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Reflexiones y otras cosas en torno a las emociones y la manera de comprendernos a nosotros mismos

Dormir con un muerto

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Habían pasado varios días desde la ultima vez que conversaron. Quizá ya semanas. Desde aquella noche, se repetía el mismo ritual cuando iban a juntos a la cama. Ella tomaba su lugar a un lado y él al otro.

Esto no siempre fue así. Durante mucho tiempo, mientras vivieron juntos, hablaban de la misma sensación. Ambos creían que la cama donde dormían era pequeña y que pronto debían cambiarla por una queen size. Especialmente durante los meses de veranos que siempre eran en extremo calurosos por las noches. Claro, no era de extrañar ello, dado que para dormir tenían que estar abrazados hasta que hubiesen agarrado sueño. Luego se desenganchaban y cada cual tomaba su lado hasta que uno de los dos se volvía a despertar para buscarse nuevamente en el abrazo del otro. Ese acto podía repetirse varias veces durante una noche. De esa manera ambos se daban cariño y se sentían seguros. Juntos . Ya sea sudando o prestándose abrigo cuando hacía frío. También cuando sentían miedo por algo que habían soñado o por cualquier otro pensamiento que les asaltaba durante la noche y que los ponía en estado de alerta o de inseguridad. Por lo general se levantaban al día siguiente descansados y alegres. Con deseos de besos y abrazos, los constituían el ritual de las mañanas.

De pronto, la noche que él murió, al regresar a la casa luego del accidente, las cosas habían cambiado. Algo se fue transformando con el correr del tiempo. De pronto ya no hablaban de comprar una cama más grande, porque al parecer la cama había crecido. Lo había hecho de modo progresivo y silencioso desde que el muerto volvió a casa. Ello fue ocurriendo sin que ambos lo notaran. Y de ese modo, los abrazos y los besos fueron también disminuyendo en su frecuencia y en su duración, porque no se alcanzaban en la amplitud de la nueva cama. Poco a poco la cama se transformó en un espacio cada vez más amplio donde cada cual encontró pronto su propio espacio. Lo único que mantuvieron fue un pequeño beso de buenas noches en el un a penas se rozaban sus labios. El ensanchamiento de la cama trajo consigo otros ensanchamientos. La casa se hizo más grande, los espacios que solían compartir eran más amplios como para que cada uno tome su propio lugar sin tener que estar tan cerca del otro. El silencio también fue ampliándose como consecuencia de estos otros ensanchamientos.

Una mañana notaron que sus cuerpos habían enflaquecido y durante los días siguientes siguieron en ese camino de ir perdiendo masa. Hasta que pronto ya no podían ni siquiera escuchar sus respiraciones. Ambos empezaron a experimentar el hecho de dormir solos, a pesar de que estuvieran juntos en la misma cama. De hecho ya ni siquiera tenían la conciencia de que dormían acompañados. Una noche, quizá la última de la que pudiera registrar su memoria, se acostaron sin decirse una sola palabra. Ambos amanecieron en otro dormitorio con un vago recuerdo de aquella vez que por última vez se vieron. Nunca tuvieron la certeza de que aquello haya sido real, o quizá solo haya sido un triste sueño de una historia que tuvo mucho por dar, pero que feneció en el camino como algo que tenía que ocurrir necesariamente. Porque hay cosas que no son contingentes.

Febrero de 2017

Intensamente. Emociones, fútbol y subjetividad.

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El día de ayer, horas antes del partido de Perú frente a Chile fui a ver con mi hija Miranda,  de seis años, Intensamente, película de Pixar que está dando mucho que hablar en la crítica especializada y en la opinión pública en general. La historia versa sobre el rol de emociones en las personas, representadas en pequeños personajes que actúan en la cabeza o en el interior de una persona, como se prefiera asumir su ubicación, y muy específicamente en una niña, la cual protagoniza el relato. Las emociones básicas representadas son la alegría, la furia, la tristeza, el miedo y la incomodidad.

Alrededor de las emociones operan ideas centrales -formadas por experiencias fundantes en el desarrollo de la vida-; islas de personalidad, que vienen a ser algo así como elementos subjetivos o geografías íntimas que le dan sentido a la vida de las personas como la familia, la diversión, las actividades claves que los sujetos realizan, etc. Y un poco más allá, en ese gran paisaje de la subjetividad humana, los recuerdos, tanto los de corto como los de largo plazo.

