Han pasado seis horas y todavía faltan otras seis. Felizmente es de noche y no tengo que conversar con nadie ni sonreír ni hablar de otras cosas de las que no quiero hablar.
¿Cuántas personas habrá en este avión, doscientas, trescientas cincuenta, cuatrocientas? Tantas personas y cada cual con su historia, sus problemas, sus situaciones. Cada una con sus propios motivos para estar en este avión. Pienso que sería extraordinario conocer cada una de esas historias. Eso me ayudaría a distraerme por un momento.
– ¿Cómo te llamas mamá?
– “Me llamo Adriana, ya lo sabes… Abre la boca grande mi amor”
– Yo también me llamo así. ¡No quiero más fideos mami!
– Y también tu bisabuela se llamaba así… Una cucharada más hijita.
– ¿Por qué todas nos llamamos así?
– Nos llamamos así por la bisabuela… Vamos, la última y ya.
– ¿Qué es la bisabuela?
– La Bisabuela es mi abuela…
– ¿Tú tienes abuela?
– Claro, la mamá de mi papá.
– ¿Yo la conozco?
– No, mi vida. Ella muró hace mucho tiempo. Yo tampoco la conocí.
– ¿Se fue al cielo?…
“Tengo solamente dos días para volver a Nauta”, dijo con voz grave Porfirio Huánuco y se secó el sudor de la nuca con un trapo rojo que solía cargar en el bolsillo trasero del pantalón. El señor Huánuco, un hombre alto y acholado, había llegado hasta Caballococha hacía diez meses y dentro de dos días retornaría a Nauta para embarcarse con ciento cincuenta palos de caoba hacia Tarapoto. Allí, su compadre Linares tenía un aserradero. Porfirio era el encargado de buscar a los proveedores, contratar la mano de obra para la extracción de la madera y luego asegurar el traslado de los palos limpios hasta el aserradero de su compadre. Esta vez el trabajo le había tomado diez meses y ya estaba listo para retornar. Sin embargo, aún tenía algo que resolver.
El señor Amadeo Ticún, era el jefe de la comunidad Nueva Belén. Estaba orgulloso del negocio que acababa de cerrar con Porfirio porque entre la venta de la caoba y los pagos a los hombres habían sacado más que en toda una estación de plátanos. Hacía un año que era Jefe y estaba pronto a dejar el puesto. Así que este negocio dejaría a los comuneros contentos. El señor Ticún tenía 5 hijas y un hijo y estaba seguro que este éxito de su periodo le serviría para quedar bien con los comuneros. Sin embargo, Porfirio Huánuco lo había puesto en un aprieto. Él había puesto sus ojos en la menor de las hijas de Ticún.
Adriana tenía 14 años cuando conoció a Porfirio. Era una chica flaca como un pollo flaco, con los cabellos negros, lisos y largos hasta la cintura, con esos ojos negros que lamentablemente, escondía siempre bajo el cerquillo del cabello, lacio y también negro. Durante toda la estadía de Porfirio en Nueva Belén ella había estado a su lado porque su madre la había encargado de la comida y de la limpieza de la maloka del capataz. Así que llegaba allí a las 4 de la mañana, al rayar el alba, y se iba solamente cuando el hombronazo de 36 años se retiraba a dormir. En esa maloka, durante casi diez meses el hombre había aprendido a mirar a la muchacha que le traía la comida, ya no como una niña, sino como una mujer. ¿Y la muchacha?… la muchacha sentía en su cuerpo esa extraña sensación de serenidad y seguridad que solamente su padre le había hecho sentir hacía mucho tiempo atrás
– “No, jefe… todavía no he hablado con Angélica, no sé si quiera que la Adriana se vaya tan joven. Usted no es como nosotros y se la va a llevar”.
– “La vida que yo le puedo dar a tu hija es más de lo que tú vas a poder. ¡Piensa Amadeo!”
– “Pero ella va a casar con Rogelio, el hijo de mi hermano”.
– “¿Cuánto quieres?”.
– “No, es que Angélica…”.
– “¿Cuánto quieres?, ¿qué quieres?”… le interrumpe. “Te doy plata, sal, un trabajo para tu hijo cuando lo necesites…”.
– “Patrón, déjame hablar con la Angélica”.
– “No me rechaces Amadeo”.
– “¡No!. No patroncito… déjame hablar con la Angélica. Dame tres días”.
– “No, tienes hasta mañana… Y si se te ocurre mandarla a alguna parte, la busco, la encuentro y me la llevo sin darte nada. Te lo juro Amadeo”.
