El precio que pagamos por usar facebook

Categoría : General

Hoy el mundo funciona aceleradamente gracias al smartphone que tenemos en el bolsillo, al software que nos pusieron en el trabajo o a la velocidad del internet que hay en casa. Comunicación a través de vídeo llamadas o mensajería instantánea entre dos países remotos, terabytes de información recogida en libros electrónicos, revistas y hemerotecas dDPigitales. Blogs, webs, plataformas del gobierno digitales. Servicios bancarios que se usan por celular. Colecciones de películas estrenada o sin estrenarse y música de alta calidad on line. Films caseros, archivos de video vigilancia. Pornografía legal e ilegal. Cientos de millones de e-mails enviados al día por trabajo u ocio. Millones de datos, fotos, vídeos e información personal publicada a través de las redes sociales como facebook e Instagram, con el consentimiento de los involucrados o sin él. Así se podría ir describiendo la era digital, pero solo haremos hincapié en que afortunadamente todos estos productos y servicios informáticos son gratuitos.

¿Gratuitos? vale repensar esta respuesta. La lógica de mercado con la que trabaja Google, Microsoft, Samsung, Apple o Facebook, no es la de brindar un servicio asistencialista sin recibir contraprestación económica a cambio, sino que, como toda empresa, el resultado de cada una de sus innovaciones puestas a nuestro servicio es traducida para ellos sí o sí en dinero. Pero veamos, uno piensa y dice: hasta el día de hoy no he pagado ni un sol por usar Facebook, Gmail, whatsApp o Instagram. Entonces, ¿cómo que no es gratuito?

No es gratuito para los internautas porque existen múltiples empresas que suscriben contratos de publicidad con esos servicios informáticos masivos como facebook o google, con la finalidad de hacer aparecer sus anuncios comerciales o políticos en sus páginas web. Entonces, existe un pago que sale de la caja de los que buscan publicidad y va al bolsillo de quienes ofrecen la plataforma para hacer visible eso. Por eso el internauta queda al margen de la operación comercial.

Ahora en ese mecanismo no se percibe problema alguno. Se trata de contratar espacio publicitario y nada más. Sin embargo, existe otro mecanismo a la par que se viene utilizando para mejorar el direccionamiento o segmentación de la publicidad: el rastreo.

La explicación es simple: nuestros datos e información personal tiene un valor monetario en el mercado informático. Este es un mercado mundial, virtual e informal generado por la internet, básicamente con el nacimiento de la web 2.0 (2006 en adelante en Perú) cuando al internauta se le brindó progresivamente la posibilidad de no solo recibir información de la web, sino de interactuar, comentando, reeditando, informando, subiendo fotografías, audios, vídeos y cualquier tipo de datos o información personal o de terceros –a la par con los propietarios de las páginas web–. Recuérdese, sino, que en los primeros años de la década del dos mil no había posibilidad de comentar sobre la información ofrecida en páginas web, sino solamente de observar, leer o escuchar pasivamente lo que aparecía en ella. 

Aquí reside el quid del asunto: con la web 2.0 el subir información es un ejercicio habitual y, además, un acto abrumador. Esa información que el internauta entrega es el precio que se paga por el servicio “gratuito” de mensajería que ofrece whatsApp, por ejemplo. Las empresas guardan nuestra información, la tratan (compilan y segmentan) y nos crean –sin que nos enteremos o aceptándolo nosotros– un perfil de gustos y preferencias para venderlas a otras empresas que a la vez quieren saber qué nos gusta para así colocar su publicidad al borde derecho, inferior o superior de las web que visitamos. Por esto mi amigo Walter me comentó que un día, leyendo un artículo en la web de La República, dijo: “¡Que extraño, justo quería comprar este reloj que aparece aquí!, ojalá acepten pago electrónico”. No es magia, es un trabajo pensado y milimétricamente ejecutado por este mercado informático.

Es así como venimos cediendo nuestra información personal en contraprestación por el uso que hagamos de los servicios informáticos de twiter o google maps (por ejemplo). Lo lamentable es que, como vemos, muchos no tenemos la menor idea que este mercado funciona así y, entonces, nos preguntamos ¿cómo es que no se recibe información al respecto? Las leyes, ahora, obligan a que las páginas web informen al internauta sobre el uso de cookies (rastreadores de la información del internauta) o que soliciten el consentimiento de los usuarios al subir información como vídeos o fotografías, pero, en términos reales, muchas veces esto pasa desapercibido al ser tomado como algo irrelevante. 