Lo extraordinario de esta película es la gráfica tan sencilla y amigable de elementos tan complejos como las emociones y la subjetividad humana en general. Asimismo, me agrada mucho la manera como en dicha gráfica se puede observar aquello que sospechamos desde siempre, desde los inicios de la filosofía occidental (es la única que conozco un poquito) hasta nuestro tiempo y sus múltiples investigaciones que desde distintas disciplinas teóricas y aplicadas se ha desarrollado: que son las emociones las que orientan en buena medida nuestras acciones, opciones y adhesiones. Y no tanto la racionalidad pura y dura a la que solemos apelar cuando queremos explicar algo significativo acerca de nosotros.

No deja de ser interesante la manera como aborda la película la disposición de  las emociones, dependiendo el momento o estado en el que se encuentra la persona. Mientras que en el caso de la niña Alegría es la que organiza al equipo de las emociones, asumiendo un liderazgo sumamente relevante, haciéndonos pensar que en la etapa de la niñez lo que se persigue es vivir en estados de alegría y felicidad prioritariamente. En el caso de los adultos -medianamente consistentes-, estas, las emociones, conforman una suerte de colegiado deliberativo que orientan o posibilitan en las personas la realización de actos prudentes -en la mayoría de ocasiones-. Es decir, el mensaje es que en los adultos no tendría que haber una emoción protagónica, que se superponga al resto, sino que el conjunto de emociones deberían operar dialógicamente para lograr actos equilibrados. De esta forma, la idea de felicidad, según lo que pretende mostrar esta historia, no es la búsqueda preeminente de la alegría, sino de una suerte de equilibrio reflexivo dado por la capacidad de diálogo de nuestras distintas emociones para lograr funcionamientos adecuados en las relaciones humanas. Es lo que se espera, generalmente, de un adulto.

Cuando vi el partido de Perú, casi a penas de haber acabado de ver esta bonita película, y durante los primeros 20 minutos parecía que nuestra selección no sólo podía ganarle a Chile en su cancha, sino hasta golearlo, pensaba en como estaría operando en ese momento las distintas emociones en los jugadores peruanos. El juego alegre y  al mismo tiempo estructurado y bien resguardado, se vino abajo por la abrupta expulsión de nuestro defensa Zambrano, en el que evidentemente prevalecía la furia por encima de cualquier otra emoción. La historia ya la sabemos. Chile ganó el encuentro con mucha dificultad, frente a un equipo peruano entregado hasta el final, pero con un hombre menos, todo cuesta arriba. Uno menos que además había sido  nuestro mejor defensa en todo el campeonato. Dadas así las cosas, era muy poco probable que pudiésemos ganar el partido. Como de hecho no ocurrió.

La furia nos hizo perder el encuentro. La furia no es lo mismo que el pundonor. Ni la garra. Pero tampoco la alegría por sí sola, ni el miedo mucho menos, nos hubiera podido llevar al triunfo anhelado. Ya hemos visto en nuestra historia futbolística varios equipos que se centran únicamente en el juego bonito inspirado en la alegría y no logran grandes cosas. Menos ocurre con equipos timoratos que especulan en los partidos.

Lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida: en la política, en las relaciones personales, en el trabajo. En todo, son las emociones las que orientan nuestros actos y decisiones. A ello se ha dedicado un estudio notable de Martha Nussbaum: Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, en la cual describe el papel que desempeñan a la hora de valorar algo. Y de decidir por algo. En otras palabras, al parecer, nuestra conducta moral no es tan racional como nos han hecho creer los ilustrados. Aunque seguramente aquello que se denomina como racional, es también bastante discutible.

Más allá de toda esta reflexión, lo verdaderamente significativo de esta película, para mí, es haberla visto con mi pequeña Miranda, cuyo rostro, sin dudas, representa el fiel de todas mis emociones.

Viernes 3:00 am

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Cuando abrió los ojos el cuarto se encontraba demasiado oscuro. Era una oscuridad impenetrable. Casi como la sensación de vacío que se siente en el estómago cuando la comprensión se ha hace esquiva.

