Se afirma con frecuencia que votar en las elecciones internas de un partido cuando no se es afiliado no solo es impropio, sino que afectaría los vínculos internos de cohesión partidaria. Es lo mismo, se sostiene, que votar por la directiva de un club o asociación a la que uno no pertenece. Peor aún, hacerlo obligatorio termina por ser una propuesta rechazable.
Se suele decir que nadie cambia aquello que funciona. En elecciones ocurre lo mismo, por eso uruguayos y argentinos votan con papeletas de partidos en un sobre, como se hacía en el Perú hasta 1962. Es antiguo, pero funciona. Nadie lo cuestiona. Distinto es el caso de las elecciones internas de los partidos. Desde la promulgación de la Ley de Organizaciones Políticas, en el 2003, los partidos han elegido a sus candidatos en tres oportunidades en elecciones internas, teniendo como resultado un extendido cuestionamiento, derivado de su falta de legitimidad, credibilidad y carencia de imparcialidad que perforó la propia reputación de los partidos. Más aún, la manutención del voto preferencial socavó progresivamente lo poco que tenían de unidad en la campaña electoral.
Los datos no mienten. De las tres modalidades de elección, los partidos políticos han escogido, mayoritariamente, la de delegados, en donde un pequeño grupo elige a todos los candidatos. Pero lo más cuestionable es que el propio origen de aquellos delegados, que debería ser por elecciones de los afiliados de sus respectivas circunscripciones, era cuestionado. Del Parlamento actual, 118 de los 130 congresistas han sido elegidos candidatos bajo esta modalidad. Pero contra lo que se defiende de la militancia, menos de un tercio de los congresistas pertenecía a los partidos por los que fueron elegidos.
La modalidad de elecciones internas abiertas de los partidos políticos, con afiliados y no afiliados, que ya está consignada actualmente en la ley, es posible, pues si bien se trata de asociaciones privadas, tienen una función pública y reciben un importante financiamiento público directo e indirecto (franja electoral). Es cierto que los que eligen son todos los electores a escala nacional, pero los elegibles son los miembros del partido, según los requisitos que cada partido señala en sus estatutos. En consecuencia, es el partido el que controla la oferta electoral y no terceros. De la misma manera, el lugar y número de designados que busca colocar en las listas. Finalmente, en nuestro caso, las elecciones solo para los afiliados son eventos en los que participa un reducido número de militantes, como se ha observado en los pocos casos en que los partidos optaron por esta modalidad.
El que sean obligatorias amplía considerablemente la participación, convocando a la ciudadanía a involucrarse en la selección de los candidatos. Si las elecciones fueran abiertas, pero no obligatorias, lo único que produciría es un nivel de ausentismo tan alto como el costo de organizar las internas, con el impacto negativo que dicha participación dejaría. A la vuelta de la esquina, la ley se modificaría.
El que sean simultáneas y organizadas por la ONPE permite que el ejercicio del voto esté garantizado a escala nacional, allí donde los partidos están seriamente limitados. Pero, además, el voto preferencial, muy nocivo en la elección nacional, se traslada a las elecciones internas, donde se compite para conformar la lista partidaria que sí cohesionará al partido en la campaña, no como ahora. De esta manera, la propuesta de elecciones abiertas, simultáneas, obligatorias, organizadas por la ONPE y cuyos resultados son vinculantes no solo mejora las actualmente realizadas, sino que modifica sustantivamente la relación entre militantes, electores y partidos. Una nueva modalidad, con mucho oxígeno, hoy necesario (El Comercio, lunes 8 de julio del 2019).
*El autor presidió la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.