Archivo de la categoría: Ética y Política

Reflexiones en torno a la deliberación humana y la contingencia

Roba, pero hace obras. Sobre el posible triunfo de Castañeda.

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Es muy probable que Castañeda Lossio gane las elecciones municipales y se haga nuevamente alcalde de Lima. Es muy probable eso, a pesar de los muchos cuestionamientos de orden moral, político y hasta judicial que le atañen. La pregunta es ¿por qué?  ¿Por qué la mayoría del electorado votará por este candidato?

Hace poco apareció una publicidad con el rostro de este señor que decía “roba, pero hace obras”. En efecto, muchos de los votantes de Castañeda creen que esta máxima es tolerable e incluso preferible, con tal de que vea satisfecha (en su imaginación o fantasía) la posibilidad de que una de esas obras le traiga un beneficio directo. No importa si la obra está sobre valorada (como el metropolitano, que terminó costando tres veces más que su presupuesto original), o que se comprueben negocios turbios utilizando los recursos públicos dispuestos para mejorar los servicios de la ciudadanía. Lo que le importa a la mayor parte de los votantes de Castañeda es lo tangible de la obra, más que los valores y fines que encarnan.

En ese sentido, pienso que tenemos un largo recorrido por andar en esto de generar una conciencia ética que se respalde en ciertos principios de convivencia humana, como son la honradez, la veracidad y la integridad. La ciudadanía tiene que comprender que defender estos principios  mejora las oportunidades de acceder a servicios de calidad y por lo tanto de gozar de sus derechos ciudadanos, no un determinado grupo de personas, sino todos los que conformamos esta comunidad política, hoy por hoy llamada Lima.

En una sociedad en la que muchos ciudadanos están habituados a defender en primer término la satisfacción de sus intereses privados, en desmedro de los intereses colectivos, es entendible y esperable que este candidato tenga hoy por hoy el apoyo de la mayoría de los votantes de esta ciudad. Ojalá esta situación se revierta y podamos tener una perspectiva más crítica de lo que implica elegir una autoridad pública, como en este caso es elegir al próximo alcalde de Lima.

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Mi Voto no tiene Precio. Elección racional y ética pública

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El día de ayer un buen amigo me alcanzó este artículo que lleva el mismo título de un post que publiqué también ayer.

“Roba pero hace obra”: ¿Por qué los peruanos toleramos la corrupción?

El artículo, escrito por Gonzalo Zegarra Mulanovich aporta un análisis bastante interesante sobre algunas de las posibles razones por las que el 41% de los electores, según las encuestas, votaría por Castañeda en las próximas elecciones municipales. Son dos las ideas principales que sostiene el autor para explicar la corrupción y la tolerancia ciudadana a esta. La primera se refiere al estatismo promovido por la izquierda desde la caída de Fujimori, la cual ensancha el Estado generando más oportunidades de corrupción. La segunda idea tiene que ver con la informalidad. “Si entre el 30% y 50% de la población no paga impuestos, entonces es razonable que haya un 41% que tolere la corrupción estatal”, afirma Zegarra. La primera idea es bastante discutible y merece otro tipo de análisis. La segunda idea es plausible, en tanto atañe nuestra cultura cívica. Sin embargo, hay una tercera idea que procura dar una razón explicativa de por qué los votantes elegirían a Castañeda, aceptando la perversa máxima roba pero hace obra. La cito a continuación:

“¿Qué clase de ciudadanos son éstos que se dejan robar a cambio de que les construyan unas escaleras?, parecen preguntarse los indignados. Pues bien, son simples mortales maximizadores de beneficios, que valoran las obras pero no sufren el robo, porque no es a ellos a quienes les roban, ni directa ni indirectamente”.

Desde el discurso utilitarista ramplón y la teoría de la elección racional (herencia de la teoría económica), Zegarra pretende explicar al elector que vota considerando la máxima “roba pero hace obra”. La idea que subyace a este discurso es que todos queremos maximizar nuestros beneficios. No cabe duda que es así. Es decir, todas las personas por lo general queremos obtener el máximo beneficio al menor costo posible (teoría de la elección racional) o pretendemos gozar o realizar acciones que generen placer o bienestar a la mayor cantidad de personas (discurso utilitarista genérico). Sin embargo, las preguntas siempre serán ¿a costa de qué? ¿Cuál es el límite?

Muchas veces razonar y actuar considerando únicamente el beneficio inmediato para sí mismo puede ser contraproducente porque, entre otras cosas, abre la ventana de oportunidad para que busquemos alcanzar nuestros propósitos sin que tengamos en cuenta que vivimos en una comunidad con la tenemos obligaciones, así como esperamos de ella que se respeten nuestros derechos. Es decir, el “todo vale”, el “todos contra todos”, el “!qué chucha¡” con tal de satisfacer mis propósitos se termina por imponer. El estado de guerra dirían los filósofos modernos.

Esto, a su vez, genera un riesgo aún más lesivo para el ejercicio pleno de la ciudadanía: la mercantilización de bienes y servicios que no están ni tendrían que estar regidos por la lógica del mercado. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si la educación no fuera gratuita? ¿Tendrían acceso a ella todos los miembros de la comunidad? ¿Qué pasaría con los menos aventajados económicamente? Tal como nos ha enseñado Michael Walzer en su clásico libro “Esferas de la Justicia”, cada bien adquiere su valor en el contexto en el que debe ser distribuido. Lo justo, es distribuir los bienes respetando su significado, sin imponerles otros fuera de su propio contexto. En ese sentido, el dinero sirve para comprar algunos bienes y servicios expuestos en el mercado. Es decir, el dinero es útil en el contexto del mercado. Pero otros bienes tienen valor y exigimos que se nos distribuyan porque valen en su propio contexto, como la educación que posee el valor de ser un derecho universal. O la salud, la justicia y así muchos otros que todos tenemos en mente.  Por ello, el dinero no podría ser un elemento de distribución de estos bienes. El mercado no debiera operar como criterio de distribución, porque se trata de derechos y no de productos o servicios que se puedan comprar.

