El debido proceso establecido en el artículo 139 numeral 3) de la Constitución comprende, entre otros derechos, el de obtener una resolución fundada en derecho, de los jueces y tribunales, y exige que las sentencias expliciten en forma suficiente las razones de sus fallos, esto es, en concordancia con el artículo 139 numeral 5) de la Carta Magna, que se encuentren suficientemente motivadas con la mención expresa de los fundamentos fácticos y jurídicos que sustentan su decisión, lo que viene preceptuado además en el artículo 122 numeral 3) del Código Procesal Civil y el artículo 12 del Texto Único Ordenado de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
El debido proceso (o proceso regular) es un derecho complejo, desde que está conformado por un conjunto de derechos esenciales que impiden que la libertad y los derechos de los individuos perezcan ante la ausencia o insuficiencia de un proceso o procedimiento o se vean afectados por cualquier sujeto de derecho -incluyendo el Estado- que pretenda hacer uso abusivo de éstos. Como señala la doctrina: “(…) por su naturaleza misma, se trata de un derecho muy complejamente estructurado, que a la vez está conformado por un numeroso grupo de pequeños derechos que constituyen sus componentes o elementos integradores, y que se refieren a las estructuras, característica del Tribunal o instancias de decisión, al procedimiento que debe seguirse y a sus principios orientadores, y a las garantías con que debe contar la defensa”[1].
Dicho de otro modo, el derecho al proceso regular constituye un conjunto de garantías de las cuales goza el justiciable, que incluyen el derecho a ser oportunamente informado del proceso (emplazamiento, notificación, tiempo razonable para preparar la defensa), derecho a ser juzgado por un Juez imparcial que no tenga interés en un determinado resultado del juicio, derecho a la tramitación oral de la causa y a la defensa por un profesional (publicidad del debate), derecho a la prueba, derecho a ser juzgado sobre la base del mérito del proceso y derecho al Juez legal.
Bajo los alcances de este derecho procesal se reconoce –conforme con el inciso 14 del artículo 139 de la Carta Magna– el principio de no ser privado del derecho de defensa en ningún estado del proceso y el derecho a que toda persona será informada inmediatamente y por escrito de la causa o las razones de su detención, teniendo derecho a comunicarse personalmente con un defensor de su elección y a ser asesorada por éste desde que es citada o detenida por cualquier autoridad.
De lo expuesto precedentemente y analizando las infracciones procesales denunciadas, “El derecho al debido proceso supone el cumplimiento de las diferentes garantías y normas de orden público que deben aplicarse a todos los procesos o procedimientos, a fin de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier acto estatal o privado que pueda afectarlos. Su contenido presenta dos expresiones: la formal y la sustantiva.
En la de carácter formal, los principios y reglas que lo integran tienen que ver con formalidades estatuidas, tales como las que establecen el procedimiento preestablecido, el derecho de defensa y la motivación, etcétera.
En las de carácter sustantivo, estas están básicamente relacionadas con los estándares de razonabilidad y proporcionalidad que toda decisión judicial debe suponer. A través de esto último se garantiza el derecho que tienen las partes en un proceso o procedimiento a que la resolución se sustente en la interpretación y aplicación adecuada de las disposiciones vigentes, válidas y pertinentes del orden jurídico para la solución razonable del caso, de modo que la decisión en ella contenida sea una conclusión coherente y razonable de tales normas”[2].
En ese sentido, cabe precisar que el derecho al debido proceso y la tutela jurisdiccional efectiva constituyen principios consagrados en el inciso 3 del artículo 139 de la Constitución Política del Estado, los cuales comprenden a su vez, el deber de los jueces de observar los derechos procesales de las partes y el derecho de los justiciables a obtener una resolución fundada en derecho ante su pedido de tutela en cualquiera etapa del proceso; de ahí que dichos principios se encuentren ligados a la exigencia de la motivación de las resoluciones judiciales, prevista en el inciso 5 del referido artículo constitucional, por el cual, se garantiza a las partes involucradas en la controversia el acceso a una respuesta del juzgador que se encuentre adecuadamente sustentada en argumentos que justifiquen lógica y razonablemente, en base a los hechos acreditados en el proceso y al derecho aplicable al caso, la decisión adoptada, y que, además, resulten congruentes con las pretensiones y alegaciones esgrimidas por aquellas dentro de la controversia. Este derecho no solo tiene relevancia en el ámbito del interés particular correspondiente a las partes involucradas en la litis, sino que también juega un papel esencial en la idoneidad del sistema de justicia en su conjunto, pues no debe olvidarse que una razonable motivación de las resoluciones constituye una de las garantías del proceso judicial, directamente vinculada con la vigilancia pública de la función jurisdiccional, por la cual se hace posible conocer y controlar las razones por las cuales el Juez ha decidido una controversia en un sentido determinado; implicando, en ese sentido, un elemento limitativo de los supuestos de arbitrariedad.