Había terminado de escribir un documento que debía presentar en su trabajo. Una de esas cosas que se escriben sin sentido pero que le permitían tener un ingreso cada mes para poder pagar sus gastos. Había estado bebiendo unas cervezas mientras estaba escribiendo y aunque de un tiempo acá la cerveza no le hacía mucho efecto, ese día el cansancio de la semana, la sombría sensación de la soledad que de vez en cuando lo tomaba y una especie de agotamiento ontológico hizo que pronto se vaya a la cama con la ilusión de que esa noche dormiría como hacía tiempo no lo hacía.

No tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. Pronto se quedó dormido profundamente, sumergido así en un descanso casi absoluto, como si estuviera muerto. Por aquel tiempo su dormitorio daba a una avenida transitada de esta caótica ciudad, y aunque los carros pasaban sin consideración alguna con rumbos esquivos para la conciencia de cualquier transeúnte, él no se inmutó ni un segundo de ese generoso sueño. Pero pasó lo que no esperó.

Tenía la costumbre de dormir con la televisión prendida programada para que se apague luego de unos minutos. Ese día la programó para que se apague luego de una hora. Cuando la televisión se apagó hizo un sonido más profundo que su sueño. No tardó en despertar y fue en ese momento que se vio más solo que nunca rodeado de una oscuridad que arremetió hasta sus vísceras.

Lo único a lo que atinó fue a decir el nombre de su madre. No encontró respuesta alguna. Luego llamó a su padre, tampoco encontró respuesta. Salió de la cama y fue a la puerta del dormitorio, se sentó junto a ella y se puso a llorar mientras llamaba a su madre sin consuelo alguno. Esta vez no hubo vecinos que lo vengan a consolar del otro lado del cuarto.

Trató de reponerse, de recuperar la conciencia, de ubicarse en el espacio y tiempo pero fue en vano. Todo lo devolvió a esa experiencia originaria de la que él nunca tuvo mucha conciencia, y que sin embargo había determinado en buena medida el curso de su vida hasta ese momento.  Quiso volver a conciliar el sueño pero le resultó imposible. Buscó al lado de su cama y no había nadie. Se levantó a ver la hora y en efecto, había pasado una hora desde que se acostó, eran las 3:00 am y era viernes. Recordó una canción de Charly García, su cantante favorito, que lleva ese título. Una buena hora para despedirse del mundo, pensó. Pero lo que no fue capaz de darse cuenta era que él había muerto hacía muchos años atrás. En realidad nunca estuvo vivo, nació muerto por la voluntad de quienes lo engendraron. De ahí que siempre sintió que su vida era opaca y sin mucho significado. Todas sus actividades siempre habían estado impregnadas de un sentido de mediocridad contra las que luchó incansablemente y sin muchos resultados. Si bien había tenido un éxito relativo en algunas cosas que había hecho, nunca tuvo el brillo que él hubiera deseado, y esa sensación de ausencia nunca lo abandonó.

Cuando ella regresó de su fiesta, él ya había partido. Ella lo buscó, lo llamó, le escribió mensajes al celular y a su correo electrónico, pero él había partido sin que ella, ni nadie, pudiera saber nunca más de él.

 

 

 

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Han pasado seis horas y todavía faltan otras seis. Felizmente es de noche y no tengo que conversar con nadie ni sonreír ni hablar de otras cosas de las que no quiero hablar.

¿Cuántas personas habrá en este avión, doscientas, trescientas cincuenta, cuatrocientas? Tantas personas y cada cual con su historia, sus problemas, sus situaciones. Cada una con sus propios motivos para estar en este avión. Pienso que sería extraordinario conocer cada una de esas historias. Eso me ayudaría a distraerme por un momento.

– ¿Cómo te llamas mamá?

– “Me llamo Adriana, ya lo sabes… Abre la boca grande mi amor”

– Yo también me llamo así. ¡No quiero más fideos mami!

– Y también tu bisabuela se llamaba así… Una cucharada más hijita.

– ¿Por qué todas nos llamamos así?

– Nos llamamos así por la bisabuela… Vamos, la última y ya.

– ¿Qué es la bisabuela?

– La Bisabuela es mi abuela…

– ¿Tú tienes abuela?