Se puede demostrar cómo el robo en el Estado, o la corrupción afecta directa e indirectamente a los ciudadanos. Especialmente a los que se encuentran en mayor situación de vulnerabilidad económica. Como me enseñó un viejo amigo y también ex – colega, la corrupción es especialmente nociva porque quiebra el principio de igualdad y no discriminación que rige a los Estados constitucionales como el nuestro. Esto quiere decir que el Estado a través de la administración pública debe regirse tratando a todos los ciudadanos con el mismo respeto y la misma consideración en tanto forman parte de la misma comunidad política en la que se reconocen con los mismos derechos y las mismas obligaciones. La autoridad que roba, aun haciendo obras, se pone por encima de los demás ciudadanos haciendo mofa de la ley, y trata a otros preferentemente sin motivo expuesto en nuestras normas, poniendo como criterio de distribución de los bienes públicos el dinero o los acuerdos por debajo de la mesa. De esta manera se mercantiliza el ejercicio del poder que debiera estar al servicio de todos los ciudadanos y ciudadanas de la misma forma, solo por el hecho de ser ciudadanos.

La convicción respecto por quien votar está regida por el valor de la participación en la vida pública. Con nuestro voto elegimos a gobernantes que consideramos idóneos para que administren correctamente los bienes públicos, es decir, aquellos que nos pertenecen a todos los ciudadanos y ciudadanas, haciendo uso de los recursos adecuadamente, en el marco de lo que la ley determina. Si ello ocurre, yo, como sujeto particular me beneficiaré obteniendo políticas y servicios de calidad que mejoren mi calidad de vida. “El Yo es parte del todos”.

Es más indignante aún, cuando la autoridad que roba se ríe en nuestras propias caras sabiendo de la complicidad de los ciudadanos que no les importa el acto inmoral, con tal de, erróneamente, creer que de esa forma maximiza sus propios beneficios.

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Apuntes iniciales sobre ética

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Como hemos estado explorando en estas primeras conversaciones, el término ética evoca significados nada sencillos. Nada sencillos en tanto la ética tiene que ver expresamente con la acción humana y los criterios que guían, de cierta forma, aquellas acciones cotidianas de nuestra vida. En ese sentido, y dado que el mundo de la cotidianeidad está rebasado de situaciones, desde aquellas que consideramos a primera vista muy simples, hasta aquellas que tenemos por complejas o muy complejas, decíamos que la ética es la el criterio, el buen juicio en términos de Aristóteles, que nos impulsa a dar la mejor respuesta posible a cada una de esas situaciones de nuestra vida. Es decir, cada circunstancia, situación, relación, decisión, etc etc, demanda de nosotros un tipo de respuesta que sea la mejor, entre múltiples posibilidades.

Como pronto notarán, este proceso, si podemos llamarlo de alguna manera, representa por sí mismo algo sumamente complejo. Así es la vida. Esto es la vida. Vivir, existir en su sentido más amplio y fundamental, es situarse como protagonista de una historia que tiene múltiples retos y nos demanda de muchas maneras respuestas que si o si debemos dar. Estas respuestas, entendidas como decisiones, son las que de alguna manera marcarán el derrotero en aquel camino que nos hemos trazado hacia nuestra realización plena. Realizarnos plenamente como personas, entonces, exige de nosotros que decidamos, en la medida de lo posible, utilizando criterios éticos, entre los cuales, el principal, es el sentido de los límites y el no daño a otras personas.

Los límites se establecen colectivamente, son aquellas concepciones valorativas de la vida, tal como diría Miguel Giusti en su texto “El Sentido de la Ética”, pero entendidas fundamentalmente en su aspecto colectivo. Es decir, aquellas formas valorativas de la vida son los valores que cada sociedad se forja en su hacerse comunitario y que terminan por constituirse en el ethos en el que estamos insertos y que actualizamos con nuestras propias acciones en el espacio público.
En ese sentido, los límites representan las exigencias mínimas que acordamos para una vida en sociedad, para el trato con las demás personas y que nos lleva siempre a pensar que, cada decisión, cada acción o proyecto que yo desee emprender en la búsqueda de mi realización, siempre tendrá algún tipo de consecuencia en los demás. Por ello la responsabilidad siempre ha sido considerada una virtud ética porque demanda de nosotros evaluar hasta qué punto nuestras decisiones u acciones podrían dañar a otras personas.

Como vemos, la reflexión ética no es algo que se pueda formalizar en un decálogo de buenas acciones, o en un código de deberes y prohibiciones, aunque estos sean pertinentes en espacios formalizados como el trabajo o los sistemas de administración de justicia. La reflexión ética exige de nosotros mucho más de lo que conscientemente podríamos aceptar, y en lo que siempre, lo queramos o no, estamos comprometidos.
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Ética y política: ¿amigas o rivales?

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A menudo creemos que los temas éticos son temas de un orden distinto y lejano a nuestro sistema de relaciones cotidianas. Es decir, se piensa que la ética se ocupa de temas complicados y que son los teóricos los llamados a hablar de ella. Sin embargo esto no es así, por lo menos no del todo. La ética era definida por Aristóteles, filósofo griego del S. V a.c., como filosofía práctica. Filosofía, porque efectivamente, la ética se ocupa de un cierto saber, busca una determinada sabiduría o conocimiento, aunque su campo de estudio no sea exclusivamente el mundo teorético, sino más bien las acciones que llevan a cabo los sujetos y que a la postre devienen en la conformación de un conjunto de prácticas que identifican a un pueblo.

