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Por: Carlo Mario Velarde

“Con independencia de cuánto se asemejen los seres humanos a formas de vida inferiores, somos sin duda diferentes en un aspecto crucial: la razón. Podemos deliberar y elegir, elaborar un plan y jerarquizar nuestras metas, decidir activamente qué cosas tienen valor y en qué grado. Todo esto debe servir para algo. Aunque no puede negarse que, en gran parte, somos seres necesitados, confusos, incontrolados, enraizados en la tierra e indefensos bajo la lluvia. (Martha Nussbaum. Fragilidad del Bien)

¿Cuál es la respuesta más acertada ante el miedo? ¿Colocarlo en el cajón del silencio y no dar muestras de que está al acecho de nuestras horas y nuestros días? ¿Pasar de ellos asumiendo la actitud de que nada nos puede afectar que esté fuera de la agenda explícita de nuestra vida, de las tareas, responsabilidades, y respuestas que tenemos que dar ante los demás? ¿O quizá sea mejor asumir el miedo como parte constitutiva de nuestra vida? Esto es, que el miedo está, ha estado y seguirá estando con nosotros aunque no lo queramos en nuestra casa.

Pienso que esta última alternativa podría ser más sana y más honesta con nuestra condición humana. No somos seres autosuficientes e impenetrables a las circunstancias adversas que nos plantea la vida. Somos, por el contrario, seres frágiles. Más de lo que estamos dispuestos a asumir. La crisis sanitaria que atravesamos ha despertado en la mayoría de ciudadanos y ciudadanas el miedo: el miedo a que las cosas no vuelvan a ser como antes, el miedo a que no podamos reincorporarnos a la vida económica, el miedo a que le suceda algo malo a nuestros seres queridos, el miedo a terminar nuestros días en este mundo envueltos en una bolsa negra y cremados sin posibilidad de despedirnos de las personas amadas. Y aunque todos estos miedos son muy legítimos desde el punto de vista de la experiencia humana, la respuesta a estos miedos no son necesariamente las más prudentes en todos los casos. Como decía en el primer párrafo de este texto, para muchos es mejor acallar lo más posible estos temores y guardarlos en nuestro cajón interior generando ansiedad, para otros implica un desafío que termina en actos temerarios e irresponsables, como no acatar las medidas de cuidado y de aislamiento obligatorio, poniendo en riesgo la propia vida y la vida de los demás. Para otros representa, quizá, el momento para ahondar en la soledad y el silencio y no querer compartir con nadie lo que se siente estar expuesto a la vulnerabilidad de la vida. Este último camino puede acabar para muchas personas en situaciones de depresión y de búsqueda de distractores que terminan convirtiéndose en adicciones con las cuales luego se tendrá que lidiar en el futuro.

El miedo forma parte de nuestra experiencia humana. Y en situaciones excepcionales como las que estamos pasando el miedo es un sentimiento muy normal. La pregunta que nos hacemos desde una perspectiva ética es ¿cómo actuamos ante el miedo? ¿Qué tipo de respuestas debemos dar ante este sentimiento, que por lo demás, forma parte de nuestra experiencia humana? Asumir el miedo como parte de nosotros representa un primer paso y muy valioso: No hay que tener miedo a expresar nuestro miedo.

Luego poder comunicarlo a los demás, con empatía, darnos la oportunidad de decir “tengo miedo”, incluso a los más pequeños y pequeñas de la casa, es un acto de generosidad moral con nosotros mismos y con los demás.

Y finalmente, poder comunicar nuestro miedo en el espacio público, con respeto y amabilidad, manteniendo la distancia social, acatando el aislamiento obligatorio, entre otras medidas, puede ayudarnos a cumplir nuestras responsabilidades morales con nosotros mismos y los demás, respetando las normas impuestas para superar este tiempo de pandemia.

Reflexiones éticas en tiempos de cuarentena

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Por: Carlo Mario Velarde Bazán

Mantenernos en aislamiento obligatorio nos plantea algunas obligaciones morales que no todos están dispuestos a considerar en sus agendas personales como algo bueno en estos tiempos: no salir a la calle más que por lo necesario en el horario permitido, hacerlo con mascarilla y manteniendo la distancia social, esto es, manteniendo una distancia prudente de un metro y medio o dos de las demás personas, lavarse las manos y mantener una higiene pulcra, entre otros, nos habla de la obligación moral del cuidado del otro aunque parezca que esto es más bien el cuidado de uno mismo.

