La Blonda, La Niña y la Obscuridad
Cuando vi la pelona no fue nada extraordinario, fue frustrante. Pensaba que aquella transición iba a ser algo fantástico. Alguien saboteó aquella escena, donde yo muero y un haz de luz al final del túnel me llama a lo lejos con una sinfonía de fondo y poco a poco ir develando el nirvana junto al flaco de barba y vestido de blanco, así lo tramé. Pero cuando recuperé la conciencia por el ulular de la ambulancia o el pitido de aquella caja que trina y que aún no sé su nombre, resultó todo en vacío, no paso nada de nada. Solo hallé luces titilantes, guardapolvos blancos bailando alrededor de mí, tubos atravesándome por lugares indecibles y el crudo dolor de las agujas prontas prolongando mi existencia.Arruinaron mi muerte ideal y el hecho es que aunque hubo tiempos en que la muerte me fue mezquina y no se inclinaba a escuchar mis plegarias para irme con ella, después de todo sigo aquí y mi sentido de autodestrucción va cada vez en merma y me dejo vivir, por mí mismo y por los míos; y me dejo vivir también porque la muerte no tiene nada de romántico, fantástico, lúdico o erótico si se permite; por el contrario, la muerte y su decepcionante sentido me han dado razones para gozar de lo dadivosa que es la vida y desde entonces, cuando estoy hastiado de girar alrededor de todos o cansado del vértigo de ver tantas vidas pasar alrededor mío, tanta normalidad revuelve mi estómago y decido por impulso, al son de los instintos, buscar la pulpa de otras vidas y, una vez adentro, escribo una novela.
Vivo por ésos latires fantásticos y los hago míos, pero siempre – por más orientado que te encuentres en la búsqueda – se erige la magia de lo imprevisto con historias festivas que te envuelven de gozo o tan funestas que quedas como catatónico, como regañándote en qué carajos te metiste o por último, escogiendo tus pedazos entre la mierda.
LA BLONDA
La primera de ellas la conocí por los días de verano en la ciudad de Lima, era una mujer blonda artificial, de piel muy blanca que iba al compás del sol radiante y ojos tan negros que evitaban ver a través de ellos. Su talla era oportuna para no tener que encorvarme mucho en los apapachos que correspondían con nuestro rol. Siempre vestía de colores claros y su atuendo era siempre formal, recuerdo mucho una chompa blanca de hilos finos que moldeaba sus caderas de una forma tanto más sugestiva y que llegaba poco más abajo del derriere: “Muy bonito derriere y lo digo por la caída del jersey ”; cambiaba de tema. Su sonrisa era forzada, cada vez que la ilustraba en geometría u otro curso le destilaba una chanza para hacer divertida la clase, pero ella sólo asentía como en letargo y no acompañaba mi jarana, esto tal vez porque no era tan bueno para los chistes y aunque ya me lo habían dicho muchas veces, terco, siempre pensaba que iba en mejora, aún lo intento. Su comportamiento era parsimonioso y hablaba dosificadamente; me contemplaba con agrado, a lo que yo – siendo un imberbe de aproximadamente veintidós años poco menos – me ruborizaba con facilidad al notar que se quedaba prendada explorándome a sus antojos y yo, temeroso y al tanto de lo que acontecía, hacía lo imposible por girarme antes de que descubra que no soy Tom Cruise o aquellos chupitos mal curados de mi adolescencia. Ella era algo mayor que yo e imagino que, por lo mismo, era más segura de expresar sus veleidades.
Lamentablemente, por aquellas épocas de frío, yo vivía enamorado de una chica enamorada de otro chico y que, sin más, volvió a su tierra dejándome el corazón en tiritas. En suma, mi mente quedó abatida y distraída de las felicidades que podían procurarme otras personas, feas épocas, y por más esfuerzos que hacía ella por llamar mi atención, lo único que conseguía era que escudriñe sus defectos o algún pretexto para liberarme de un amor quizás sincero ¿Pasa no? Más aún, recuerdo que decepcionado y racionalizándolo todo para no recaer en la inquietud del enamoramiento, repasaba lo estudiado: “Que lo que las mayorías llaman amor, lamentablemente solo es una compleja dinámica ritual de reproducción o una búsqueda fervorosa de cariño para inherentes desquicios psicológicos, falencias emocionales u otro golpe que haya sido sembrado con tesón en nuestra infancia y que permanecen enfermándonos en nuestro interior”. Pero aún sabiendo de memoria este pregón, dejé que pase, porque llegó el día D en que lo dijo sin sobresaltos: “Te quiero”, y me besó.
