MUZAMPA, EL PRÍNCIPE DE ANGOLA
Algunas personas están bastante locas y por eso mismo, vale la pena compartir el aire con éstos ángeles de tierra.
Hace ya varios meses, en el pleno centro de la ciudad, fotografié a un sujeto del color de la noche. Él, muy adusto, esperaba con la mirada fija hacia el frente y de vez en vez lanzaba un alarido con el que empezaba a quebrarse como un contorsionista. De primera impresión, podría haberse tratado de un orate más o de un sujeto con un sufrido tránsito intestinal, pobre hombre. Pero no era así, era un personaje exquisito que esperaba una moneda nomás.
Un cartel colgado en el cuello y otro en el suelo, advertía a los transeúntes la obligación de rendirle pleitesía. “Soy Muzampa, el príncipe de Angola”, estaba escrito; y más allá retozaba la cajita de tributos impuesta al lacayo para la supervivencia de la estirpe real.
“¿Quién es Muzampa, existe?”, me dije; y casi en el mismo instante en el que mi moneda estallaba con las otras de su cajita fiel, aquel supuesto príncipe se enroscaba en sus axilas, levantaba sus brazos, superponía sus piernas y trocaba sus codos con su cabeza. Sus collares, sus dientes rutilantes y sus pigmentaciones, cantaban en armonía con sus movimientos laxos y ofrecían al espectador una escena inolvidable.
Al rato, conmovido, me acerqué para estrecharle la mano, a lo que nunca correspondió. Muzampa, aún con la mirada fija hacia el futuro, extendiendo los brazos y dándose de golpes en el pecho (como King Kong) exhaló: “¡Bendiciones hermano, yo el príncipe de Angola te agradezco y te auguro un camino lleno de ventura!”