En tal sentido, no parece tan claro que mantener la salud de la comunidad es, en principio, mantener la salud de uno mismo. Sin esto, es imposible enfrentar colectivamente un problema que es público. Lo lo contrario no solo es ir en contra de nosotros mismos -y atentar contra el cuidado del sí mismo-, sino que atenta contra la salud de las y los ciudadanos con quienes compartimos la vida en común en nuestras sociedades.

La posibilidad de que salgamos adelante en esta crisis y que podamos retomar nuestros proyectos personales, pasa por mantener viva la expectativa de que esto ocurra con las demás personas de nuestras comunidades. Asumir nuestra responsabilidad, en este sentido, como agentes morales que pretendemos ser, supone asumir nuestra fragilidad humana y por lo tanto la necesidad de cuidar al otro para cuidarnos a nosotros mismos y cuidando de nosotros, cuidar a las demás personas de nuestra comunidad. Es el único camino plausible para poder aspirar a recuperar en algo nuestra vida tal como la teníamos planeada antes de que ocurra esta pandemia. Y en este aspecto se abre, por otro lado, una ventana importante para la reflexión moral: ¿Qué es lo que verdaderamente vale la pena mantener de nuestra vida tal y como estaba planeada antes de que ocurra la pandemia? Hoy somos testigos de cómo el aislamiento obligatorio ha traído como consecuencia una mejora sustantiva de nuestro medio ambiente. Somos testigos a través de las redes sociales de cómo los animales han vuelto a hábitats que habían abandonado hace mucho tiempo por nuestro acaparamiento del mundo natural para su goce y su agotamiento. El retorno a la familia, a la conversación con los seres queridos más distendidamente en el tiempo sin tener que estar tan agobiados por el trabajo y las actividades sociales que nos demandan más horas de las que muchas veces no somos capaces de asumir. Quizá en estos aspectos se nos plantean interrogantes éticas que debiéramos tomar en cuenta para nuestra reinserción en la sociedad una vez que concluya este periodo de cuarentena.

Al mismo tiempo, existe otro imperativo moral que resulta necesario asumir en este tiempo: la solidaridad con quienes se encuentran en una situación de desventaja social. Las poblaciones vulnerables de nuestra sociedad necesitan que pensemos en ellas como primer sujeto de nuestras intenciones morales: los niños y las niñas, las personas mayores, los pobres. Las mujeres que padecen violencia. Las personas que viven en extrema pobreza y aquellos que viven de su trabajo diario. Ejercer la solidaridad con estas personas en tiempos de crisis sanitaria, para que puedan sostenerse y no terminar siendo arrastradas por la pandemia resulta clave de nuestra reflexión ética en estos tiempos. Al final de cuentas, si la ética no se experimenta en acciones concretas de cuidado y solidaridad con quienes forman parte de nuestra comunidad, no puede ser tomada en serio como ética.

 

Dormir con un muerto

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Habían pasado varios días desde la ultima vez que conversaron. Quizá ya semanas. Desde aquella noche, se repetía el mismo ritual cuando iban a juntos a la cama. Ella tomaba su lugar a un lado y él al otro.

Esto no siempre fue así. Durante mucho tiempo, mientras vivieron juntos, hablaban de la misma sensación. Ambos creían que la cama donde dormían era pequeña y que pronto debían cambiarla por una queen size. Especialmente durante los meses de veranos que siempre eran en extremo calurosos por las noches. Claro, no era de extrañar ello, dado que para dormir tenían que estar abrazados hasta que hubiesen agarrado sueño. Luego se desenganchaban y cada cual tomaba su lado hasta que uno de los dos se volvía a despertar para buscarse nuevamente en el abrazo del otro. Ese acto podía repetirse varias veces durante una noche. De esa manera ambos se daban cariño y se sentían seguros. Juntos . Ya sea sudando o prestándose abrigo cuando hacía frío. También cuando sentían miedo por algo que habían soñado o por cualquier otro pensamiento que les asaltaba durante la noche y que los ponía en estado de alerta o de inseguridad. Por lo general se levantaban al día siguiente descansados y alegres. Con deseos de besos y abrazos, los constituían el ritual de las mañanas.