– Claro, la mamá de mi papá.

– ¿Yo la conozco?

– No, mi vida. Ella muró hace mucho tiempo. Yo tampoco la conocí.

– ¿Se fue al cielo?…

“Tengo solamente dos días para volver a Nauta”, dijo con voz grave Porfirio Huánuco y se secó el sudor de la nuca con un trapo rojo que solía cargar en el bolsillo trasero del pantalón. El señor Huánuco, un hombre alto y acholado, había llegado hasta Caballococha hacía diez meses y dentro de dos días retornaría a Nauta para embarcarse con ciento cincuenta palos de caoba hacia Tarapoto. Allí, su compadre Linares tenía un aserradero. Porfirio era el encargado de buscar a los proveedores, contratar la mano de obra para la extracción de la madera y luego asegurar el traslado de los palos limpios hasta el aserradero de su compadre. Esta vez el trabajo le había tomado diez meses y ya estaba listo para retornar. Sin embargo, aún tenía algo que resolver.

El señor Amadeo Ticún, era el jefe de la comunidad Nueva Belén. Estaba orgulloso del negocio que acababa de cerrar con Porfirio porque entre la venta de la caoba y los pagos a los hombres habían sacado más que en toda una estación de plátanos. Hacía un año que era Jefe y estaba pronto a dejar el puesto. Así que este negocio dejaría a los comuneros contentos. El señor Ticún tenía 5 hijas y un hijo y estaba seguro que este éxito de su periodo le serviría para quedar bien con los comuneros. Sin embargo, Porfirio Huánuco lo había puesto en un aprieto. Él había puesto sus ojos en la menor de las hijas de Ticún.

Adriana tenía 14 años cuando conoció a Porfirio. Era una chica flaca como un pollo flaco, con los cabellos negros, lisos y largos hasta la cintura, con esos ojos negros que lamentablemente, escondía siempre bajo el cerquillo del cabello, lacio y también negro. Durante toda la estadía de Porfirio en Nueva Belén ella había estado a su lado porque su madre la había encargado de la comida y de la limpieza de la maloka del capataz. Así que llegaba allí a las 4 de la mañana, al rayar el alba, y se iba solamente cuando el hombronazo de 36 años se retiraba a dormir.  En esa maloka, durante casi diez meses el hombre había aprendido a mirar a la muchacha que le traía la comida, ya no como una niña, sino como una mujer. ¿Y la muchacha?… la muchacha sentía en su cuerpo esa extraña sensación de serenidad y seguridad que solamente su padre le había hecho sentir hacía mucho tiempo atrás

– “No, jefe… todavía no he hablado con Angélica, no sé si quiera que la Adriana se vaya tan joven. Usted no es como nosotros  y se la va a llevar”.

– “La vida que yo le puedo dar a tu hija es más de lo que tú vas a poder. ¡Piensa Amadeo!”

– “Pero ella va a casar con Rogelio, el hijo de mi hermano”.

– “¿Cuánto quieres?”.

– “No, es que Angélica…”.

– “¿Cuánto quieres?, ¿qué quieres?”… le interrumpe. “Te doy plata, sal, un trabajo para tu hijo cuando lo necesites…”.

– “Patrón, déjame hablar con la Angélica”.

– “No me rechaces Amadeo”.

– “¡No!. No patroncito… déjame hablar con la Angélica. Dame tres días”.

– “No, tienes hasta mañana… Y si se te ocurre mandarla a alguna parte, la busco, la encuentro y me la llevo sin darte nada. Te lo juro Amadeo”.

Me desperté en medio de la noche porque un niño empezó a llorar. “Los niños son una bendición, dicen…” Al menos ya es de día, pasarán el desayuno en poco tiempo. Miré por la ventana, vi Amazonía. “Brasil es grande”, pensé. Y entre pensamiento y pensamiento los nervios volvieron… No sabía si quería llegar a Lima. Tenía la necesidad de estar con mi madre y con mis amigas, pero también sentía vergüenza. “¿Vergüenza?”, preguntó mi madre cuando se lo conté, “Vergüenza debería tener él, ¿qué se ha creído?, ¡Qué barbaridad! Nadie puede tratarte así. Eso te tiene que quedar claro”