Estuvimos pocos meses. Yo también empecé a observarla, a estudiarla con desenfado y me dejé llevar por éste defecto innato: el de hurgar sus adentros de forma rigurosamente científica, conociendo sus temores, sus logros y sus sueños. Le conté los míos y fantaseábamos mientras mirábamos el techo de mi habitación.
Venía regularmente a las clases, pero luego, poco antes de terminarse el verano y llenarse de gris todo nuevamente, sin decir nada, y exactamente cuando asumía que todo estaba progresando y que podía permanecer a su lado por mucho tiempo, desapareció del enjuto cuadro de mi vida y los bocetos – que había dibujado ilusamente – en mi historia, empezaron a desteñirse. Una pintura multicolor quedó en claro oscuro con una interrogante bastante incómoda a decir verdad. Al centro, donde convergen los colores de la pintura inconclusa, su teléfono apagado me lo explicó.
LA NIÑA
La “niña” cruzó hacia mi vereda de formas también inexplicables, lo que con la primera chica de esta historia fue de inicios parsimoniosos, para con la segunda fue fuerte e intenso, ya lo dije. Fue un complot truculento del destino que nos reunió para refugiarnos mutuamente eludiendo nuestros dolores y fingiendo que todo marchaba bien. La niña, aunque en rigor ya pasaba los veinte le gustaba llamarse de ese modo y hacia lo propio conmigo y con los demás. Ella era de estatura mediana, de cabellos negros que le daban un dulce contraste a su rostro claro trigueño. Su contextura armonizaba con su personalidad, era (digo “era”, pero ella es y siempre será) una chica reilona, muy jovial y dadora de encantos a la hora de bailar. De zancadas cortas pero fuertes al caminar, respiraba hondo al abrazarme y ostentaba un movimiento muy peculiar cuando al abrazarla por detrás, ella obedecía como por reflejo levantando sus caderas de formas muy protuberantes hacia el sur, hacia mí.
Era una chica risueña a mis ojos y al de los demás. A mis amigos les gustaba, querían tomarse fotos con ella y a regaña dientes tenía que gozar forzosamente de los agasajos que en galantería le ofrecían; y siendo yo mismo mi propio verdugo era obligado a tomar las fotos que ellos demandaban. “Me lo envías por el “feis”, no te olvides”, me ordenaban y yo sonreía gentilmente. ¿No la quisieran desnuda, saliendo de su torta de cumpleaños?, mascullaba mientras capturaba su imagen.
También era una niña de carácter fuerte a decir verdad, tanto para alejarme de las otras niñas como para el combate amatorio, aunque los arañazos eran excesos valgan verdades, admito que también eran el aderezo de sus fantasías y yo el esclavo de sus extravagancias. Una niña decidida sobre todo, porque fue ella la que, al abordarme, cogió el timonel una buena noche, me pellizcó y decidió sin dubitar que ella sería mi chica y yo sería su chico, fue tal cual. Siempre le festejaba que se vistiera de forma muy sobria, con colores que en ella, se convertían en golosina para mis ojos, sobre todo el púrpura y el gris, aquel gris de restos inconscientes del pasado o acaso el anuncio de la tragedia por venir.
Colegí que debido a su menor edad debería por lo mismo tener menos problemas, me equivoqué. Me contó sobre su vida, de aquella orfandad que la llenaba de amargura, de los intentos infructuosos por acabar con su vida, del sujeto que amó y al que descubrió siéndole infiel en aquella habitación de puerta entreabierta y de calatos laxos y paroxísticos, ése cuarto de sábanas desparramadas que le anunciaba que una niña que no era ella, copulaba afiebradamente con su futuro esposo o enamorado consentido, en la casa donde ella era la consentida como futura esposa. En la casa donde dormía el oso inmenso que velaba los sueños de su niño querido, oso que fue dulce compañía en aquella infinita noche ominosa en algún parque lejano, aquel parque de niñas engañadas, de lágrimas de cielo y de Teddys mojados.
