este evangelio, conocer a Jesús es conocer a Dios. Lo cual no quiere decir que Jesús estaba “divinizado”, sino exactamente al revés, que, en Jesús, Dios se había “humanizado”. Porque humano era lo que estaba viendo, oyendo y palpando Felipe y quienes estaban con él. Y tal es el significado de lo que dice Jesús de forma tajante: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9). ¿Qué veía Felipe? Un hombre que acababa de cenar, que hablaba, que se quejaba del abandono de unos y de la traición de otros. Y en el fondo, lo que eso significa es que el conocimiento de Dios se ha hecho en Jesús visión de un ser humano. Efectivamente, en Jesús se produjo la humanización de Dios. La trascendencia se ha hecho palpable en la inmanencia.
3) A Dios se le encuentra en cada ser humano
Pero los evangelios don un paso más. Un paso que nos desconcierta más aún. Y nos desconcierta tanto, que, a estas alturas, todavía no hemos aprendido a dar ese paso. No se trata ya solamente de que Dios se ha humanizado en el ser humano que fue Jesús, el Jesús terreno. En esta dirección, hay que llegar hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias. En los cuatro evangelios llaman la atención una serie de textos, que son claramente paralelos, y que sobre todo proponen verbos que expresan acciones humanas que se aplican igualmente a seres humanos, a Jesús y finalmente a Dios mismo. Estos verbos son “acoger”, “recibir”, “rechazar”, “escuchar”, aplicando estas acciones humanas lo mismo a niños que a adultos, es decir, a toda clase de personas (Mt 10, 40; Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 10, 16; 9, 48; Jn 13, 20). Es evidente, pues, que en la primeras comunidades de cristianos, desde la comunidad de Marcos hasta la Iglesia a la que se dirige el evangelio de Juan, existía una convicción muy firme, en el sentido de que los comportamientos humanos, de unos seres con otros, son, en definitiva, comportamientos que tenemos con Jesús y, en última instancia, con Dios. Por tanto, no se trata solamente de la “identificación” de Jesús con sus discípulos 33. Se trata de lo más radical que se puede plantear en el ámbito de las creencias religiosas: lo que se hace a cualquier ser humano, aunque sea el más pequeño, el más insignificante y el más indigno, es a Dios mismo a quien se le hace.
Otra manera de entender y vivir la religión
Es evidente que el planteamiento de fondo, que se hace al presentar así la relación con Dios, representa un cambio radical en nuestra manera de entender y de vivir la religión. Se trata, en definitiva, de que lo central y determinante de la religión no es la fe, sino la ética. Con lo cual no pretendo decir que la fe se opone a la ética. Lo que quiero afirmar es que la ética es la realización fundamental y determinante de la fe. Como afirmo igualmente que lo determinante de la religión (tal como la presenta el Evangelio) no es lo sagrado, sino lo profano. Y por eso también, lo determinante de la religión de Jesús no es lo religioso, sino lo laico. Y conste que, al hacer estas afirmaciones, soy consciente de que pueden extrañar o incluso escandalizar a personas piadosas. Pero hay que decir estas cosas sin miedo.
Porque fue Jesús el primero que habló de estas cosas. Y las dijo con una fuerza que posiblemente no imaginamos. Me refiero, entre otros pasajes evangélicos, al famoso texto del juicio final (Mt 25, 31-46), que ha sido sometido a una enorme discusión 34. Una discusión que persiste. Y que se refiere a la amplitud de los destinatarios de ese juicio. Dado que no existe una coincidencia uniforme entre los estudiosos de este asunto, pienso que tenemos el perfecto derecho – e incluso pienso que el deber – de no restringir el alcance de las palabras de Jesús. Y el alcance de esas palabras es muy claro. Tan claro que no tenemos derecho a difuminarlo o disminuirlo. Se trata, en definitiva, de que, a la hora de la verdad, lo único que va a quedar en pie es lo que cada uno ha hecho para dar, difundir y contagiar bienestar, dignidad, libertad, felicidad a cualquier ser humano: al hambriento, al sediento, al enfermo, al desamparado, al extranjero, al preso, al indigno. Lo que importa, lo que interesa, lo que se tendrá en cuenta, en el juicio último y definitivo de la historia y de la humanidad, no será la fe, ni la religiosidad, ni la piedad, sino solamente la ética motivada por la misericordia. Es decir, el amor íntegro y coherente, como el mismo evangelio de Mateo insiste en repetidas ocasiones (5, 21-48, 7, 21-23; 22, 34-40; 23, 23).