Precisamente porque ella -la ética- no puede ser exclusiva de la dimensión intelectual del ser humano, es decir, no pertenece sólo al orden del saber y de la ciencia, implica una reflexión de la vida práctica de los individuos y por tanto del sentido de sus acciones, por lo cual, una persona puede ser identificada como ética o no, sólo a partir de la comprensión de sus actos, y no por lo que sabe (teóricamente) sobre estos temas.

La pregunta es la siguiente ¿si la ética persigue un tipo de conocimiento, cuál será este?, ¿cuál es el objeto de conocimiento de la ética? La respuesta que se ensaya desde la filosofía Aristotélica es la siguiente: saber elegir lo oportuno y pertinente en cada situación, tanto para uno mismo, como para los demás. Y en este caso, la elección de lo más oportuno o pertinente tiene que ver con el fin de la vida humana: la felicidad. Todos queremos ser felices (de eso no cabe duda), la pregunta siempre será ¿qué tenemos que hacer para ser felices? Esta pregunta encuentra su paralelo en el discurso religioso, cuando en el nuevo testamento el joven rico le pregunta a Jesús ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? La respuesta de Jesús es inmediata, “vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”. Esta respuesta de Jesús, comprendida desde la Fe, no deja dudas de lo que se debe hacer para ser feliz, la claridad nace de la divinidad misma del Dios hecho hombre y compartida con los otros hombres. Pero aquí está el asunto, al fin y al cabo el que habla, dice e invoca, presentando el panorama con tal claridad es Dios, ser superior a la humanidad.

Volviendo a la pregunta ¿qué tenemos que hacer para ser felices?, a diferencia de la respuesta que encontramos en el ámbito de la fe, esta no se hallará fuera de la esfera de la vida humana. Es decir, que dicha pregunta no será respondida por la divinidad (como acabamos de ver en el pasaje de Jesús y el joven rico), ni por cualquier ente extraño a la humanidad. Son los propios hombres y mujeres que deberemos responder y actuar, de tal modo que nuestras acciones nos conduzcan a la felicidad que todos anhelamos. Entonces será necesario saber, para poder actuar bien, qué es lo más apropiado u oportuno en cada caso, tanto para nosotros mismos, como para los demás, de modo que así nos acerquemos a la felicidad que buscamos.

Hablar de la felicidad representa de por sí un tema bastante complejo. Siempre resulta pretencioso querer definirla de modo completo. Aun así, y dicho muy a grandes rasgos, la felicidad podemos definirla como la realización plena del ser humano. O como vida plena. Aun cuando para Aristóteles la felicidad podía hallarse mediante un ejercicio de contemplación, dicho ejercicio se daba sobre la base una vida vivida – valga la redundancia-, es decir, era contemplación de una historia, que en este caso, es la historia de un ser humano portador de diversas experiencias en un tiempo y espacios determinados.

Es así que el comportamiento ético apunta a la realización de dicha vida plena, la cual se da en la historia y nunca al margen de los otros, puesto que inevitablemente somos seres sociales, como diría Aristóteles, “zoom politikon”[1]. En tal sentido, la felicidad dependerá también de lo que los otros pongan en mí o de la manera como me relacione con los demás. Somos seres dialógicos, diría el filósofo canadiense Charles Taylor, nunca monológicos[2]. Esto quiere decir que nuestra manera de comprendernos a nosotros mismos y al mundo, y de este modo, la manera como vamos construyendo nuestras identidades (y con ellas nuestros ideales, planes de vida, opciones, etc), son en constante diálogo con los demás.

El diálogo no habría que entenderlo reduciéndolo al sólo hecho de la conversación. Cuando conversamos, en el más serio sentido de la palabra, puede que dialoguemos. En tal caso, la conversación se presenta como un medio para poder dialogar mas no como diálogo en sí mismo. El diálogo posee la característica de intercambio, mediante él, los seres humanos “depositamos” cosas en los otros y los otros hacen los mismos con nuestras identidades, de tal modo que mediante el diálogo nos expresamos, afirmando o negando elementos cualitativos de nuestras vidas y poniendo énfasis en lo que deseamos ser. Mediante el diálogo expresamos nuestro ser y nos exponemos al mundo de la vida en sociedad.

Esta exposición es en gran medida riesgosa. Nunca se sabe qué se desencadenará en la relación que se entabla con otro. Sin embargo es algo que no podemos evitar, nuestra vida se configura necesariamente en relación con los demás y es en esta exposición mutua de los seres humanos que se configura el comportamiento ético. En buena medida lo que yo haga con el otro es lo que ese otro experimentará como existencia, de la misma manera a la inversa. Y las existencias pueden ser así frustrantes o plenas, dependiendo de cómo me acerque a los demás y claro está, también como los demás se acerquen a mí.

Todo esto nos lleva a pensar en los diversos modos que construimos nuestras relaciones. No podemos afirmar que existe una sola manera de relacionarnos, toda vez que nuestros actos son de por sí diversos y expresan diversas dimensiones de nuestro ser, a través de gestos, actitudes y palabras (tomo la palabra, en este sentido, también como acto o acción, en el sentido que la filósofa Hanna Arendt lo hacía, al afirmar que la palabra expresada a través del discurso genera acción y ella misma es acción en cuanto los derroteros que genera)[3].

Habría que reflexionar en la relación tan cercana, que ya los griegos habían identificado con mucha lucidez, entre la ética y la política, porque. La acción buena, aquella que procura mi felicidad y que me lleva a no obstaculizar la del otro, se da en el espacio de convivencia que para los griegos era el espacio público, aquel donde se tomaban las decisiones relevantes para el bienestar de los ciudadanos.

