Creer que para que no se repita la violencia política de los años ochenta, basta con enseñar la historia del conflicto armado en el Perú podría expresar, creo, dos cosas. Primero, una gran ingenuidad, por creer que la violencia desatada en ese período fue producto de lo que algunos tildaron como simple delincuencia común de una banda de abigeos, o menospreciándolos simplemente como grupo de dementes sedientos de sangre, o simplemente encasillándolos en la poco clara categoría de terroristas. Algunos creyeron que ocultando, o negando, el carácter político de la organización y las causas económicas y sociales de la violencia desatada se le podía combatir. Esta negación de un hecho evidente generó que se soslayaran las causas y no se pudiera atacar los verdaderos problemas de fondo durante más de una década. La pregunta hoy sería, ¿es que después de más de veinte años los problemas estructurales han sido superados?
Lo segundo que podría expresar ésta salida es una gran viveza e hipocresía de quienes conociendo el carácter político, prefirieron negarlo para justificar la represión y la mano dura de gobiernos y regímenes autoritarios. Sólo como algunos ejemplos, me viene a la mente, el grupo paramilitar Rodrigo Franco, el grupo Colina, las matanzas de los penales, Barrios Altos, La Cantuta y los miles de muertos y desaparecidos durante regímenes, supuestamente, democráticos, pero que no dudaron en aplicar el terrorismo de estado como mecanismo contra la subversión.
Lo cierto es que es mucho más sencillo agregar un capítulo más a los libros de historia para escolares, que tratar de combatir los problemas reales que engendraron la violencia: la exclusión, la pobreza, la desigualdad y el racismo, supérstite y campantes aún en el Perú. Sin embargo, lo sencillo no siempre es lo mejor, enseñar historia a estudiantes que siguen yendo, en el caso de los que van, a la escuela con las panzas vacías y que por otro lado están expuestos a la impúdica glotonería y despilfarro de una clase de políticos y afortunados que se vanaglorian del gran crecimiento económico y la necesidad de la minería, cuando hay quienes no tienen agua potable, ni desagüe en sus casas, para quienes no saben lo que es la luz eléctrica y mucho menos tienen acceso a la Internet, pero si cuentan con una televisión que sólo propone basura ante los ojos.
Aquello es tan inocente e inútil como creer que el fenómeno de violencia de la delincuencia común de nuestros días se puede solucionar con un curso de religión (que ya existe) o ética en las escuelas del Perú. La imposición del modelo neoliberal en la década de los 90 hizo mutar la violencia política de los 80. Se prefirió proscribir el análisis económico, social y la discusión política en las escuelas y universidades, con el cuento que lo que se necesitaba era más matemática y más técnicos. Sin embargo, los problemas estructurales políticos, económicos y sociales, nunca se trataron con detenimiento o interés, mucho menos se intentaron solucionar con éxito. Por eso que cada año con las heladas en la sierra recibimos sin ruborizarnos la noticia que murieron tantos cientos de niños, no por el frío, sino por la pobreza.
La violencia política de la década de los 80, mutó y se transformó en destructores, injertos, marcas, malditos, raqueteros, pandillas, barras bravas y otros tantos especímenes de nuestra violenta fauna delincuencial. Esta violencia de la delincuencia común se convirtió en la nueva válvula de escape de los verdaderos problemas del país que, considero, no se van a solucionar con más capítulos de historia en los textos escolares, ni con más horas para el curso de religión.