Asimismo, se puede apreciar que respecto a la motivación de las resoluciones judiciales se determina que históricamente se ha configurado como una garantía contra las decisiones arbitrarias, por lo tanto implica –entre otros‐ que los jueces expresen las razones o justificaciones objetivas que los llevan a tomar una determinada decisión; razones que no solo deben provenir de los hechos debida y razonablemente acreditados en el trámite del proceso – sin caer en subjetividades e inconsistencias de la valoración de los mismos ‐ sino también debe provenir del ordenamiento jurídico y aplicable al caso. En tal sentido la motivación no es una justificación en el mero criterio del órgano jurisdiccional, sino en datos objetivos que proporciona el ordenamiento jurídico o los que se derivan del caso, más aún si dicha garantía ha sido regulada expresamente en el inciso 5 del artículo 139 de la Constitución Política del Estado.
También se configura la arbitrariedad cuando los fundamentos enunciados en la sentencia adolecen de errores inexcusables sea en la aplicación del derecho o en la apreciación de los hechos y de la prueba. En esa misma línea doctrinal Aldo Bacre[3] , refiere que: “La sentencia debe constituir la derivación razonada del derecho vigente y no ser producto de la voluntad personal del juez, caso contrario estaríamos ante una sentencia arbitraria por defecto de su fundamentación y esto se produce no sólo cuando carece totalmente de argumentos la sentencia en los hechos y el derecho, sino también cuanto estos son insuficientes y ello puede ocurrir cuando no se hace referencia alguna a los hechos de juicio y a su prueba, o cuando contiene conceptos imprecisos, de los que no aparecen ni la norma general aplicada ni las circunstancias del caso”. Asimismo, Devis Echandia[4] , quien afirma en cuanto a la motivación de las resoluciones judiciales que “de esta manera se evitan arbitrariedades y se permite a las partes usar adecuadamente el derecho de impugnación contra la sentencia para los efectos de segunda instancia, planteándole al superior las razones legales y jurídicas que desvirtúan los errores que conducen al Juez a su decisión; porque la resolución de toda sentencia es el resultado de las razones o motivaciones que en ella se explican”.
Siguiendo con este orden de ideas, la Corte Suprema de Justicia de la República ha señalado que: “el cumplimiento de este deber no se satisface con la sola expresión escrita de las razones internas o sicológicas que han inclinado al juzgador a decidir la controversia de un modo determinado, sin importar cuáles sean éstas; sino que, por el contrario, exige necesariamente la existencia de una exposición clara y coherente en la sentencia que no solo explique, sino que justifique lógicamente la decisión adoptada, en base a las pruebas y demás hechos acontecidos en el proceso, y en atención a las normas jurídicas aplicables al caso” [5].
Adicionalmente, el derecho a la motivación de las resoluciones judiciales tiene como una de sus expresiones al principio de congruencia, reconocido en el artículo VII del Título Preliminar del Código Procesal Civil[6], así como en el inciso 6 del artículo 50 de este mismo cuerpo legal, el cual exige la identidad que debe mediar entre la materia, las partes, los hechos del proceso y lo resuelto por el juzgador, en virtud de lo cual los Jueces no pueden otorgar más de lo demandado o cosa distinta a lo pretendido, ni fundar sus decisiones en hechos no aportados por los justiciables, con obligación entonces de pronunciarse sobre las alegaciones expuestas por las partes, tanto en sus escritos postulatorios como, de ser el caso, en sus medios impugnatorios, de tal manera que cuando se decide u ordena sobre una pretensión no postulada en el proceso, y menos fijada como punto controvertido, o a la inversa, cuando se excluye dicho pronunciamiento, se produce una incongruencia, lo que altera la relación procesal y transgrede las garantías del proceso regular, desde que la decisión debe ser el reflejo y externación lógica, jurídica y congruente del razonamiento del juzgador, conforme a lo actuado en la causa concreta, todo lo cual garantiza la observancia del derecho al debido proceso, resguardando a los particulares y a la colectividad de las decisiones arbitrarias, conforme a lo establecido por el Tribunal Constitucional en el fundamento jurídico número 11 de la sentencia recaída en el Expediente Nº 1230-2003-PCH/TC.