En ese sentido no se puede pensar en la política sin la ética ni viceversa, puesto que la política busca la administración del poder para generar un bien colectivo, es decir, un bien común a todas y todos los ciudadanos, y dicha búsqueda -el bien común- entendido como la realización de los planes de vida de cada ciudadano a partir de los programas propuestos desde la administración del poder, así como la construcción de dichos programas desde la participación de la sociedad civil, tiene componentes éticos muy fuertes tal como lo hemos intentado mostrar cuando definíamos el concepto o la idea de ética.

De la misma forma cuando hablamos de ética, si ésta es fundamentalmente acción, la acción nunca puede darse en solitario, sino que necesita un interlocutor el cual será el depositario de dicha acción, sin el cual ésta pierde sentido. Y aunque los interlocutores de nuestras acciones los podamos hallar en los espacios privados como la familia, dicho sea de paso, espacios muy importantes y hasta fundamentales, en cuanto que en éstos se configuran las identidades en primera instancia, sin embargo no podemos dejar de lado el hecho de que vivimos en sociedad y que las relaciones sociales son el fondo relaciones políticas en tanto dichas relaciones se dan sobre la expectativa de bien común.

Si hacemos una evaluación ética ágil de lo que nos toca vivir como sociedad, nos daremos cuenta que las situaciones desfavorables que vivimos como país responden en mucho a una carencia de educación para el ejercicio del buen juicio, es decir, para el ejercicio ético.

Las relaciones políticas tan venidas a menos hoy en día, donde no sólo son protagonistas diversas figuras políticas públicas de distintos partidos y grupos en nuestro país, sino también los agentes de la sociedad civil que con su silencio o indiferencia frente a las cosas de interés público, revelan una conciencia ética débil. Asimismo en lo que respecta a la situación de violencia cotidiana que vivimos, pensando en el tejido social, tanto en la esfera privada como el maltrato familiar, o los lenguajes despectivos generados para relacionarnos con nuestros “próximos”, representa que el ejercicio del buen juicio, o la acción buena para con los demás se encuentra ausente de nuestros referentes de acción, lo cual genera identidades débiles, sesgadas y hasta podríamos decir mutiladas para acceder a la vida plena que todos buscamos.

Todo esto es lo que se ha venido a denominar ya desde hace un buen tiempo como cultura de violencia, es decir, la violencia arraigada en nuestros distintos espacios vitales, tanto privados como públicos, los cuales dominan nuestros modos de acercarnos a los otros.

Lo trágico de este asunto, es que la cultura de violencia aceptada pasivamente, produce, como una máquina industrial, situaciones de violencia sistemáticas e institucionalizadas, como la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, desapariciones forzadas y en definitiva, diversos tipos de violación a los derechos humanos.

En tal sentido, por más que nos esforcemos en cambiar el aparato administrativo de poder político, o las reglamentaciones institucionales, o incluso las leyes, la situación de violencia y violación de nuestra dignidad y por lo tanto de nuestra identidad que busca una vida plena no desaparecerá. Hace falta que los cambios se den en los imaginarios colectivos, en las prácticas cotidianas y en el sistema de creencias de la población en su conjunto, desarrollando nuestra capacidad del buen juicio. La vida plena que todos y todas anhelamos podremos hallarla siempre que sepamos elegir lo mejor para nosotros y para los demás, doble dinámica de la cual no podemos desprendernos para este fin y la cual se transmite con acciones antes que con palabras. Actuar bien representa un reto ineludible en nuestros días.

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[1] Ética a Nicómaco. Aristóteles.
[2] El Multiculturalismo y las Políticas de Reconocimiento. Charles Taylor.
[3] La Condición Humana. Capítulo V: La acción. Hanna Arendt.

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Ética del interés público

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Si asumimos que la corrupción implica un tipo de relación entre ciudadanos y autoridades que desvirtúa la función pública, y con ello la correcta provisión de servicios básicos a la ciudadanía –es decir, la concreción misma de sus derechos fundamentales tales como educación, salud, seguridad, entre otros-; entonces la lucha contra la corrupción implica un tipo de acción donde intervengan todos los actores potencialmente implicados, es decir, una acción colectiva.

Esta dimensión colectiva de la lucha contra la corrupción no siempre representa algo obvio. Por el contrario, aun cuando se percibe como uno de los principales problemas para la consolidación de nuestro sistema institucional y en general, como algo que debilita la moral de nuestra sociedad, su erradicación es siempre sentida como un problema del cual se debe ocupar solo el Estado, ya sea a través de producción de normas, generación de sistemas de control institucionales más rigurosos y sanciones más drásticas contra quienes la cometen. Y aunque todo ello es cierto, es decir, el Estado debe jugar un rol protagónico en la lucha contra la corrupción, cabe preguntarnos ¿cuál es el rol que los ciudadanos y ciudadanas deben jugar en esta lucha? Y es precisamente a esto que nos referimos cuando hablamos de acción colectiva, como aquella capacidad de actuación conjunta entre la ciudadanía y el Estado, ya sea para establecer mecanismos de prevención o para realizar acciones que contribuyan a la erradicación de la corrupción, generando corriente de opinión pública y nuevas prácticas sociales.

La acción colectiva entre la ciudadanía y el Estado se funda en base a tres ejes clave: 1) la articulación de esfuerzos en la lucha contra la corrupción, lo cual facilita la coordinación de acciones e incrementa el impacto de las mismas, 2) la superación de la indiferencia que permita el ejercicio de la denuncia como un derecho clave tanto del ciudadano como del funcionario público que es testigo de un acto de corrupción y 3) tal vez lo más importante, la generación de una conciencia ética de interés público en la que la corrupción sea percibida como un problema que afecta a la sociedad en su conjunto y no solo a particulares, por lo cual, cualquier ciudadano estará dispuesto a oponerse a su práctica tanto en la otra persona como en sí mismo.