La consecuencia que, en sana lógica, se sigue de lo que acabo de decir sobre el “Dios kenótico”, sobre el Dios humanizado y sobre el Dios que se encuentra en cada ser humano, es que el proyecto cristiano no puede ser sino el mismo proyecto de Dios. Ahora bien, como acabamos de ver, tal como Dios se nos ha dado a conocer en Jesús, o sea tal como el Trascendente se nos ha hecho visible y tangible en el campo de nuestra inmanencia, lo que Dios ha hecho ha sido humanizarse. De ahí que, si es que pretendemos ser coherentes con nuestra creencia fundamental, el proyecto cristiano no puede ser un proyecto de divinización, sino un proyecto de humanización.
¿En qué consiste tal proyecto? Lo humano se contrapone a lo divino. Pero, como bien sabemos, lo divino se asocia al poder, a la gloria y la grandeza sin límites. Por el contrario, lo humano se relaciona con la debilidad, la limitación e incluso la fragilidad. De hecho, lo mínimamente humano, lo que es común a todos los seres humanos (sea cual sea la nacionalidad o la cultura, la religión o la educación de cada cual), se reduce a la carnalidad y a la alteridad: todos los humanos somos de carne y hueso (carnalidad); y todos los humanos nos necesitamos los unos a los otros (alteridad). Pues bien, siendo así la condición humana, se comprende que la tentación satánica fundamental sea la apetencia de “ser como Dios” (Gen 3, 5). Es decir, ser más que los otros y estar sobre los demás. De ahí, la violencia en todas sus formas. Por eso, según los evangelios, Jesús nos marca el camino de nuestra humanización porque el proyecto de vida que nos trazó consiste en no querer nunca estar sobre los demás, dominar o someter a los demás, sino estar siempre con los demás, especialmente con los últimos, con los que están más abajo y son por eso las víctimas de la historia. Una vida entendida así, se traduce en respeto, tolerancia, estima, dignidad para todos, unión entre todos, solidaridad con todos y felicidad compartida.
Pero, con decir esto, no hemos dicho todo lo que esto representa. Al presentar el proyecto cristiano de esta manera, lo que en realidad estamos haciendo es presentar la religión (y el problema religioso) como proyecto enteramente distinto. Porque todo esto, en definitiva, “es la consumación de la transición moderna como salida de la religión, es decir, la consumación de la pérdida por parte de la religión de su función integradora de la sociedad; es la consumación del nihilismo que ha conducido a la “muerte de Dios”, tras la crisis de la ontoteología, es decir, de la inclusión de Dios en el acabado sistema de explicación de lo real como su clave de bóveda; es nuestra reducción a una situación de diáspora, de exilio en una sociedad y en una cultura que nosotros ya no determinamos y que cada vez nos son más ajenas a los teólogos y, en general, a los “hombres de la religión”. He aquí los rasgos que convierten nuestro tiempo en tiempo “poscristiano”, en cultura de la ausencia de Dios, lo que nos lleva a “un veraz reconocimiento de nuestra situación interior”. Una situación que probablemente nos era ocultada, hasta hace poco, quizá por causa de residuos e inercias de épocas anteriores 35.