Traté de dormir nuevamente pero ya me fue difícil. Era difícil concentrarse, calmarse, proponerse dormir una vez que la ansiedad volvía. Tenía muchas voces en la cabeza, muchas imágenes y sentía mucho miedo. Así que me puse a mirar por la ventana, pero nada. Solo un verde inmenso y nubes y sol. Luego intenté escribir. Siempre me pasa algo que me excede cuando intento escribir. Escribo sin pensar, solamente escribo y luego, nunca leo lo que escribo. Cierro los cuadernos y los almaceno en el anaquel de mi cuarto. Así que podría decirse que no aprendo nada de lo que escribo, pero lo hago igual.

Empecé diciendo: “Salí de Lima hace cinco años…” Pero esa vez no pude seguir escribiendo y de hecho no escribí nada más en esa hoja de papel, en toda mi vida. Sigue en blanco. Sucede que no tenía explicación, no tenía cómo continuar. No sabía qué decir. No podía contar todo lo que pasó. Mucha confusión, mucha cerrazón, muchos recuerdos, miedos, qué se yo: muchas historias sin cerrar… “Todo porque huí”, pensé. Y sí, yo había huido. Huí violenta y descarriadamente. Huí sin retroceder para dar alguna explicación, huí, cerré puertas detrás de mí. Literalmente, salí corriendo de la Iglesia, con el vestido, con el ramo, con los invitados mirándome la cara, con el gasto hecho. Corrí por las calles, decepcioné a todo mundo, rompí mis zapatos y el vestido que yo misma había elegido.

Me tomó dos días claudicar de mi silencio para dirigirle la palabra a alguien. Me tomó una semana más dejarme ver por el novio y muchos más, van a ser 16 años ya, que no veo a los antiguos amigos comunes ni a su familia. Pero, ya para mí, creo que lo que más tiempo tomó fue darme cuenta  del error, descubrir los disfraces que son “la felicidad” y “el bienestar”. Lo que tomó más tiempo fue reconstruirme de nuevo, repensarme, dejar de culparme por abandonar “lo que estaba bien” para tomar lo que todos calificaban como “una locura”. “¿Fue una locura?”. Sí, pero esa locura, al final y después de mucho tiempo, me libró de una vida que no quería.   “¿Qué quieres?”. No lo sé aún, pero las cosas tomaron un rumbo en el que yo fui decidiendo mis cosas: erradas, buenas, acertadas, pero mías, para mí.

El señor Porfirio Huánuco esperó un día. El señor Amadeo Ticún cedió y la joven Adriana viajó con él a Nauta y después a Tarapoto, a cambio de trabajo seguro para próximas explotaciones. Además, claro, de la promesa de volver a la comunidad cada vez que su esposo volviera por negocios.  Pero  la joven Adriana no volvió a ver a sus padres. Los negocios de Don Porfirio lo llevaron hacia otros rubros y ella terminó con él recorriendo otros caminos y geografías nunca antes vistas. ¿Quién puede decir qué  diría ella que su vida? Solo sabemos que hizo muchos viajes, que su vientre generoso le dio a Don Porfirio muchos hijos y que murió joven de una pulmonía en Ingenio, su nueva tierra. De Adriana quedamos nosotros, sus descendientes, quienes la conocemos, además, por lo que, su hijo menor (mi abuelo), nos cuenta. ¿Quién puede decir cuáles fueron sus decisiones, sus temores, sus apuestas, sus errores, sus amores? Adriana no escribía y, a decir de su hijo, tampoco hablaba mucho. ¿Quién puede decir que es lo que deseaba? Le época no la dejó dejar huella de sí misma. Y, aunque siempre sus actos pueden decirnos algunas cosas de lo que pensó o sintió, no hay registro. Solo imaginaciones y deseos en quienes sabemos que existió y nos hubiera gustado conocerla más, para aprender de ella. 

(Alison Hospina)

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Llamada telefónica

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– ¿Aló, Mauro Rodriguez?

– Si, él habla. ¿Quién es?

– Habla Mauro Rodriguez, tu hijo.

– ¿Mauro? ¿Maurito? ¿Eres tú? ¿Y esa novedad? tantos años. ¿Cómo estás hijo? Qué alegría escucharte. Ha cambiado tu voz.