Para ello será necesario promover una ética de interés público en los espacios primarios en los que las personas desarrollan los valores que dan sentido a su actuar cotidiano: la familia, la comunidad, la Escuela, etc. Espacios e instituciones que educan el carácter de las personas y que por lo tanto se constituyen en “marcos referenciales” para el desarrollo de actitudes basadas en el buen juicio en el espacio público, que motive el rechazo y la denuncia de actos de corrupción, como ejercicio de un derecho, y al mismo tiempo como un deber cívico.
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LA AUSENCIA DE DIÁLOGO EN LA RECIENTE HUELGA MAGISTERIAL

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Hace a penas un par de días que la dirigencia del Sutep ha decidido levantar la huelga que inició el cinco de julio. Esto, por supuesto, ha traído la satisfacción de todos aquellos que esperamos que la educación en el Perú pueda lograr niveles de calidad, muy, pero muy encima de lo que hoy por hoy tenemos como realidad. Sin embargo esta huelga pone de manifiesto nuevamente, aspectos de nuestra cultura societal y política que son lamentables y que influyen decisivamente en el tipo de país que somos: fragmentado, esquivo y con poca capacidad para dialogar y lograr consensos significativos.

Uno de los temas principales de la protesta iniciada por el Sutep tuvo que ver con la recientemente promulgada Ley de carrera pública magisterial, la cual incluye un sistema de evaluación y de ascensos con sus respectivos incentivos económicos, para aquellos docentes que sean capaces de lograr un nivel adecuado para el ejercicio de la docencia.

Lo lamentable de esta ley no ha sido su contenido, respecto al cual la mayoría parace estar de acuerdo, sino la forma y el tiempo en que fue aprobada y su, quizas, intencionalidad política de desacreditación al magisterio peruano por parte del actual gobierno, aunque más precisamente a la dirigencia del Sutep conformada por partidarios del partido comunista Patria Roja.

Como decía, el contenido de la ley, al parecer, representa una respuesta pertinente a una realidad que por muchos años se presenta como sumamente problemática en el sistema educativo peruano: la pobre calidad de la educación en el Perú, y la pobre capacitación que muchos docentes del sistema educativo público especialmente presentan. Sin embargo, quiero remitirme a la forma que en sí, nos coloca frente a un problema de fondo en nuestra sociedad: la ausencia de diálogo para lograr acuerdos significativos para el desarrollo de nuestro país.

Si bien este ha sido uno de los argumentos esgrimidos por la dirigencia del Sutep en los últimos días de su protesta (cuando ya se encontraban lo suficientemente debilitados frente a la opinión pública) la pregunta que nos podemos plantear es si esta dirigencia, tanto como los decisores del gobierno, tenían la predisposición honesta para dialogar.

Dialogar, tal como nos lo recuerda el gran filósofo de la hermenéutica, Hans George Gadamer, implica que las partes no argumenten de manera paralela. Esto quiere decir que las partes que buscan convenir en un punto de interés común, no se presenten con verdades preestablecidas, las cuales para hacerlas valer busquen la argumentación simultánea de sus puntos de vista sin escuchar la posición del otro. Dialogar se apoya en una lógica de pregunta-respuesta que busca penetrar de manera real y sincera en la posición del otro para, desde los argumentos vertidos por el interlocutor encontrar la validez de su posición sin aplastar su postura antes de que éste sea capaz de sostenerla en el diálogo.

Precisamente el entrar a una discusión con verdades preestablecidas y con argumentos que no admiten la pregunta como forma de interrogación para sopesar la validez de las ideas que subyacen a los argumentos que se presentan, representa no solo la anulación del diálogo antes de que éste se inicie, sino que además alienta pretenciones totalizadoras de lo que podemos considerar como verdad. El que no se deja interrogar por el otro por considerar que sus argumentos son verdaderos a priori, cree que su posición es la única y la mejor. Que es la única verdad.

Esto lo hemos podido constatar en el proceso de la huelga desarrollada, tanto por parte del Sutep, como por parte del Estado. Ambos han pretendido hacer valer una verdad, la suya, la de cada cual, sin antes haber iniciado un proceso de diálogo que permita interrogar la validez y pertinencia de sus posturas expresadas en sus argumentos. ¿Cuál es el fruto de una comunicación como esta? la pérdida de sentido, el debilitamiento de una de las partes y una supuesta victoria de la otra. En conclusión, uno gana y otro pierde.

Pero al final, sabemos que en el fondo ambos pierden: porque el vencedor, ensimismado y regodeado en su supuesta victoria, pensará que su posición será suficiente y que no habrá más que hacer. Todo para él estará consumado y la crítica frente a sus propias posturas estará ausente, por lo cual siempre quedará expuesto a la mediocridad e insuficiencia de sus argumentos. El que pierde, estará esperando pacientemente otra oportunidad para nuevamente ebullir en una nueva confrontación que le permita hacer valer su pocisión y colocarse en situación de vencedor.

Sin diálogo no hay comprensión. Y sin comprensión, tal como nos dice Gadamer, no hay fusión de horizontes: acuerdos significativos donde cada cual -los interlocutores- sean capaces de encontrarse y en ese encuentro dejar de ser los mismos para ser otros más completos.

Por el momento las aguas vuelven a la tranquilidad. Sin embargo sabemos que tal como ha sido manejado este proceso, este levantamiento de la huelga es, más que un acuerdo, una forma de tregua que en cualquier momento estallará, quien sabe, con mayores niveles de violencia que los que hemos visto hasta ahora. Porque la ausencia del diálogo siempre implica, necesariamente, el ejercicio de la violencia.