De pronto, la noche que él murió, al regresar a la casa luego del accidente, las cosas habían cambiado. Algo se fue transformando con el correr del tiempo. De pronto ya no hablaban de comprar una cama más grande, porque al parecer la cama había crecido. Lo había hecho de modo progresivo y silencioso desde que el muerto volvió a casa. Ello fue ocurriendo sin que ambos lo notaran. Y de ese modo, los abrazos y los besos fueron también disminuyendo en su frecuencia y en su duración, porque no se alcanzaban en la amplitud de la nueva cama. Poco a poco la cama se transformó en un espacio cada vez más amplio donde cada cual encontró pronto su propio espacio. Lo único que mantuvieron fue un pequeño beso de buenas noches en el un a penas se rozaban sus labios. El ensanchamiento de la cama trajo consigo otros ensanchamientos. La casa se hizo más grande, los espacios que solían compartir eran más amplios como para que cada uno tome su propio lugar sin tener que estar tan cerca del otro. El silencio también fue ampliándose como consecuencia de estos otros ensanchamientos.

Una mañana notaron que sus cuerpos habían enflaquecido y durante los días siguientes siguieron en ese camino de ir perdiendo masa. Hasta que pronto ya no podían ni siquiera escuchar sus respiraciones. Ambos empezaron a experimentar el hecho de dormir solos, a pesar de que estuvieran juntos en la misma cama. De hecho ya ni siquiera tenían la conciencia de que dormían acompañados. Una noche, quizá la última de la que pudiera registrar su memoria, se acostaron sin decirse una sola palabra. Ambos amanecieron en otro dormitorio con un vago recuerdo de aquella vez que por última vez se vieron. Nunca tuvieron la certeza de que aquello haya sido real, o quizá solo haya sido un triste sueño de una historia que tuvo mucho por dar, pero que feneció en el camino como algo que tenía que ocurrir necesariamente. Porque hay cosas que no son contingentes.

Febrero de 2017

Intensamente. Emociones, fútbol y subjetividad.

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El día de ayer, horas antes del partido de Perú frente a Chile fui a ver con mi hija Miranda,  de seis años, Intensamente, película de Pixar que está dando mucho que hablar en la crítica especializada y en la opinión pública en general. La historia versa sobre el rol de emociones en las personas, representadas en pequeños personajes que actúan en la cabeza o en el interior de una persona, como se prefiera asumir su ubicación, y muy específicamente en una niña, la cual protagoniza el relato. Las emociones básicas representadas son la alegría, la furia, la tristeza, el miedo y la incomodidad.

Alrededor de las emociones operan ideas centrales -formadas por experiencias fundantes en el desarrollo de la vida-; islas de personalidad, que vienen a ser algo así como elementos subjetivos o geografías íntimas que le dan sentido a la vida de las personas como la familia, la diversión, las actividades claves que los sujetos realizan, etc. Y un poco más allá, en ese gran paisaje de la subjetividad humana, los recuerdos, tanto los de corto como los de largo plazo.

Lo extraordinario de esta película es la gráfica tan sencilla y amigable de elementos tan complejos como las emociones y la subjetividad humana en general. Asimismo, me agrada mucho la manera como en dicha gráfica se puede observar aquello que sospechamos desde siempre, desde los inicios de la filosofía occidental (es la única que conozco un poquito) hasta nuestro tiempo y sus múltiples investigaciones que desde distintas disciplinas teóricas y aplicadas se ha desarrollado: que son las emociones las que orientan en buena medida nuestras acciones, opciones y adhesiones. Y no tanto la racionalidad pura y dura a la que solemos apelar cuando queremos explicar algo significativo acerca de nosotros.