La niña nunca desapareció, ella siempre estuvo a mis ojos, cerca. Sabía dónde estaba y por el facebook hablábamos o peleábamos por sus desvaríos de celos; en fin, era su carácter, poco se podía hacer y yo era complaciente. Rompimos dos veces en poco tiempo y nos volvíamos a reunir.
En fin, haciendo más sumas que restas aprovechamos el azar de juntarnos en esta vida y olvidando los infortunios de tiempos pasados nos fuimos días enteros a festejar que estábamos vivos y que por lo que nos tocaba, teníamos el deber sagrado de disfrutar y encender nuestros sueños dejándonos llevar.
Sin embargo, en algún momento de este viaje, no sé cómo ni cuándo, por la puerta falsa u otra puerta entreabierta, subió a bordo un polizonte que fue envenenándola desde adentro, veneno que en ella, y a mis espaldas, cocinaba una decisión de las más penosas que pudieras concebir, quizás este mal consejero, estuvo desde el inicio con nosotros, todo tuvo que pasar así. Estaba yo tan distraído o embebido en el agua miel donde nos sumergíamos, que quizá en alguna conversación, mirando la tele o tendiendo las sábanas – o mirándonos, no sé – supuraban sus heridas y el torpe torpe no estuvo atento, lo lamento, ni atento contigo niña, ni atento con la blonda y yo que me jactaba de ser tan empático, no pude oler el hedor de la muerte aproximándose esta vez.
LA OSCURIDAD
UNO
Después de varias semanas, la blonda llamó un día “equis” y fijamos encontrarnos un día “ye”. Nos encontramos en el cruce de de la avenida La Marina con Universitaria, eran aproximadamente poco menos de las 8 pm. Al encontrarnos fui lo más gentil que pude y sólo me dijo que quería caminar. Yo asentí.
Pasado un buen rato de silencio y de vanos intentos de conversación, traté de sujetarla de la mano, pero ella no quería acercarse hacia mí. La detuve casi a la fuerza y le dije que no entendía lo que pasaba, por qué había desaparecido, le reclamé, merecía respuestas y no entresijos que me sigan manteniendo así sin saber exactamente lo que pasó. Entonces, nos detuvimos en un pasaje oscuro y al abrazarla, di cuenta de que ella no levantaba los brazos para corresponderme a lo que, interpretando que se le había olvidado, la cogí de los codos para ayudarla y entonces ella se apartó agitada: “¡Au!”, gruñó.
Su respiración, su mirada perdida, y el no querer que la toque, la delataron. Yo, ya malhumorado y convencido de que algo pasaba le pedí que me deje ver sus muñecas, no hallé nada. Algo aliviado, subí explorando sus brazos y fue entonces que me di con la escena más triste hasta entonces vivida: Jirones de hilo azul transparente, saliendo de ambas venas en ambos brazos, eran hilos que cerraban cortes de dos centímetros por lo menos y que aún develaban actos fallidos de intentos anteriores.
No sé si fue pena o pasmo solamente, no le pedí razones, sólo le pedí que nunca más se aleje de mí. Hice todos mis esfuerzos por cambiar de tema en el momento y mientras la abrazaba me inventaba historias para dejar de lado cualquier rastro triste y disfrazar el clima invernal por eterna primavera para los dos. Tomamos el bus hacia su casa, la dejé, llegué a mi habitación aquel día y lloré.
Una semana después de constante comunicación, dejó de llamar. Preocupado la fui a buscarla prontamente, aunque estaba un poco desorientado en aquella urbanización, preguntando de bodega en bodega llegué a su casa. Era una tienda también, llamé a su puerta y salió. Ella, me miró fijamente, no dijo nada y escapó ráudamente hacia adentro. Yo di la vuelta y me marché, no insistí más y nunca sabré porqué.