Por favor, yo pediría sosiego y comprensión para quienes se sientan incómodos ante este planteamiento y este lenguaje. Como indica el mismo Martín Velasco, “Dios brilla, en el sentido más positivo del término, por su ausencia”. Y si es que hay personas a quienes esta afirmación llega a poner nerviosas, les recomendaría que actualicen el recuerdo de un hecho asombroso, que está en el centro mismo de nuestra condición cristiana: “la revelación definitiva de Dios en Jesucristo culmina en la muerte de su Hijo en la cruz; es decir, en la aparentemente más total de sus ausencias” 36
La humanización de Dios: mística y teología
Y añado todavía algo que me parece fundamental. Lo que acabo de decir no es un invento de la teología progresista e irresponsable de las décadas pasadas. La cosa viene de lejos. Tiene ya su punto de partida en el “vaciamiento” o kenosis de Dios, que ya estaba formulada por san Pablo mucho antes de que se escribieran los evangelios. Y es una idea y una experiencia que se ha ido repitiendo, de tiempo en tiempo, a lo largo de la historia. Testigos de ello han sido los místicos. Me limito a recordar, entre otros, a Meister Eckhart, en su conocido sermón Beati pauperes spiritu, en el que el místico alemán afirma con serenidad y aplomo: “Por eso le pido a Dios que me libre de Dios, porque mi ser esencial está por encima de Dios, si tomamos a Dios como inicio de las criaturas” (Darum bitte ich Gott, dass er mich Gottes quitt mache; denn mein wesentliches Sein ist oberhalb von Gott, sofern wir Gott als Beginn der Kreaturen fassen) 37.
Y si nos acercamos más a nuestro tiempo, en los años que siguieron al final de la segunda guerra mundial, fue motivo de profunda conmoción, en los ambientes teológicos cristianos, la lectura de las cartas que Dietrich Bonhoeffer escribió a un amigo desde la prisión de Tegel, poco antes de terminar ahorcado en el campo de exterminio de Flossenbürg, en abril de 1945. La idea capital de Bonhoeffer es – según mi modesta opinión – la misma idea que ha servido de espina dorsal de este discurso: “La trascendencia teóricamente perceptible no tiene nada en común con la trascendencia de Dios. Dios está en el centro de nuestra vida, siendo así que está más allá de ella” 38. Esto supuesto, la convicción central y directiva de Bonhoeffer se centra en la visión del cristianismo como “salida de la religión”. Su propuesta es tan clara como provocadora: “Nuestra relación con Dios no es una relación “religiosa” con el ser más alto, más poderoso y mejor que podemos imaginar – lo cual no es la auténtica trascendencia -, sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el “ser para los demás”, en la participación en el ser de Jesús.
Las tareas infinitas e inaccesibles no son lo trascendente, sino el prójimo que cada vez hallamos a nuestro alcance” 39. Por eso, sin duda, el mismo Bonhoeffer afirma con firmeza: “Ser cristiano no significa ser religioso de una cierta manera…, sino que significa ser hombre” 40. Pero hombre, en su sentido más hondo. En el sentido de nuestra plena humanidad, sin aditamentos, sin cargas y sin adornos, entendiendo nuestra humanidad como sinónimo de la más entrañable fraternidad. Bonhoeffer escribió, por eso: “A menudo me pregunto por qué un “instinto cristiano” me atrae en ocasiones más hacia los no religiosos. Y esto sin la menor intención misionera, sino que casi me atrevería a decir “fraternalmente” 41.
Como es sabido, a partir de la segunda guerra mundial, el pensamiento de Bonhoeffer no fue el único que se orientó en esta “dirección humanista” dentro de la teología cristiana, tanto protestante como católica. En el ámbito del protestantismo, se destaca la teología de Paul Tillich. La convicción de Tillich es que lo incondicionado, lo divino, está presente en toda actividad humana. Y las consecuencias de este planteamiento son de enorme envergadura. Porque, para Tillich, esto quiere decir que, ante todo, lo divino no se debe buscar “separado” de lo humano o “al margen” de la vida. Por eso este teólogo rechazó con fuerza lo que él llamaba el “sobrenaturalismo” que establece un segundo mundo, un mundo de realidades divinas al margen y por encima del mundo de aquí abajo.
De donde resulta una consecuencia teológica de primera importancia, a saber: no hay ningún dominio de la vida que quede excluido de esta dimensión incondicionada o que sea extraño a esta preocupación última. Por eso, según Tillich, hay que curar al ser humano. La salvación no es la evasión de lo humano, sino la unidad consigo mismo como con el fundamento divino del propio ser 42.