El cambio en nuestro modo de vida ha sido tan reciente que la emoción de tener a internet como un juguete nuevo al que usamos y exploramos aún sigue latente y no nos ha dado espacio para soltarlo por un momento y reflexionar sobre si su utilidad acaso sólo sea aparente en algunos casos. Al menos las empresas de tecnología hacen lo suyo e innovan cada día con la finalidad que la conmoción social no se desvanezca como cualquier emoción pasajera, pero nosotros ¿acaso hacemos lo nuestro y reflexionamos al respecto?


Sin lugar a dudas internet es un medio al que, apriorísticamente, se le pueden reconocer múltiples e incuestionables bondades, pero también al que tendremos que acusar en unos veinte años cuando observemos a una sociedad carente de privacidad que desde el día de hoy estamos permitiendo se construya.

 


Derecho al olvido en Perú. Comentarios.

Categoría : General

Marco Sifuentes ha manifestado su rechazo a la aplicación del derecho al olvido en Perú. Antes de replicar su opinión, conviene situarnos en el tema. El derecho al olvido es en sí el poder que tienen los ciudadanos para exigir, bajo determinados supuestos, que sus datos personales (nombres, fotos, vídeos, números de celulares, direcciones, etcétera) sean borrados o impedidos de difundirse por internet.
Ahora, respecto a la opinión detractora de este derecho (ver en el link), concierne manifestar lo siguiente:
1. Google funciona automáticamente, pero realiza tratamiento de datos al almacenar la información de las páginas web en sus memorias caché cuando elabora sus índices. Por lo tanto, ya no solo es un puente entre usuarios y páginas web, sino que trata datos personales. En un caso similar, Yahoo, también como motor de búsqueda, no se opuso a que la consideren así cuando se lo denunció en Europa.
2. El derecho al olvido ha tenido especial relevancia en España y, en mayo del 2014 (con la Resolución C131-2012-TJUE) el Tribunal de Luxemburgo (Tribunal de la Unión Europea) confirmó que los motores de búsqueda si tratan datos personales, obligando a que cada país miembro de la UE aplique las leyes especiales para proteger los datos personales de sus ciudadanos, básicamente cuando no se trate de personajes o hechos de interés público.
3. Puede ser que el derecho al olvido se convierta en un mecanismo de censura por el ejecutivo (nadie debe ser taxativo en esto), pero eso dependerá del ejercicio del derecho que se haga. Por ejemplo, cuando en España se presentaron conflictos entre la libertad de expresión y el derecho al olvido, la Agencia Española de Protección de Datos AEPD no ordenó que se borre la información o noticias periodísticas, sino que se obligó a que páginas web borren solamente los nombres de los involucrados a quienes les afecta dicha publicidad (anonimiza). En otros casos, por ejemplo, el Diario español El País ha optado por una alternativa: el de actualizar la información a fin que no se borre, pero que se informe de hechos actuales, tal como lo ha instaurado como regla a través de su Libro de Estilo. Este equilibrio ha permitido conciliar de alguna manera ambos derechos para evitar un perjuicio en el honor, reputación, imagen, resocialización y el derecho a la verdad, libertad de expresión e información de los ciudadanos.
4. No puede decirse que, con la aplicación del derecho al olvido, de por sí habrá censura. Sobre ello téngase presente que el MINJUS, aunque pertenece al ejecutivo, no es instancia definitiva. La Autoridad Nacional de Protección de Datos Personales del Ministerio de Justicia constituye una instancia administrativa encargada de aplicar el derecho al olvido, pero esas resoluciones son susceptibles de ser impugnadas (apeladas) ante el Poder Judicial, que puede revertir dichas decisiones si las considera delirantes.
5. Finalmente, concedo toda la razón a Sifuentes cuando manifiesta que: “En un país en el que la justicia institucional ha demostrado ser, sino corrupta, por lo menos, ineficaz, el derecho al olvido es un contrasentido. A veces, la publicidad de un hecho es la única justicia real”. Sí, es cierto, la justicia en el Perú está cimentada sobre tierra movediza, pero el hecho de que unas instituciones tutelares de derechos no funcionen adecuadamente no debe ser argumento ni motivo para que los ciudadanos acepten que sus datos personales permanezcan visibles en internet a pesar les causen un perjuicio en su imagen, privacidad o proyecto de vida. Un ciudadano no tiene por qué pagar los platos rotos de la ineficiencia o corrupción del estado y quedar obligado a ver como su pasado queda plasmado eternamente en esa vitrina que es el internet.
El derecho al olvido tiene límites. Por ejemplo, no se acogen a él personajes públicos o hechos de interés público (y existen más prohibiciones). Por lo tanto, no se debe cuestionar que su reconocimiento en el Perú es un avance para nuestra sociedad que convive diariamente enfrascada en el internet y no sabe hasta dónde pueden llegar sus potenciales peligros.