Me desperté en medio de la noche porque un niño empezó a llorar. “Los niños son una bendición, dicen…” Al menos ya es de día, pasarán el desayuno en poco tiempo. Miré por la ventana, vi Amazonía. “Brasil es grande”, pensé. Y entre pensamiento y pensamiento los nervios volvieron… No sabía si quería llegar a Lima. Tenía la necesidad de estar con mi madre y con mis amigas, pero también sentía vergüenza. “¿Vergüenza?”, preguntó mi madre cuando se lo conté, “Vergüenza debería tener él, ¿qué se ha creído?, ¡Qué barbaridad! Nadie puede tratarte así. Eso te tiene que quedar claro”
Traté de dormir nuevamente pero ya me fue difícil. Era difícil concentrarse, calmarse, proponerse dormir una vez que la ansiedad volvía. Tenía muchas voces en la cabeza, muchas imágenes y sentía mucho miedo. Así que me puse a mirar por la ventana, pero nada. Solo un verde inmenso y nubes y sol. Luego intenté escribir. Siempre me pasa algo que me excede cuando intento escribir. Escribo sin pensar, solamente escribo y luego, nunca leo lo que escribo. Cierro los cuadernos y los almaceno en el anaquel de mi cuarto. Así que podría decirse que no aprendo nada de lo que escribo, pero lo hago igual.
Empecé diciendo: “Salí de Lima hace cinco años…” Pero esa vez no pude seguir escribiendo y de hecho no escribí nada más en esa hoja de papel, en toda mi vida. Sigue en blanco. Sucede que no tenía explicación, no tenía cómo continuar. No sabía qué decir. No podía contar todo lo que pasó. Mucha confusión, mucha cerrazón, muchos recuerdos, miedos, qué se yo: muchas historias sin cerrar… “Todo porque huí”, pensé. Y sí, yo había huido. Huí violenta y descarriadamente. Huí sin retroceder para dar alguna explicación, huí, cerré puertas detrás de mí. Literalmente, salí corriendo de la Iglesia, con el vestido, con el ramo, con los invitados mirándome la cara, con el gasto hecho. Corrí por las calles, decepcioné a todo mundo, rompí mis zapatos y el vestido que yo misma había elegido.
Me tomó dos días claudicar de mi silencio para dirigirle la palabra a alguien. Me tomó una semana más dejarme ver por el novio y muchos más, van a ser 16 años ya, que no veo a los antiguos amigos comunes ni a su familia. Pero, ya para mí, creo que lo que más tiempo tomó fue darme cuenta del error, descubrir los disfraces que son “la felicidad” y “el bienestar”. Lo que tomó más tiempo fue reconstruirme de nuevo, repensarme, dejar de culparme por abandonar “lo que estaba bien” para tomar lo que todos calificaban como “una locura”. “¿Fue una locura?”. Sí, pero esa locura, al final y después de mucho tiempo, me libró de una vida que no quería. “¿Qué quieres?”. No lo sé aún, pero las cosas tomaron un rumbo en el que yo fui decidiendo mis cosas: erradas, buenas, acertadas, pero mías, para mí.
El señor Porfirio Huánuco esperó un día. El señor Amadeo Ticún cedió y la joven Adriana viajó con él a Nauta y después a Tarapoto, a cambio de trabajo seguro para próximas explotaciones. Además, claro, de la promesa de volver a la comunidad cada vez que su esposo volviera por negocios. Pero la joven Adriana no volvió a ver a sus padres. Los negocios de Don Porfirio lo llevaron hacia otros rubros y ella terminó con él recorriendo otros caminos y geografías nunca antes vistas. ¿Quién puede decir qué diría ella que su vida? Solo sabemos que hizo muchos viajes, que su vientre generoso le dio a Don Porfirio muchos hijos y que murió joven de una pulmonía en Ingenio, su nueva tierra. De Adriana quedamos nosotros, sus descendientes, quienes la conocemos, además, por lo que, su hijo menor (mi abuelo), nos cuenta. ¿Quién puede decir cuáles fueron sus decisiones, sus temores, sus apuestas, sus errores, sus amores? Adriana no escribía y, a decir de su hijo, tampoco hablaba mucho. ¿Quién puede decir que es lo que deseaba? Le época no la dejó dejar huella de sí misma. Y, aunque siempre sus actos pueden decirnos algunas cosas de lo que pensó o sintió, no hay registro. Solo imaginaciones y deseos en quienes sabemos que existió y nos hubiera gustado conocerla más, para aprender de ella.
(Alison Hospina)