El grito y las nubes del fin del mundo

 

Cuando Edvard Munch pintó El grito en 1893, escribió en su diario: “Sentí que un grito infinito atravesaba la naturaleza.” Aquella frase podría no ser sólo metáfora.

Astrónomos noruegos demostraron que, tras el Krakatoa, los cielos del norte se tiñeron de un rojo tan intenso que el artista lo habría visto sobre Oslo, años después de la erupción. Así, el grito no vendría del alma, sino del cielo mismo: una vibración cósmica, un eco del polvo volcánico que seguía suspendido en la estratósfera, iluminando la angustia humana con la luz de una catástrofe lejana.

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