– Si pues, han pasado muchos años. ¿Cómo estás papá?

Los nervios eran un elemento que compartían. Aunque Mauro hijo hablaba con mayor determinación y con una cierta compostura, sus rodillas no dejaban de temblarle, ni podía dejar de aspirar grandes bocanadas de humo de su cigarro cada vez que le tocaba guardar silencio. Hacía muchos años que no se veían. Su padre, desde que se separó de su madre cuando tenía 7 años, dejó de verlo progresivamente. Es cierto que en los recuerdos de Mauro había un relato un tanto confuso. Una vez, cuando su padre lo fue a buscar, como solía hacer cada tarde luego del trabajo, Mauro le pidió que no vuelva más porque le afectaba tener que verlo mientras tenía al lado a su padrastro, un hombre generoso que procuraba estar con él y brindarle todo el afecto que estaba a su alcance como si fuera su hijo.  En su cabeza siempre estaba presente ese día, aunque nunca estuvo muy seguro que efectivamente haya ocurrido así. Lo cierto era que ese episodio imaginario le servía muy bien cuando quería hacerse daño y sufrir la vida como nunca, hasta que encontraba una coca cola helada y volvía a estar bien.

Esa mañana estaba Mauro en un café cerca a su trabajo. Fue a darse un breve descanso luego de unas horas tensas frente a su computadora procurando terminar un proyecto que no le depararía mayor satisfacción que su salario de fin de mes. Hacía calor, pero siempre solía tomar café caliente, muy caliente y prender un cigarro mientras leía alguna novela que tuviera en ese momento en sus manos. Lo extraño de esa mañana era que no podía concentrarse en la lectura. Había algo en él que no le permitía estar tranquilo, como si tuviera una deuda pendiente, un dato desconocido que le generaba mucha curiosidad saber, y la única forma de saberlo era llamando a su padre. Tenía su número desde hacía varios meses, pero no se animaba a llamarlo porque pensaba que era innecesario. Qué sentido tenía llamar a su padre cuando este nunca se había preocupado de saber de él, cuando nunca se había ni siquiera dado la molestia de preguntar cómo estaba. ¿Qué sentido tenía hablar con alguien a quien solo veía de lejos en alguna calle de la ciudad de vez en cuando?

– Me enteré que te casaste y que tienes dos niños. ¿Uno recién ha nacido no?

– Si papá,  aunque ya no estoy casado.

– Entiendo. Sé que la mayor es muy parecida a ti. Dicen que tiene un carácter muy fuerte.

– Si papá.

-….

-…

– ¿Y cómo estás hijo? ¿Estás bien? Me da mucha alegría escuchar tu voz.

– Estoy bien papá. Quisiera que podamos vernos y conversar un rato.

– Por supuesto, a mí también me gustaría. Pero sabes. Solo tengo tiempo los domingos. Incluso los sábados estoy muy ocupado.

– Está bien papá, te llamo entonces para coordinar. Tal vez el próximo domingo, este lo tengo ocupado.

– Está bien hijo. Me siento muy alegre de que hayas llamado. Cuidate.

– Tú también papá. Chau.

Cuando colgó el teléfono quedó como en shock. No podía entender varias cosas. Una de ellas era que una llamada a su padre lo ponga en ese estado de ánimo, como absorto, perdido, en una situación de incomprensión de sí mismo. Pero tampoco podía entender que su padre le haya dicho que solo tenía tiempo los domingos, más aun cuando no lo veía hacía tanto tiempo.  Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas y parecía que el llanto era incontenible, pensó: “la gente crea sus estructuras, genera sus rutinas. Así es. Así debe ser. No soy quien para irrumpir así porque sí en un espectro que me resulta absolutamente ajeno”. Aquello que siempre lo había salvado, esta vez lo volvió a salvar. Su capacidad para leer absolutamente todo y encontrar siempre una justificación racional a las cosas era su principal arma para evadirse del dolor. También la coca cola helada.

Es difícil saber si el encuentro se dio. Pero lo que si supe años después, es que esa llamada le permitió comprender que la opacidad es una marca registrada de las relaciones. Y que dar algo por sentado entre dos personas es como clavarse un cuchillo en la garganta pensando que es una inonfensiva afeitadora. El resto… solo Dios sabe.