Por su parte, en la teología católica de los años 40 del siglo pasado, se hicieron notar con fuerza las grandes figuras teológicas que fueron los inspiradores de los documentos del concilio Vaticano II. Aquellos hombres fueron los creadores de la Nouvelle Théologie, promovida principalmente por los jesuitas franceses (Bouillard, De Lubac, Daniélou), la Escuela de Teología de Le Saulchoir, de los dominicos de Francia (Chenu, Congar) y los grandes teólogos centroeuropeos de aquellos años (H. Urs Von Balthasar, Karl Rahner, E. Schillebeecks, H. Küng, entre otros).
Una de las convicciones que, en el fondo, potenciaron el pensamiento de estos autores fue la necesidad de superar el dualismo y la contraposición entre lo “natural” y lo “sobrenatural”. Rahner supo sintetizar esta superación del dualismo “natural-sobrenatural”, “divino-humano”, en la expresión que lo resume todo: el ser humano y su actividad constituyen el “existencial sobrenatural”: cada uno puede y debe entenderse “como el acontecimiento de una autocomunicación sobrenatural de Dios” 43.
En el fondo, estos teólogos, al pensar y hablar de esta manera, no hicieron otra cosa que mostrar su fidelidad a la más original y primitiva tradición cristiana. No olvidemos que Jesús de Nazaret se comportó y habló desde una toma de postura sumamente crítica, no con el pueblo de Israel, sino con los dirigentes de la religión de Israel, con sus sacerdotes y su templo. Ni la muerte de Cristo se puede interpretar como, de facto, se interpreta en las cartas de Pablo: la muerte en cuanto “sacrificio expiatorio” que Dios exige y necesita para perdonar las maldades y pecados de la humanidad (Rom 3, 25-26; 4, 25; 1 Cor 15, 3-5). De ahí, los numerosos textos de Pablo en los que el apóstol afirma que Jesús fue entregado por Dios a la muerte por nosotros y por nuestros pecados (Rom 5, 6-8; 8, 32; 14, 15; 1 Cor 1, 13; 8, 11; 2 Cor 5, 14; Gal 1, 4; 2, 21; Ef 5, 2). Pues bien, así las cosas, lo decisivo, en cuanto se refiere a este punto capital, es tener muy claro que la muerte de un hombre que, en tiempo de Jesús y en la cultura del Imperio, era asesinado en una cruz, eso no sólo no tenía nada que ver con lo sagrado o con lo religioso, sino que representaba exactamente todo lo contrario: la descalificación, la exclusión, incluso la maldición suprema que podía pesar sobre un ser humano. Por esto se comprende que los primeros cristianos nunca representaron a Jesús en la figura de un crucificado.
Más aún, no deja de resultar sorprendente que la primera imagen de un crucifijo, que se nos ha conservado, es la de un graffiti que se ha descubierto, en las ruinas del Palatino de Roma, en donde se representa a Jesús como un hombre crucificado con cabeza de burro. Esta inscripción, obviamente ofensiva para los cristianos, data (aproximadamente) del año 200 d. C. 44.
El cristianismo como movimiento “no-religioso”
Por todo esto se debe decir que la correcta comprensión del cristianismo es la que lo interpreta como un movimiento no-religioso. Dios, en Jesús, no se encarnó en “lo sagrado”, como tampoco se encarnó en “lo religioso”. Dios, en Jesús, se encarnó en “lo humano”. La experiencia nos enseña que las religiones, por más cierta que sea su influencia positiva y enormemente benéfica para muchas personas, no es menos verdad que también es cierto el hecho de que con frecuencia las religiones dividen a los individuos y a los grupos humanos, alejan, enfrentan y, de una forma o de otra, generan violencia, descalificación, humillación e incluso, en no pocos casos, han provocado (y siguen provocando) muerte. Por eso, yo no puedo entender a Jesús como fundador de una religión que desencadena los conflictos, persecuciones, condenas y sufrimientos que históricamente ha provocado el cristianismo. Todo lo contrario, mi convicción más firme es que Jesús está, no sólo por encima, sino sobre todo está en contra de todas esas atrocidades y de las condiciones que las han hecho posibles, las han justificado y las han fomentado.
