Llamada telefónica

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– ¿Aló, Mauro Rodriguez?

– Si, él habla. ¿Quién es?

– Habla Mauro Rodriguez, tu hijo.

– ¿Mauro? ¿Maurito? ¿Eres tú? ¿Y esa novedad? tantos años. ¿Cómo estás hijo? Qué alegría escucharte. Ha cambiado tu voz.

– Si pues, han pasado muchos años. ¿Cómo estás papá?

Los nervios eran un elemento que compartían. Aunque Mauro hijo hablaba con mayor determinación y con una cierta compostura, sus rodillas no dejaban de temblarle, ni podía dejar de aspirar grandes bocanadas de humo de su cigarro cada vez que le tocaba guardar silencio. Hacía muchos años que no se veían. Su padre, desde que se separó de su madre cuando tenía 7 años, dejó de verlo progresivamente. Es cierto que en los recuerdos de Mauro había un relato un tanto confuso. Una vez, cuando su padre lo fue a buscar, como solía hacer cada tarde luego del trabajo, Mauro le pidió que no vuelva más porque le afectaba tener que verlo mientras tenía al lado a su padrastro, un hombre generoso que procuraba estar con él y brindarle todo el afecto que estaba a su alcance como si fuera su hijo.  En su cabeza siempre estaba presente ese día, aunque nunca estuvo muy seguro que efectivamente haya ocurrido así. Lo cierto era que ese episodio imaginario le servía muy bien cuando quería hacerse daño y sufrir la vida como nunca, hasta que encontraba una coca cola helada y volvía a estar bien.

Esa mañana estaba Mauro en un café cerca a su trabajo. Fue a darse un breve descanso luego de unas horas tensas frente a su computadora procurando terminar un proyecto que no le depararía mayor satisfacción que su salario de fin de mes. Hacía calor, pero siempre solía tomar café caliente, muy caliente y prender un cigarro mientras leía alguna novela que tuviera en ese momento en sus manos. Lo extraño de esa mañana era que no podía concentrarse en la lectura. Había algo en él que no le permitía estar tranquilo, como si tuviera una deuda pendiente, un dato desconocido que le generaba mucha curiosidad saber, y la única forma de saberlo era llamando a su padre. Tenía su número desde hacía varios meses, pero no se animaba a llamarlo porque pensaba que era innecesario. Qué sentido tenía llamar a su padre cuando este nunca se había preocupado de saber de él, cuando nunca se había ni siquiera dado la molestia de preguntar cómo estaba. ¿Qué sentido tenía hablar con alguien a quien solo veía de lejos en alguna calle de la ciudad de vez en cuando?

– Me enteré que te casaste y que tienes dos niños. ¿Uno recién ha nacido no?

– Si papá,  aunque ya no estoy casado.

– Entiendo. Sé que la mayor es muy parecida a ti. Dicen que tiene un carácter muy fuerte.

– Si papá.

-….

-…

– ¿Y cómo estás hijo? ¿Estás bien? Me da mucha alegría escuchar tu voz.

– Estoy bien papá. Quisiera que podamos vernos y conversar un rato.

– Por supuesto, a mí también me gustaría. Pero sabes. Solo tengo tiempo los domingos. Incluso los sábados estoy muy ocupado.

– Está bien papá, te llamo entonces para coordinar. Tal vez el próximo domingo, este lo tengo ocupado.

– Está bien hijo. Me siento muy alegre de que hayas llamado. Cuidate.

– Tú también papá. Chau.

Cuando colgó el teléfono quedó como en shock. No podía entender varias cosas. Una de ellas era que una llamada a su padre lo ponga en ese estado de ánimo, como absorto, perdido, en una situación de incomprensión de sí mismo. Pero tampoco podía entender que su padre le haya dicho que solo tenía tiempo los domingos, más aun cuando no lo veía hacía tanto tiempo.  Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas y parecía que el llanto era incontenible, pensó: “la gente crea sus estructuras, genera sus rutinas. Así es. Así debe ser. No soy quien para irrumpir así porque sí en un espectro que me resulta absolutamente ajeno”. Aquello que siempre lo había salvado, esta vez lo volvió a salvar. Su capacidad para leer absolutamente todo y encontrar siempre una justificación racional a las cosas era su principal arma para evadirse del dolor. También la coca cola helada.

Es difícil saber si el encuentro se dio. Pero lo que si supe años después, es que esa llamada le permitió comprender que la opacidad es una marca registrada de las relaciones. Y que dar algo por sentado entre dos personas es como clavarse un cuchillo en la garganta pensando que es una inonfensiva afeitadora. El resto… solo Dios sabe.

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