No deja de ser interesante la manera como aborda la película la disposición de  las emociones, dependiendo el momento o estado en el que se encuentra la persona. Mientras que en el caso de la niña Alegría es la que organiza al equipo de las emociones, asumiendo un liderazgo sumamente relevante, haciéndonos pensar que en la etapa de la niñez lo que se persigue es vivir en estados de alegría y felicidad prioritariamente. En el caso de los adultos -medianamente consistentes-, estas, las emociones, conforman una suerte de colegiado deliberativo que orientan o posibilitan en las personas la realización de actos prudentes -en la mayoría de ocasiones-. Es decir, el mensaje es que en los adultos no tendría que haber una emoción protagónica, que se superponga al resto, sino que el conjunto de emociones deberían operar dialógicamente para lograr actos equilibrados. De esta forma, la idea de felicidad, según lo que pretende mostrar esta historia, no es la búsqueda preeminente de la alegría, sino de una suerte de equilibrio reflexivo dado por la capacidad de diálogo de nuestras distintas emociones para lograr funcionamientos adecuados en las relaciones humanas. Es lo que se espera, generalmente, de un adulto.

Cuando vi el partido de Perú, casi a penas de haber acabado de ver esta bonita película, y durante los primeros 20 minutos parecía que nuestra selección no sólo podía ganarle a Chile en su cancha, sino hasta golearlo, pensaba en como estaría operando en ese momento las distintas emociones en los jugadores peruanos. El juego alegre y  al mismo tiempo estructurado y bien resguardado, se vino abajo por la abrupta expulsión de nuestro defensa Zambrano, en el que evidentemente prevalecía la furia por encima de cualquier otra emoción. La historia ya la sabemos. Chile ganó el encuentro con mucha dificultad, frente a un equipo peruano entregado hasta el final, pero con un hombre menos, todo cuesta arriba. Uno menos que además había sido  nuestro mejor defensa en todo el campeonato. Dadas así las cosas, era muy poco probable que pudiésemos ganar el partido. Como de hecho no ocurrió.

La furia nos hizo perder el encuentro. La furia no es lo mismo que el pundonor. Ni la garra. Pero tampoco la alegría por sí sola, ni el miedo mucho menos, nos hubiera podido llevar al triunfo anhelado. Ya hemos visto en nuestra historia futbolística varios equipos que se centran únicamente en el juego bonito inspirado en la alegría y no logran grandes cosas. Menos ocurre con equipos timoratos que especulan en los partidos.

Lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida: en la política, en las relaciones personales, en el trabajo. En todo, son las emociones las que orientan nuestros actos y decisiones. A ello se ha dedicado un estudio notable de Martha Nussbaum: Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, en la cual describe el papel que desempeñan a la hora de valorar algo. Y de decidir por algo. En otras palabras, al parecer, nuestra conducta moral no es tan racional como nos han hecho creer los ilustrados. Aunque seguramente aquello que se denomina como racional, es también bastante discutible.

Más allá de toda esta reflexión, lo verdaderamente significativo de esta película, para mí, es haberla visto con mi pequeña Miranda, cuyo rostro, sin dudas, representa el fiel de todas mis emociones.

El niño

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Una mañana desperté con la sensación de que me había muerto. No supe si la sensación era real o solo una fantasía, sino hasta el mediodía en que me llamó la persona que hacía la limpieza en el dormitorio. En ese momento comprendí que estaba vivo aún, pero que no debía confiarme demasiado de esta realidad, por lo menos no de la forma en que se presentaba ante mí.

Le pedí a la señora que vuelva en unos minutos, porque todavía no me había vestido. Una vez se hubo marchado, prendí un cigarrillo que tomé de la mesita que estaba al lado de la cama. Lo fumé a grandes bocanadas con un placer que no sentía desde hacía mucho tiempo. Fumar echado en la cama suponía para mí un placer casi infinito. Y más aún el olor de la humareda impregnado en la habitación me causaba una sensación similar a la que se sueña estando en el paraíso.

Miré mi reloj, eran ya las 12:20 del mediodía. Debía reponerme y vestirme. Tenía la manía de dormir desnudo y siempre destapado. Era mejor cuando en invierno porque el frío era más relajante y mi mente para poder dormir necesitaba sentirlo intensamente. El calor lo odiaba. Ya vestido, cogí mi maleta que llevaba a todos lados, en ella siempre había lo mismo: un par de libros, un blog de notas, un lapicero de tinta líquida (no podía escribir con otro tipo de lapicero) y unos cuantos papeles sueltos en los que había escrito cualquier cosa en el camino de un lugar a otro. Salí raudo aunque no sabía bien dónde iría, porque no tenía nada planeado ese día, solo debía desocupar la habitación para que puedan hacer la limpieza y no me cobren un día más de alojamiento.