En estos términos, el principio de congruencia ordena al Juez, al momento de pronunciarse sobre una causa determinada, que no omita, altere o se exceda en las peticiones ante él formuladas[7] y, por lo tanto, exige que la sentencia guarde conformidad con las cuestiones articuladas por las partes, pues si omite alguna de ellas estamos ante una decisión citra petita; si recae sobre puntos no alegados, estamos ante una decisión extra petita; y si excede los límites de la controversia, nos ubicamos ante la ultra petita[8].
Entonces, el deber de motivar una sentencia implica también que al momento de la valoración de los medios probatorios se efectúe pronunciamiento de las razones de por qué se omitió dar el análisis de las pruebas ofrecidas determinantes para la solución de la controversia, al no hacerlo, se afecta el debido proceso en tanto que de la motivación expuesta en la recurrida no aparecen las razones suficientes extraídas del derecho y de la actividad probatoria, que justifiquen la decisión tomada. Sobre el derecho de prueba, en la Casación Nº 6072-2012-Del Santa, señala que: “el derecho a: 1) ofrecer los medios probatorios destinados a acreditar la existencia o inexistencia de los hechos que son objeto concreto de prueba; 2) que se admitan los medios probatorios ofrecidos; 3) que se actúen adecuadamente los medios probatorios y los que han sido incorporados de oficio por el juzgador; 4) que se asegure la producción o conservación de la prueba a través de la actuación anticipada y adecuada de los medios probatorios ; y, 5) que se valoren en forma adecuada y motivada todos los medios de prueba que han sido actuadas y que han ingresado al proceso procedimiento”.
En conclusión, la justicia se sustenta en la verdad, sin verdad no puede existir justicia y el sustento para declarar la verdad es la prueba, en ello reside la exigencia de que, al motivarse la sentencia, exponga el Juez el resultado de la valoración que ha efectuado de los medios de prueba actuados en el proceso. En consecuencia, el Juez no puede emitir una sentencia justa, si su decisión no la sustenta en todas las pruebas aportadas en el proceso y aunque no hayan sido ofrecidas formalmente, el juez cuenta con la facultad conferida en los artículos 194 y 51 inciso 2 del Código Procesal Civil, puede admitirlas y actuarlas de oficio, puesto que la formalidad no puede estar por encima de los derechos constitucionales.
[1] Faúndez Ledesma, Héctor, “El Derecho a un juicio justo”. En: Las garantías del debido proceso (Materiales de Enseñanza) Lima. Instituto de Estudios Internacionales de la PUCP y Embajada Real de los Países Bajos, página 17.
[2] EXP. Nº 02467-2012-PA/TC
[3] Citado por Alberto Hinostroza Mingûez en Comentarios al Código Procesal, Edición Gaceta Jurídica, página 263.
[4] Devis Echandía; Teoría General del Proceso, Tomo I: pp. 48, 1984
[5] Casación Nº 6910-2015, del 18 de agosto de 2015.
[6] Artículo VII.- El Juez debe aplicar el derecho que corresponda al proceso, aunque no haya sido invocado por las partes o lo haya sido erróneamente. Sin embargo, no puede ir más allá del petitorio ni fundar su decisión en hechos diversos de los que han sido alegados por las partes
[7] Fundamento 7 de la sentencia del Tribunal Constitucional recaída en el Expediente Nº 0896-2009-PH/TC.
[8] LEDESMA NARVÁEZ, Marianella (2011). Comentarios al Código Procesal Civil. Tercera edición. Tomo I. Lima, Gaceta Jurídica; p 136
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