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LA IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN EN EL PROCESO DE CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA

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“Yo fui profesor de Alberto Fujimori en la secundaria. Le enseñé matemática. Creo que fui un buen profesor, pero un pésimo maestro”

De esta manera relataba su experiencia docente, un maestro en Lima en medio de una reflexión sobre la importancia de la educación, y en especial, del rol que juegan los docentes, en la construcción de ciudadanía en el Perú.

La afirmación reflexiva que hacía el docente no era gratuita, dada las circunstancias políticas padecidas en el Perú durante la década de los 90’s que todos conocemos, en lo que se refiere a la actuación de Alberto Fujimori hoy fugitivo de la justicia peruana afrontando un proceso de extradición en Chile, durante sus dos gobiernos. La idea que expresaba el docente era clara. Una cosa es poseer la técnica – en el mejor de los casos- para impartir conceptos y habilidades dentro de la escuela, y otra, muy distinta, es tener la capacidad de formar sujetos responsables, con buen juicio para vivir una vida plena y digna, con respeto a las demás personas, siendo esto tal vez lo más importante, la finalidad de todo proceso educativo que se precie de serlo.

En el presente artículo pretendo reflexionar sobre la relevancia que tiene la educación en el proceso de generar identidades autónomas y responsables, y cómo ello revierte en la construcción de una ciudadanía capaz de sostener y fortalecer la cultura democrática en nuestro país.

1. LA EDUCACIÓN EN EL PERÚ. ¿Qué tipo de sujetos se forman en nuestras escuelas?

La experiencia de la educación en el Perú presenta serios problemas para la construcción de un país con raíces democráticas fuertes y con ciudadanos capaces de ejercer sus derechos a plenitud y los deberes cívicos que le competen en la misma medida. La experiencia de la escuela peruana nos remite a procesos opresivos y carentes de toda libertad posible, de modo tal que los alumnos, futuros ciudadanos, aprehenden hábitos que luego se transformarán en conductas primarias determinadas por la falta racionalidad, cuando lo que debe perseguir la escuela es la formación de sujetos con buen juicio para elegir lo mejor y actuar acorde a la dignidad humana que nos habita a todos. Esto, como ya lo he mencionado, representa el principal fin al que debe tender la educación, y no se reduce a la sola transmisión de conceptos y contenidos, porque cuando la educación se refiere exclusivamente a esto, la cualidad de sujeto que se forma podrá comprender muchas cosas –tal vez- sin embargo no estará preparado para hacer efectivo sus derechos y ejercer su libertad de manera plena.

Vamos a reflexionar sobre estos temas en tres partes: primero veremos que consecuencias trae el enfoque pedagógico predominante del dictado de clases dentro del aula, acto seguido diremos algo sobre los símbolos recurrentes utilizados en la escuela y terminaremos esta parte reflexionando sobre las dinámicas de exclusión que se dan en la escuela, todo lo cual no favorece la formación de ciudadanos plenos.

1.1 Sobre el enfoque pedagógico del dictado de clases.

El enfoque pedagógico predominante que privilegia de modo absoluto el dictado de clases por parte del docente, representa un primer momento de experiencia de totalitarismo que enajena a los estudiantes de su capacidad de sujetos pensantes y por lo tanto actuantes en el primer espacio público que representa la escuela. La misma palabra dictar nos remite a significados fuertes de lo que deseo expresar aquí, y que no se agota en la generación de conductas pasivas en los estudiantes, aunque esto, es ya de por sí bastante preocupante. El enfoque del dictado trae consecuencias mucho más serias. La palabra dictar nos remite la idea de imposición. El que dicta impone algo: una idea, una opinión, cierta acción o conocimiento que se considera como cualitativamente superior, frente a un público que es imaginado como inferior o incapaz para elaborar un argumento reflexivo y ejercer una acción significativa.

Como bien sabemos, la palabra dictar o dictado es raíz de palabras y significados como dictatorial o dictador. De modo tal que en la escuela, y en el aula específicamente, el docente que dicta clase, se constituye en el dictador que se impone desde una visión de superioridad y de posesión de algo (conocimientos) que otros no poseen y que lo representan como cualitativamente mejor frente al público constituido por los estudiantes que reciben la acción del docente y son representados como inferiores o carentes de aquello que posee el docente, en este caso como decíamos, carentes de conocimientos.

Esta voluntad así impuesta a través del dictado de clases, trae como consecuencias la generación de conciencias dependientes, es decir, de conciencias sin autonomía para llevar a cabo por sí mismas reflexiones o acciones que devengan en la construcción de una identidad capaz de desenvolverse en el mundo. Si el principio de la ciudadanía es el ejercicio de libertades, entonces el enfoque del dictado de clases niega por definición la posibilidad de formar ciudadanos plenos. Y esto, a la larga, mantiene y fortalece la cultura del autoritarismo y del más fuerte en nuestra sociedad, o de la dependencia ciudadana frente a la autoridad de turno. No resulta gratuito que la gran mayoría de ciudadanos representen el papel del Estado como una entidad encargada de la solución de sus problemas. Y que el presidente de la República sea percibido como el responsable de que ello suceda. No niego, y resulta obvio decirlo, que el Estado juega un papel importante para asegurar que los derechos ciudadanos se hagan efectivos. Sin embargo existe una gran diferencia entre exigir que los derechos se respeten y se hagan efectivos y entre solicitar favores o soluciones a problemas cotidianos que en principio corresponde a nuestra propia responsabilidad.