Una vez llegué a la calle, caminé por la avenida en la que se encontraba el alojamiento en el que me había quedado la noche anterior. Caminé sin rumbo fijo, las calles eran agradables porque tenían muchos árboles alrededor y nunca había mucha gente. Las pocas personas que transitaban por ahí siempre iban distraídas, como pensando en las muchas cosas que debían hacer, sin detenerse casi nunca y menos sin mirar a las otras personas que caminaban a su lado. Creo que el único que se daba el tiempo de observarlos era yo, porque esa era otra de mis aficiones, mirar a la gente, pensar en lo que ellos probablemente estarían pensando, imaginar sus vidas, cada cual una historia, un manojo de problemas, un sentido de alegría y felicidad que seguramente yo no estaba en condiciones de comprender, pero disfrutaba de imaginarlos.

Cuando me di cuenta del tiempo, ya había pasado casi una hora de andar así, sin rumbo fijo, y me dio hambre, así que busqué un lugar donde poder comer. Encontré una carretilla que vendía sándwichs propicios para mi economía maltrecha y para mi voraz apetito. Me comí dos enormes panes con jamón, aunque en realidad eran más pan y cebolla que jamón, pero era sabroso al gusto. Tomé un vaso de refresco y con eso ya estaba listo para afrontar lo que el día me depare. Aunque no tenía la menor idea de lo que el día me podía deparar si no tenía ningún plan.

Volví a mi ruta sin destino alguno. Caminé unas cuantas cuadras y llegué a una plaza pequeña. Me senté en una banca que se encontraba vacía, saqué un cigarrillo de mi casaca y lo prendí con entusiasmo. Me puse a fumar con mucha paz y distraído en los niños que estaban jugando a la pelota a unos metros de donde me encontraba. Era divertido verlos, sobre todo a uno que se esforzaba más que el resto por hacer buenas jugadas y meter goles, sin éxito alguno. Me gustaba eso de los niños, cada juego era siempre un reto ineludible que los hacía esforzarse al máximo por conseguir sus propósitos. Ellos sí, literalmente, dejaban todo en la cancha.

Saqué uno de mis libros y me puse a ojearlo. Ya me había fumado cuatro cigarrillos y de a pocos la caja se quedaba vacía. Eso me preocupaba. Seguí distraído en la novela que estaba leyendo cuando de pronto uno de los niños se me acercó –precisamente el que se esforzaba más que el resto- y me preguntó qué hacía. Yo me quedé perplejo por la naturalidad con la que se aproximó hacia mí. No supe muy bien qué responder. Atiné a decirle que leía un libro, una novela policial de mi autor favorito. El niño se quedó ahí, esperando más respuesta de mi parte. Yo no tenía idea de qué más decirle. Parado frente a mí, inmóvil y mirándome fijamente volvió a preguntar qué hacía. Le volví a decir que leía un libro, una novela. Algo así como un cuento para grandes. Le pregunté si sabía leer. Me dijo que recién estaba aprendiendo en la escuela. Le pregunté si en su escuela le leían cuentos. Me dijo que no. ¿Y tus padres te leen cuentos o historias? Me volvió a responder negativamente. Volvió a preguntar con naturalidad, qué hacía. Yo lo miré y le dije la verdad: no sé qué hago acá. No sé qué voy a hacer más tarde. No tengo idea. Pero no me interesa mucho saberlo tampoco. Y tú qué haces, le pregunté, como queriendo salir de ese momento ya un tanto incómodo para mí. Me respondió naturalmente, como si fuera una verdad evidente para cualquiera menos para mí: juego. Luego se dio media vuelta y se marchó.

Yo me quedé sentado un rato más pensando en la presencia de este niño, en sus preguntas. No sabía bien qué había sucedido en esos minutos que ese niño estuvo a mi lado como inquiriéndome pero si me di cuenta de algo, yo no tenía la más puta idea de qué estaba haciendo.