Pero no sólo esto. Estoy profundamente convencido de que Jesús es patrimonio de toda la humanidad. Quiero decir: Jesús no es propiedad del cristianismo. Ni es pertenencia exclusiva de los cristianos o de la Iglesia. De ahí que, a mi manera de ver, ha sido el cristianismo, ha sido la Iglesia, la que se ha apropiado de Jesús y lo ha presentado como el centro y el contenido fundamental de una religión determinada, la religión cristiana. En realidad, lo que tendría que haber hecho la Iglesia es tener la libertad, el coraje y la honestidad de presentar a Jesús como la realización plena de lo más profundamente humano, de lo plenamente humano, de lo mínimamente humano, de aquello que, por encima de culturas, tradiciones, costumbres y creencias religiosas, constituye el logro de los anhelos de humanidad y de ultimidad que todos llevamos inscritos en lo más básico de nuestro ser.
Al hablar de esta manera, no hago sino conectar con las primeras afirmaciones que he presentado en esta reflexión. Los saberes sobre la religión nos dicen que Dios es inalcanzable conceptualmente. Si afirmamos que Dios se define como el Trascendente, tomemos en serio su trascendencia. De ahí que cualquier saber nuestro sobre Dios es inevitablemente un “saber proyectivo”, como ya nos lo hizo notar Feuerbach. Lo que nosotros realmente hacemos, al pensar en Dios y al hablar de Dios, no es sino proyectar sobre el que denominamos el Infinito y el Absoluto nuestras apetencias de poder, de tener, de saber y de poseer todo cuanto brota de nuestros deseos más hondos. Frente a este saber proyectivo, la tradición cristiana, desde el Evangelio, nos dice que la forma de vida de Jesús es el criterio para pensar en Dios y para hablar de Dios.
En este sentido, aquel ser humano, que fue Jesús el Nazareno, es la revelación de Dios. De forma que, desde este punto de vista, podemos (con todo derecho) hablar de la humanización de Dios en Jesús. Al tiempo que, por eso mismo y supuesto lo que acabo de decir, es también correcto hablar de la divinización de Jesús en Dios. Pero, insisto, esta segunda afirmación sería una consecuencia derivada, semánticamente, de la humanización de Dios en Jesús. Seamos consecuentes hasta las últimas consecuencias: desde nuestra inmanencia, toda afirmación nuestra se refiere siempre a lo inmanente.
Esto supuesto, la conclusión a la que podemos y debemos llegar es ésta: encontrar a Dios en Jesús es encontrar a Dios en lo humano, en lo verdaderamente humano, en la realidad y en la experiencia humana, en la medida en que esta realidad y esta experiencia supera lo inhumano que hay en nosotros y domina la deshumanización que tanto daña la convivencia social y debilita o deteriora el tejido social. Por lo tanto, si a Dios lo encontramos en lo que es verdaderamente humano, eso nos viene a decir que a Dios lo encontramos en la libertad humana, en el amor humano, en el respeto a los demás, en la cercanía a todo lo verdaderamente humano que hay en la vida. Pero no sólo eso. Si damos un paso más, tenemos que llegar a la conclusión de que las instituciones religiosas, que invocan la autoridad de Jesucristo, no pueden invocar un presunto poder, emanado de Jesús, en virtud del cual se sienten en el derecho de recortar, disminuir o anular los derechos fundamentales de las personas, las libertades de los ciudadanos, condicionar la laicidad de los poderes públicos, siempre que esos poderes se ajustan a los derechos humanos aprobados por la comunidad internacional.
Concretamente, si como bien se ha dicho, en España hemos pasado, en los últimos treinta años, del “consenso constituyente” al “conflicto permanente” 45 , es de suma importancia que, no sólo las instituciones políticas, sino igualmente las distintas confesiones religiosas se pregunten en qué sentido y hasta qué punto también ellas están siendo responsables de esta situación de casi permanente conflictividad que a todos nos perjudica y que tanto deteriora nuestra convivencia y nuestro progreso.