Existen situaciones que a simple vista parecen irrelevantes para la vida, como si en sí mismo no tuvieran mayor significado. Sin embargo, cuando les damos la atención debido y reflexionamos sobre ellas, nos damos cuenta que pueden desencadenar consecuencias totalmente imprevistas. Lo referido al dictado de clases dentro de la escuela es una de ellas. Pocas veces se ha dicho algo al respecto porque consideramos que este tema en sí mismo, no parece ser tan relevante. Sin embargo, si observamos las consecuencias personales y sociales que genera esta práctica, podemos darnos cuenta de lo importante que resulta repensar este enfoque para proponer otro que fomente el ejercicio de libertad mientras se gestan los aprendizajes. Esto es lo que se denomina como un aprendizaje significativo.

1.2 Los símbolos de una escuela totalitaria.

Mucho se ha insistido sobre la importancia que tienen lo símbolos para generar identidades e identificaciones. Los símbolos son una representación sustantiva de una realidad valorada. En ese sentido, representan ideales, valores e historias y tradiciones que sirven para cohesionar a una comunidad en torno de un imaginario compartido.

Si observamos la realidad simbólica de la escuela, constataremos que esta se encuentra fuertemente influida por símbolos que hacen referencia al sentido patriótico, desde una interpretación castrense. Esto lo podemos identificar a partir de los ritos que se generan alrededor de los símbolos patrios, tales como la bandera, el escudo o el himno nacional. Dichos ritos, constituidos por marchas, formaciones al inicio de la jornada escolar, interpretaciones matutinas del himno patrio, etc, hacen representan la manera como el contexto militar interpreta y valora el sentido de lo patriótico.

Todo esto no ha de sorprendernos mucho en tanto República del Perú, desde su fundación a la fecha, ha sido mayormente gobernada por líderes militares bajo regímenes autoritarios o dictatoriales. Incluso algunos de nuestros gobiernos civiles y supuestamente democráticos, han tenido, para el logro de fines de dominación, el respaldo absoluto de los militares, tal como ocurrió con el gobierno de Alberto Fujimori.

La carga simbólica que tiene que en las escuelas se valoren y se promuevan ritos de carácter militar, forma parte de un discurso mayor que impulsa la formación dentro de la escuela hacia valores del contexto castrense, tales como la disciplina, la obediencia, la rigidez en el desarrollo físico, etc, todo lo cual nos conducen a parámetros que nos enajena de los valores civiles que rigen el ejercicio pleno de la ciudadanía, tales como la tolerancia, la libertad, la deliberación y en definitiva la capacidad para evaluar, entre múltiples opciones, qué es lo mejor para el desarrollo pleno de nuestras identidades personales y con ello el desarrollo pleno de nuestros pueblos.

De lo dicho hasta aquí, se entiende que en nuestro país se encuentre instalada la idea de que el gobernante deba ser el padre que ponga orden. En el imaginario común, importa poco que el gobernante sea un sujeto apto para el ejercicio del gobierno, ni que represente, desde su propia conducta, el respeto irrestricto a la ley. Lo que se busca es alguien que imponga mano dura, sin que por ello importe si se le “pasa la mano”, con tal de que el orden sea el que impere. Se coloca el medio como el fin, y se tergiversan los roles en función de imaginarios tendientes hacia el autoritarismo. Todo esto debilita nuestra conciencia ciudadana y los valores cívicos se pierden en la fantasía de que siempre será que uno decida por todos. Es aquí donde se instala la violencia (como la voluntad de uno sobre todos) en desmedro del poder (entendido como la voluntad de todos para todos), tal como lo entendía Hanna Arendt.

1.3 La escuela y la exclusión.

Entramos a este último punto de esta parte, referida a como la escuela representa un espacio donde no se educa para ejercicio de la ciudadanía.

La educación entendida como derecho debería otorgar las mismas condiciones de desarrollo a todas las personas. Sin embargo, la realidad educativa peruana representa un espacio que promueve la desigualdad en términos de acceso y calidad educativa. Un claro ejemplo de esto lo representan el sistema privado y el sistema público de educación. Entre ambos, existe una diferencia abismal en relación a calidad educativa y a infraestructura básica en las escuelas y en las universidades, sin dejar de mencionar los institutos superiores.

Quien estudia en una institución educativa privada (con ciertos estándares de calidad) encontrará mayores condiciones para desarrollar mejor sus cualidades cognitivas, procedimentales y hasta actitudinales.

No ocurre lo mismo con aquellos que estudian en instituciones educativas públicas. Como consecuencia de esta desigualdad de condiciones, al momento de tentar un trabajo, se dará preferencia a aquellos y aquellas que provienen de instituciones privadas en desmedro de quienes provienen de instituciones públicas. O si se trata de concursos, igual existirá desigualdad de condiciones para competir por un puesto de trabajo. Por lo cual, el sistema educativo representa, tal como se encuentra diseñado en la actualidad, un elemento de exclusión y de desigualdad social, lo cual socava la integración social y abre aun más las brechas existentes, todo lo cual sirve como caldo de cultivo para la insatisfacción y abre demandas por sistemas autoritarios, socavando la ciudadanía y la democracia en el país.

2. ¿HACIA DONDE IR?

Luego de este breve y desalentador recorrido, podemos decir que mucho de nuestros males en términos de falta de ejercicio de ciudadanía plena, o de debilidad de la cultura democrática en nuestro país, se gesta en el principal espacio de socialización secundaria que es la escuela.

