NOÉ

UNO
Un tiro, un muerto, dos. La sangre introduce sus vetas dentro de la tierra, cual abono perfecto para un mundo que fenece y se alimenta de sí mismo para sobrevivir. Ahora, frente al espejo, él enternece sus ojos y llora porque ahora le toca vivir para morir. “¿Por qué lo hice? ¿Por qué tuve que matarla? ¡Calla! merecía morir. Merecía morir como yo” ¡Bang!
DOS
Ella los alimenta primero. “No morirán sin comer, soy su madre”. Hace la mesa para los grandes y se acuclilla para darle los primeros bocados al pequeño. “Ellos son míos, la casualidad puso a su padre entre mis piernas y ahora me los llevo lo más lejos que pueda”. Su mandíbula grita pero arranca por fin el precinto de aquel sobre placebo que la dejará impía pero feliz. “Primero tú, luego el pequeño y al final yo” Glu, glu, glu.
TRES
¡Qué vertiginosa es la vida! No tiene paciencia para los que heredaron los dos pies izquierdos. Padres izquierdos que, sin conciencia de serlos, arrastraron a la vida a sus hijos. Dejaron la casa sucia (sociedad, le llaman) y nos pusieron en adopción frente al patíbulo. Y ¿acaso tiene alguno la culpa de vivir? La vida se vuelve insufrible y la muerte es doncella pretendida. Si primero pisamos los jardines de Adán y Eva y ahora caemos sobre las ruinas de Caín y Abel, ¿qué hacer?

Es aquí donde nace el arquetipo del hombre, del revolucionario. De aquel que erradica la raza deletérea que amenaza con propalarse y siembra la tierra con semilla virgen. Es el que extermina la vida que mata y muere por la nueva vida.

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