Hemos llegado a la mitad del mandato presidencial y congresal, en que se ha puesto a prueba nuestro sistema de gobierno. La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la presidencia, la sucesión de este por Martín Vizcarra, pero también la censura del Gabinete Zavala, las interpelaciones a los ministros, han sido algunos de los mecanismos constitucionales que se han usado, en medio de una fuerte tensión entre los poderes del Estado. Esto ha originado que se hable frecuentemente de un desequilibrio de poderes que pone en riesgo la tan buscada gobernabilidad.
Sin embargo, nuestro sistema presidencialista es muy particular, pues contiene mecanismos que no le son propios. En realidad, interpelación, censura, voto de confianza y disolución del Parlamento son mecanismos centrales de los sistemas parlamentarios. El Perú tiene, por el contrario, un sistema al que se le han incrustado dichos mecanismos, desarrollándose una suerte de presidencialismo híbrido y que puede producir efectos negativos en la gobernabilidad del país y que no tiene paralelo en ninguno latinoamericano. Por eso, no se puede decir, por ejemplo, que la censura es democrática y la disolución del Parlamento no lo es. Todos estos mecanismos tienen amparo constitucional, por lo que solo deben cumplir con los requisitos establecidos para su activación.
De este sistema híbrido que es una construcción histórica, pues se ha ido ajustando a lo largo de nuestra vida constitucional, se producen situaciones singulares. Por ejemplo, en los sistemas parlamentarios el primer ministro es el jefe de gobierno. Cuando es elegido, acude ante el Parlamento para presentar el plan de gobierno y obtener un voto de investidura. En nuestro caso, el primer ministro no es jefe de gobierno, sino un coordinador de los ministros. Al acudir ante el Parlamento para recibir un voto de confianza presenta también un plan de gobierno. Los siguientes primeros ministros dentro del período presidencial deben hacer lo mismo. Es decir, presentar diversos planes de un mismo gobierno. Pero, si no obtiene el voto de confianza, debe renunciar todo el Gabinete.
De otro lado, en los sistemas parlamentarios la interpelación y la censura fueron pensados como mecanismos de control de la minoría, pues nunca la oposición es mayoría. En nuestro caso, la oposición es mayoría, más aún de un solo partido. Si la censura no tuviera contrapeso, la oposición podría, en el extremo, censurar la cantidad de ministros que desee, atribuyéndoles siempre responsabilidad política sobre cualquier situación. Por eso existe la cuestión de confianza. Es un mecanismo, si se quiere, de defensa, de contrapeso.
Si la oposición persiste, negando la confianza en dos oportunidades y no deja gobernar, la disolución (no el golpe, como el de 1992) es el mecanismo último que tiene el gobierno para defenderse. Pero el acto no se queda en una sola disolución del Congreso (funciona la Comisión Permanente), sino que se recurre al electorado que, a través de elecciones, crea una nueva representación, que deberá completar el período de cinco años. Sin embargo, la propia Constitución señala que el último año no se puede disolver el Congreso, creando un desequilibrio, pues sí se podría censurar el Gabinete. Aquí el presidente se encuentra desprotegido. No tiene cómo compensar el poder de control del Parlamento. Por lo tanto, mirar un solo lado, no solo es un error, sino un desconocimiento de la particularidad de nuestro presidencialismo, que visto en perspectiva, tiene un diseño riesgoso que es necesario discutir para mejorarlo y no seguir caminando por el borde del precipicio (El Comercio, jueves 3 de enero del 2019).