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La reinvención como experiencia moral

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El título mismo de este post anuncia la idea central que quiero sugerir: Ninguno de nuestros principales “males” sociales, especialmente aquellos que atañen a lo que conocemos como ética pública, podrán encontrar una solución efectiva si primero no somos capaces de mirar nuestras propias prácticas y especialmente, aquellas que tienen que ver con el modo de relacionarnos con las demás personas.

Existe un consenso sobre cuáles son los principales problemas que nos aquejan como sociedad, entre ellos la corrupción, la inseguridad (es decir, las distintas formas de violencia urbana), la desconfianza; así como todas aquellas relativas a la falta de acceso a bienes primarios, tales como la educación, la salud y la justicia. Sin embargo no existe un acuerdo acerca de cómo lograr superar estas limitaciones que nos mantienen en una situación de precariedad colectiva desde hace mucho.

Sin lugar a dudas el Estado tiene una gran responsabilidad, en tanto debe asegurar a los ciudadanos, el acceso igualitario a los bienes primarios, sin embargo, las políticas y las normas formales no son suficientes si los propios ciudadanos hemos incorporado en nuestros modos de ser la idea de que trasgredir es más efectivo para alcanzar nuestros fines particulares, al margen de lo que establece la propia ley.

El ideal de realización individual es un horizonte necesario para todas las personas. Sin embargo, dicho ideal no es posible fuera de un marco normativo mínimo, capaz de otorgar garantías y establecer ciertas reglas de juego para que dicha realización se vea posibilitada, sin el riesgo de que se nos impida dicha, o obstaculicemos a otros la concreción de sus planes de vida y el sentido de autorealización individual, al que legítimamente aspiramos todos. En otras palabras, la ética de mínimos y de máximos resultan ser ambas caras de una misma moneda

Es en este sentido que el video de Baltazar Caravedo orienta su reflexión. “¿En qué momento se arregló el Perú?” es una breve reflexión de la manera tan torpe y cínica que tenemos los peruanos para trasladar en aquellos que ejercen el poder -exclusivamente- los males, transgresiones y formas de sacarle la vuelta que debilitan nuestra convivencia social. Al mismo tiempo, muestra como ciertas prácticas se han terminado por constituir en hábitos y han terminado por constituir un determinado carácter social.

La reinvención como experiencia moral, por lo tanto, resulta necesaria para convertinos en una mejor colectividad. Y con ello, quizas, en mejores individuos. O al revés. Dejo el link del video para los interesados.

http://www.youtube.com/watch?v=oJIhNHIC95Q&feature=email

Iniciativa y concepción del proyecto: Baltazar Caravedo Molinari – Guión y Dirección: Bacha Caravedo. – Producción General: Carolina Denegri.- Investigación: Carolina Denegri, Willy Ilizarbe y Bacha Caravedo.
Dirección de Fotografía y cámara: Beto Gutiérrez – Fergan Chávez – Gianmarco Ahón – Omar Quezada. Dibujos: Juan Carlos Semino. Caricaturas: Carlos Tovar “Carlín” – Alfredo Marcos. Archivos fotográficos: Eloy Neira, Verónica Pérez, Carolina Denegri. Archivo EPENSA, Archivo LA REPÚBLICA, Archivo E…
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Siempre he pensado en que la idea de deliberación va más allá de las instituciones. Si bien es cierto que estas juegan un rol clave como reguladoras de la convivencia social , y en ese sentido, como una suerte de estelas para que podamos dirigir ciertas acciones sin tener que preguntarnos cada vez por los modos de proceder frente a cada circunstancia, la idea de deliberación escapa de esta monotonía social y nos sitúa frente a lo único necesario que tenemos los seres humanos: la capacidad de discernir y elegir, solo que mediante la deliberación escapamos de nuestros solipsismos y tenemos abierta la puerta del encuentro con el otro.

Es por esto que me animo a presentar este blog como un espacio para poder deliberar sobre temas tan urgentes en nuestros tiempos y en nuestro país, como lo son la ética, la interculturalidad y los derechos humanos. La posibilidad de deliberar sobre los cursos de acción pertinentes para la vida colectiva de nuestro país, deliberar a partir de nuestras distintas racionalidades y sobre los principios que rigen nuestra relación con otros, representan, hoy en día, tanto como ayer y mañana quizá, necesidades urgentes de conversar. Sigue leyendo