Ojalá estés viva, tengas una familia, hijos preciosos y mantengas generosamente el recuerdo de este hombre que también te recuerda con agradecimiento y dilección.
DOS
Muchos años después, me hallo recibiendo una llamada por la mañana que me informaba de la tragedia: La niña había decidido auto eliminarse de la forma más mercadeada por los medios: el veneno. Su amiga en el otro lado del teléfono me preguntaba muchas cosas a la vez, y mi mente solo devolvía el eco de la noticia: “Se mató, ¡puta madre!” y la noticia me redujo…
Fiel a su estilo, llamaba a todo de formas metafóricas. Ella me dijo que era mamá, mamá de una gata y ya que la gata, para la fecha, había parido pequeños felinos, pues deduje que en consecuencia era la abuela de los mininos. Y ya que toda abuela o abuelo trata a los nietos como hijos y los nietos, haciendo lo propio, los tratan como padres, ella prometió que me haría abuelo de uno de ellos. Y urgido por la propuesta me encomendé a buscar un nombre oportuno para mi hijo/nieto, ya lo tengo.
…Aunque estuve muy entusiasmado con la idea de un compañero que aplaque mi harta soledad y funja de buen oidor en mis momentos de filósofo, lo último que tuve en mente después de colgar el aparato fueron los animales; pero no fue lo mismo con ella. Después de horas de recibir la malanueva y de un total escrutinio de escenas para averiguar si algo hice mal, recibí un mensaje de texto, tardío y en total devaneo: “…mis bebés (los gatos) se van con su padre…la mejor salida es la muerte”, “…los problemas que tuve son fuertes y lo mejor es irme al lado de mi papa…” (Traducción: mis gatos a la mierda, que la gata vea su caso, lo que es yo me mato y me reencuentro con mi viejo en el más allá)
Acto seguido, hice la llamada, y la voz agresiva del otro lado – que no era la de ella – advertía que no debía acercarme.
¡Carajos! ¿Fuiste tú? ¿Fui yo? ¿Y dónde quedan nuestros nietos? Sé que esta envilecida sociedad causa estragos, pero amor ¿no encontraste razones para insistir un poco más? ¿Qué madrugada fría congelaba tus sueños y te llevaba como musa plañidera a la tumba de tu papá?, Porque fue allí donde te encontraron ¿verdad? En aquel vetusto cementerio, literalmente al lado de tu papá.
Minutos después, culpable o no, resuelto, llamé otra vez y anuncié que de todas formas iba a aparecerme en el hospital a aclarar (acaso haya que aclarar algo) mi papel en el infortunio.
Llegué, hablé con su madre y sus hermanas. Y muy por el contrario de lo que me esperaba, me convertí en el facilitador de aquella conversación, me pidieron explicaciones e incluso me compartieron algunos secretos familiares, etc. Al final, se concluyó que el problema se enraizaba en el seno familiar. Se hicieron los compromisos y yo insistí que no se diga nada de mi presencia en el hospital y desaparecí de sus vidas a la vez.
EPILOGO
Nunca supe los motivos de aquellas decisiones radicales. Cuando en algún momento conté alguna de éstas historias, me dijeron que era muy posiblemente yo el motivo de su depresión. Pero en ambos casos eran reincidentes, comprobados motivos ya fermentados de antaño y que llevaban siempre consigo. ¿Seré acaso, pretensiosamente, un factor desencadenante? No lo creo, nunca las engañé, las maltraté o hice alguna otra babosada de la que arrepentirme. Por el contrario, las quise con empeño y con estas historias he comprobado que en definitiva las personas que ya no encuentran sentido a sus vidas, pues ya no las encontrarán y la solución es volverlos creadores: Ellos mismos deben crear de la nada un sentido para sus vidas y hacer prevalecer su creación ante todo, ser dioses de uno mismo, como escribir para sí una historia quijotesca si se quiere, ya sean molinos de viento, doncellas inefables, iconos religiosos, objetos fetiches, o gatos, no sé; todo sentido vale en una guerra declarada entre tú y tú.