BREAKING BAD, WALTER WHITE Y HEISENBERG

Categoría : General

Durante el verano del dosmiltrece, frente al televisor, abastecidos con gaseosas, doritos y a veces con cervezas enlatadas, analizábamos milimétricamente la vida de Walter White. Al terminar esos cincuenta minutos que duraba cada uno de los capítulos de la serie que protagonizó White, dialogábamos acerca de este tipo que vivió hasta los cincuenta años como lo haría cualquier ciudadano de a pie: adecuando moralmente sus actos a los parámetros que dicta el entorno en comunidad o, en términos sociológicos, colocando donde debía parte de su libertad para mantener una convivencia armoniosa. En lenguaje coloquial diríamos que vivía como cualquier vecino exige que lo hagas: aceptando sin murmuraciones el orden y destino impuesto y debiendo sonreír, a pesar de todo, como un buen cristiano.

Hasta sus cincuenta años, Walter era la muestra de un ciudadano que fuera del umbral de su ser se había conformado a aceptar esa vida sin riesgos y sin gloria que le tocó, pero que –dentro de sí mismo– era consciente de que esa enredadera de frustración económica y profesional que trepaba por sus entrañas a diario, empezaba a lastimar también a su familia. A pesar de ello, vivir así se volvió una costumbre para él, aunque un día apareció un punto de quiebre que le hizo desvestirse el alma: diagnosticado con un cáncer terminal, pensó en qué sería de su esposa e hijo cuando en cuestión de semanas él muera. En este escenario, Walter creó a Heisenberg como ese alter ego que rompió con cualquier escrúpulo o límite moral con tal de conseguir su objetivo de llenar urgentemente de dinero los bolsillos de su familia para cuando él ya no esté. De profesor de química a productor de anfetaminas, teóricamente, no hay distancia que los separe, pero moral y legalmente hay un delito condenable. Walter, sin otra opción aparente, optó por introducirse a ese mundo alegando la dialéctica y el amor al cambio que enseñaba a sus alumnos del colegio, del que además necesitaba en esos cortos días de vida que le quedaban.

Pensar en todo lo que se desencadenó para su vida en los posteriores meses, te lleva a un cuestionamiento íntimo sobre los valores y la moral del ser humano. ¿Justificarías matar a esas personas que también han matado inescrupulosamente? ¿Son los malos del día a día menos dignos de vivir entre los que respetan las normas? ¿Cometerías delitos con tal de asegurar el futuro de tu familia, al saberte condenado a morir en cuestión de meses? Al parecer, estas preguntas, desde el lugar en el que uno las lee sentado y cómodo tras la computadora, automáticamente traen respuestas de negación, pero créeme que al seguir la vida de Walter White –como todos los que vieron la serie– llegas a aplaudir las maldades que se cometen contra los injustos, renegar por la victoria de los buenos y ponerte nostálgico por aquellas rupturas emocionales con la familia, los amigos y tu propia existencia.

En síntesis, ese Walter White en esta vida que llevamos podemos ser todos y es por eso que uno llora anticipadamente para que –a la vez– el destino nunca te obligue a ser como él.


Suscribirse por correo

Completamente libre de spam, retírate en cualquier momento.