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Parte I

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Parte I

Cada mañana cuando se levantaba, tenía la manía de cambiarse de medias. No era que se ponía medias porque había dormido sin ellas. En las noches y en las mañanas se cambiaba de medias y no le importaba que ello demandara una gran inversión de detergente y horas de trabajo (siempre había medias que lavar). Nunca supo interpretar bien eso, solo había un impulso grande hacia cambiarse de medias en las noches y en las mañanas. No se podía decir que sus pies tuvieran algún tipo de hongo que produjese un olor pestilente. No. Solo era el placer que sentía en quitarse unas medias y ponerse otras.

Cuando llegaba al baño empezaba una aventura. Primero echarse un chorro de agua en la cara (no solía bañarse por las mañanas, lo hacía casi siempre en las noches antes de dormir), luego otro y otro. Luego se cepillaba los dientes y después se limpiaba el rostro con un líquido para cutis grasos. Lo hacía suavemente con un trozo pequeño de algodón. Luego se peinaba, agitaba su pelo de un lado a otro para que cubra bien las entradas que con los años eran cada vez más notorias. Y finalmente se aplicaba alguna que otra crema para atenuar el paso de los años en su rostro.

El rito siempre acababa con el perfume en su cuello y en la chaqueta que llevaría puesta durante el día. Luego buscaba sus llaves en un mueble lleno de libros, luego su teléfono móvil -que casi siempre cargaba en el mismo sitio todas las noches-, su billetera y finalmente su cajetilla de cigarrillos. Tenía que sentir esos cuatro objetos en los distintos bolsillos de su pantalón. Finalmente cogía su maleta de tela con algunos libros que leía esporádicamente durante el día y cuando ya tenía todo listo, se marchaba.

Ya en su carro, era siempre un lío tener que sacarse cada uno de esos objetos que había guardado en sus bolsillos para poder acomodarse en el asiento. Cuando ya se sentía cómodo, prendía el motor y con él la radio y solía escuchar siempre la misma canción de Joy Division para empezar la mañana con ese ánimo tan característico de él: sombrío, silencioso, ausente. Atmosfhere era sin dudas su tema favorito. Podía escucharlo todo el camino una y otra vez, durante la hora que transitaba desde su casa al trabajo. Y muchos días de la misma forma al regreso. Siempre pensó que esa canción había sido escrita para él. La fascinación que sentía por la melodía, el juego del bajo y la batería y la voz de Ian Curtis lo sumergía en una confusión de sensaciones, afectos recónditos de los que él mismo no tenía capacidad de comprender, ni siquiera saber que se encontraban ahí, en su mundo interior. No era capaz de expresarlos. Solo sentía que su piel se erizaba, que su estómago se contraía, que su espalda le retumbaba y que el pecho, debajo del cuello, le dolía de una forma tan material como cuando te chancas un dedo en una puerta.

“Walk in silence, don’t walk away, in silence”… Su vida siempre fue silenciosa. Pero esta canción no atañía a ese silencio superficial que su timidez siempre le había impregnado. Era un silencio constitutivo. Casi metafísico. Era una forma que incidía en su mismo ser. La gente no comprendía cómo alguien como él pudiera ser al mismo tiempo un tipo así de sombrío, así de esquivo. Escurridizo de su propios afectos. Y silencioso. Quienes no lo conocían pensaban que era un tipo extrovertido, amigable. Que le gustaba andar siempre en compañía de otras personas. Que renegaba de la soledad. Y tal vez esto último si fuera cierto. Pero el silencio era una parte fundamental de su manera de ser. Habían momentos en los que simplemente no tenía nada más que decir y quedarse callado era una manera de decir todo lo que otros no eran capaces con muchas y agotadoras palabras. Su silencio siempre lo alejó de aquellas relaciones que él hubiera deseado cultivar de manera más sostenible en el tiempo.  Y sin embargo, aunque su vida fuera así, un poco rara, él se sentía contento de sentir todo aquello, aunque no tuviera la más puta idea de qué sea eso que lo llevaba de la tristeza más profunda, hacia las alegrías más inconmensurables…

To be continued…..

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