Marshall decía que para que existan buenos ciudadanos en la Inglaterra de primera mitad de siglo pasado, debía haber un buen sistema educativo que incluya a todos y que siente las bases de un reconocimiento social auténtico. Todo esto debe permitir, además, el desarrollo económico y social que todos los ciudadanos esperan. Por otro lado, Amartya Sen refiere que la pobreza no tiene que ver solo con la ausencia de bienes materiales, sino fundamentalmente con la ausencia de libertades, las cuales se expresan en el ejercicio de la ciudadanía. Prueba de todo esto lo vemos en países del Este asiático, tales como Tailandia, Singapur y otros, los cuales basaron su éxito de desarrollo en la inversión en educación como tema fundamental. De tal modo que existe una relación directa entre desarrollo, reconocimiento y ejercicio de ciudadanía por una parte, y educación por otra.

En términos de lo que nos preocupa en este breve trabajo, diremos que educar para la ciudadanía no es tarea fácil, más aun en un contexto como el peruano donde las brechas sociales y la exclusión de la comunidad política son de carácter histórico, desde la conquista española, y con mayor fuerza –aunque suene paradójico- desde la fundación de la república. Porque aunque los españoles representaron un modelo de dominación explícito en territorio americano, las relaciones establecidas con los indígenas tuvieron cierto carácter conciliador y supuso dejarlos en libertad para que desarrollen sus negocios y se conviertan en proveedores de bienes para las familias españolas durante el Virreinato. La fundación de la república suponía la fundación de una comunidad política, donde las relaciones debían ser en estado de igualdad frente a las leyes del Estado y el reconocimiento de ciudadanos no debía discriminar a nadie del ejercicio pleno de derechos. Esto no ocurrió así como lo sabemos. La república fue fundada por los criollos y la comunidad política estuvo limitada a la participación de las elites regionales, constituida, nuevamente, por criollos. La población indígena fue dejada de lado de este proyecto fundacional durante un largo periodo de tiempo. En tal sentido, la ciudadanía no se constituyó en un tema inclusivo desde un inicio.

¿Qué podemos hacer frente a este panorama?

El educador debe ser el primer sujeto de insatisfacción en el sistema. El o la docente que se conforme con lo que ocurre a su alrededor sin hacer nada por cambiar las situaciones que atentan contra la dignidad de las personas, no puede llamarse educador.

En lo que se refiere a la educación para la ciudadanía, debemos dar los siguientes pasos:

1. Avanzar hacia la democratización de la escuela como primera tarea. En el caso del aula como primer espacio educativo, el maestro debe abandonar el imaginario de que es “la autoridad” y dirigir su acción en el sentido de su categoría profesional como servidor público. El que sirve no ejerce dominio, sino que promueve procesos de construcción de proyectos de dignificación.

2. Incorporar la deliberación como método de aprendizaje y de interacción entre los estudiantes. Esto pasa porque el alumno aprenda que para expresar una opinión o un sentir, es necesario argumentar y escuchar argumentos de sus demás compañeros y compañeras, así como del docente. Este ejercicio práctico, podría tener muchas consecuencias positivas en la generación de ciudadanos capaces de discutir y argumentar propuestas, y desterrar la vieja costumbre y latente tendencia a patear el tablero cuando no “nos salimos con la nuestra”.

3. Promover el ejercicio de libertades dentro de la escuela. Esto significará que el docente incorpore actividades educativas que conduzca al estudiante a investigar, a reflexionar, a emitir opiniones y sentimientos y sobre todo, que perciba que la escuela no es lugar de represión, sino un espacio donde se puede interactuar. Los seres humanos actuamos, esta es una cualidad distintiva respecto a otras especies. Y no actuamos solos, ya que una acción en solitario es insostenible. Uno actúa en relación a otros y con otros. Ello lo decía muy Hanna Arend cuando refería, siguiendo a Aristóteles, que la acción es propia del hombre y que esta no se puede dar al margen de los demás. Una acción realizada con otros, siempre hace que algo novedoso aparezca. Por ello la importancia de poder educar para acción y más aun, para la interacción.

4. Promover un nuevo paradigma de disciplina al interior de la escuela. La disciplina no está reñida con el ejercicio de las libertades. Por el contrario, un sentido positivo de disciplina incorpora la capacidad del estudiante para construir de manera colectiva normas de convivencia, para el logro de objetivos de aprendizaje. En ese sentido, toda norma de convivencia construida colectivamente, debe ir acompañada de una sanción que logre incorporar en el alumno la idea de respeto a la legalidad, fundamental en toda sociedad democrática. La sanción no debe ser enfocada desde la óptica del castigo, sino desde la visión de la reparación. En ese sentido se avanzará en lo que Paul Ricoeur expresa respecto a la imputabilidad de una acción al sujeto , desde un sentido de reparación de un daño y no solo desde la idea castigo por un mal cometido.

5. Incorporar los valores cívicos, tales como la tolerancia, el respeto y la valoración a las diferencias y la solidaridad como sentidos de convivencia pacífica. Esto es de especial importancia porque abre una veta de reflexión urgente en nuestro país, la cual tiene que ver con el carácter multicultural de nuestra nación. La ausencia de reconocimiento y de respeto a las diferencias culturales, expresadas en actitudes de racismo y discriminación, se aprenden en la escuela, cuando no se tiene una formación sólida en espacios de socialización previos como la familia. Y es precisamente uno de los males mayores de nuestro país, el no asumirnos como una sociedad multicultural, con diversos modos de ser ciudadanos desde las propias lógicas culturales. Y que el Estado asuma esas diversas posturas de ejercicio de la ciudadanía. Avanzar hacia el reconocimiento de las diferencias y asumir que somos un país diverso, es una de lasa tareas fundamentales de la escuela de cara a la formación en ciudadanía.

6. Aprender a manejar conflictos y no buscar soluciones a ellos que incorporen la violencia como método práctico. Buscar la resolución de conflictos de manera pacífica, ayudará a aprehender nuevas maneras de afrontar situaciones conflictivas desde el diálogo y el intercambio de opiniones.

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