El futuro de la Iglesia y de la teología
Para terminar, me parece decisivo insistir en que la Iglesia tendrá futuro y la teología podrá pervivir en la medida en que ambas – Iglesia y teología – tengan el coraje y la libertad de tomar y seguir un rumbo distinto al que han seguido y han sido fieles hasta ahora. Como todos sabemos, durante siglos, la teología (siempre controlada por la Iglesia) se consideró a sí misma la “regina scientiarum”, el centro de todos los saberes y el poder normativo para marcar el camino que cada disciplina tenía que seguir. Por suerte para todos, esta posición preponderante de la Iglesia y su teología se ha venido abajo y ha perdido su falsa consistencia. El progreso de la ciencia y el avance incontenible de las tecnologías van poniendo a las religiones en su sitio. Todos sabemos que las religiones se resisten al cambio y, con frecuencia, se quedan atascadas en la fidelidad a sus tradiciones de un pasado que ya nunca va a ser determinante en la vida de los individuos y de los pueblos. De ahí, el desajuste que cada día se percibe más fuerte entre teología y ciencia, entre teología y sociedad.
Con frecuencia, este desajuste se pretende explicar por causa de la prepotencia y el afán de mando de los dirigentes religiosos, amparados en presuntos poderes divinos que, si es que tales poderes provienen del cielo, siempre estarán sobre los poderes de la tierra. Es posible que esta mentalidad pueda tener su influencia en la toma de posturas de la religión frente a la ciencia y a los saberes que imparte una Universidad del Estado. Pero no creo que el fondo del problema esté en eso. Al hablar de este asunto, no creo que estemos ante un problema moral, psicológico o axiológico. Se trata, según creo, de un problema estrictamente teológico. Nunca me cansaré de repetir que “en problemas de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría”. Y esto es lo que, con demasiada frecuencia falla en no pocos ambientes religiosos y teológicos. Es la teoría sobre Dios lo que falla. Y entonces lo que ocurre es que, de una equivocada teología sobre Dios, se pueden (y se suelen) sacar consecuencias desastrosas, para las personas, para las instituciones y para la sociedad. Si estoy en lo cierto – según lo que he intentado explicar en mi discurso -, a Dios no lo encontramos en un “Tú” trascendente, que se nos impone desde un poder inapelable.
Ya he dicho que esa representación de Dios está en la base y es la explicación de la actual crisis de la fe en Dios. Porque cada día (por fortuna) es más escaso el número de personas que se atreven a seguir creyendo en ese Dios contradictorio y peligroso. Por eso he insistido en que a Dios lo encontramos en nuestra inmanencia, en lo laico, en lo secular, en lo civil, en lo humano. Y también lo encontramos – esto me parece determinante – en la experiencia simbólica que vivimos en nuestra intimidad, que puede ser la experiencia estética, la experiencia del silencio o la experiencia de la plegaria en cuanto expresión de nuestros anhelos más profundos. La experiencia de los místicos y de tantas personas que, desde la soledad, desde el sufrimiento o desde el encuentro con los otros, han encontrado sentido a sus vidas, es elocuente en este sentido.
Para terminar, si tal es el concepto y la experiencia de Dios, la teología, en cuanto saber que se ocupa del tema de ese Dios al que encontramos en lo humano, si es que debe seguir existiendo en el futuro, tendrá que ser, antes que un saber superior que enseña a los demás saberes, deberá ser un sujeto humilde y modesto que siempre tendrá que presentarse, con humildad y modestia, como un saber humano que aprende de los demás saberes lo que necesita asimilar de ellos para conocer mejor lo humano, para interpretar desde los saberes humanos el significado y el alcance que puede tener la presencia del Dios humanizado entre los seres humanos. Porque – no lo olvidemos nunca – es en lo humano, y principalmente en lo humano donde podemos encontrar a Dios. Desde este punto de vista, no le faltaba razón a Karl Rahner cuando escribió lo siguiente: “Si es que tiene que seguir existiendo todavía la teología en el futuro, ésta no será ciertamente una teología que se instala sencillamente y a priori “junto a” o “por encima” del mundo, como una especie de mundo aparte. Es decir, la teología no estará “junto a” o “por encima de” el mundo secula
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