Los filósofos de Hitler
Categoría : General
En cuantas conversaciones –sobre todo ante esta inmoral realidad política en que nos encontramos– resurge como posibilidad la idea platónica de poner en manos de los filósofos el arte de gobernar. Uno toma esa idea (entiéndase en su actual dimensión: los “más preparados”) porque las virtudes de aquellos los tiene exentos o alejados de las pasiones o corrupciones mundanas y su convicción, más bien, es la de conducirnos a la verdad o bienestar.
No obstante, esa tesis está en un grado que por lo menos permite ponerla en discusión al juzgarse el papel que asumieron pensadores, filósofos e intelectuales durante la dictadura de Aldolf Hitler en Alemania.
Para ello, resulta ser un valioso material el libro Los filósofos de Hitler, de la profesora oxfordiana Yvonne Sherratt (el de la foto), quien ha puesto en evidencia de cómo y hasta qué punto se implicó la filosofía en el más grande genocidio de toda la historia.
El libro se puede dividir en tres partes: la referencia a los filósofos, pensadores e intelectuales que sirvieron involuntaria o voluntariamente al nazismo, seguidamente a aquellos que se resistieron al nazismo y, por último, se hace un retrato de la actitud que asumieron todos ellos luego del juicio de Núremberg.
Para entrar un poco en detalle, entre los filósofos que habrían servido al nazismo, la autora consideró a Kant, Hegel, Nietzsche, Schopenhauer y Darwin. Sin embargo, hay que asumir con pinzas el asunto, puesto que en el caso de Kant, por ejemplo, si bien éste no catalogó al judaísmo como una religión (porque la racionalidad era la base de la moral y a aquellos tenían una creencia primitiva), jamás habría ideado promover su exterminio; aun así, como menciona la autora, lo cierto es que aquella referencia kantiana fue asumida a propósito por Hitler para fortalecer y justificar su delirio antisemita.
Por otro lado, en el libro se aduce que Hitler también asumió la tesis de los darwinistas sociales, para quienes las leyes de la naturaleza y de la sociedad era idénticas y, por ende, estaba justificada la guerra seleccionaría e higiene racial que implicaba el exterminio de los judíos. Es interesante el dato que el propio Darwin les dijo a los darwinistas sociales que la política social no debería dejarse guiar por los conceptos de lucha por la supervivencia y la selección natural y que, más bien, la simpatía y compasión deben hacerse extensivas a todas las razas y naciones. Así, a pesar que el propio Darwin deslegitimó a los darwinistas sociales, bien apunta la autora que esas ideas sirvieron de insumo para que Hitler justifique ante su nación su propósito antisemita.
En el libro se puede conocer que en igual sentido fueron asumidas por Hitler retazos de ideas de Hegel o Nietzsche.
Es importante, sin embargo, considerar que estos pensadores, filósofos e intelectuales mencionados no pueden ser asumidos directamente como influencia de Hitler. Su pensamiento fue escrito en otro contexto, sin saber que un cabo del ejército haría con ellas una amalgama para justificar un genocidio judío. En tal sentido, si bien en el libro existe una referencia directa a filósofos e intelectuales que vivieron antes del surgimiento del nazismo: Kant, Hegel, Nietzsche, Schopenhauer o Darwin, se debe comprender que éstos no idearon un exterminio basado en la superioridad racial, sino que, como menciona la autora, Hitler era un “genial coctelero” que, dejando libros a medias y sin siquiera haber comprendido el pensamiento de aquellos, cosía ideas sueltas para reforzar sus prejuicios e intereses.
La historia, sin embargo, es distinta cuando se retrata a Carl Schmitt –redactor de la Constitución legal de Hitler– o Martin Heidegger, considerado uno de los grandes filósofos del siglo XX. Ambos, desde su tribuna, legitimaron legal y académicamente al nazismo y ocuparon grandes cargos en el régimen. Sin embargo, cuando éste cayó, al procesarlos brindaron una serie de justificaciones que, aparentemente, los dejaron como unos oportunistas. Su castigo fue efímero para la justicia penal y tibio dentro de la academia (ambos terminaron su vida laureados por sus contribuciones al derecho y filosofía, respectivamente). Estos hechos, indudablemente, dan cabida para entrar nuevamente en el constante debate de si la obra debe desligarse del autor. Aquí se tiene una evidencia de la no desvinculación. La autora es crítica sobre este punto.
Por otro lado, en la segunda parte del libro se retrata la participación que tuvieron los filósofos que se vieron perseguidos por el régimen nazi. Entre ellos se encuentran Husserl, Walter Benjamin, Hannah Arendt o Theodor Adorno. Todos ellos fueron perseguidos por ser judíos. Su vida, durante el régimen, estuvo guiada por resistir con ideas al nazismo.
Personalmente, considero que, entre estos filósofos, es trascendental la participación de Kurt Huber, pues éste no era judío, sino alemán, pero no aceptó “adoctrinar” en la Universidad a sus alumnos. Una vez echado de ella, empezó a realizar una actividad proselitista al unirse a la Rosa Blanca (grupo de universitarios pacifistas) y escribir cartas públicas contra el régimen promoviendo la resistencia pacífica. No obstante, en 1943 fue descubierto y condenado a la horca.
La tercera parte del libro está dedicada a poner en evidencia qué sucedió con los filósofos al caer el régimen. En general, el ideólogo que fue condenado a la horca en los juicios de Núremberg fue Alfreed Rosenberg, autor del libro El mito del siglo xx y adoctrinador de primera línea de Hitler. Sin embargo, los demás pensadores y filósofos fueron separados por su participación en una de estas cuatro categorías: mayor, activista, implicado menor o acompañante. La autora refiere que casi todos recibieron penas leves y pocos fueron expulsados de las Universidades. En general hubo indulgencia, como se explicó en el caso de Carl Schmitt o Martin Heidegger.
En conclusión, estamos ante un libro sólido en las referencias para tomarse como invaluable para conocer la vinculación que existió entre filósofos, intelectuales o pensadores y el mayor genocidio de la historia. Es importante, sin embargo, que no se caiga en el facilismo de acusar a aquellos filósofos que, en su contexto y sin haber participado en el régimen Nazi, fueron arbitrariamente tomados por Hitler para justificar sus ideas antisemitas. Esto podría ser materia de otro análisis minucioso sobre el real alcance de la obra de aquellos, puesto que en este libro de Sherratt se los ha referenciado porque sus nombres e “ideas sueltas” fueron infortunadamente pronunciados o escritos por Hitler.
Finalmente, al iniciar esta reseña, se puso en relieve la idea platónica de ceder el gobierno a los filósofos. A partir de este retrato que nos ha brindado la experiencia nazi, se puede advertir que, a pesar de todo, dentro de todos los filósofos y pensadores que sucumbieron al poder, estuvo Kurt Huber. Él, sin ser judío, se resistió a apoyar el régimen nazi y fue echado de la Universidad dejando de lado la posibilidad automática de ascender en su carrera. Por el contrario, asumió un activismo a través de la Rosa Blanca por la pacificación alemana y, a cambio, se lo llevó a la guillotina.
Ese es el ejemplo del pensador crítico. Del filósofo que debe anteponer su razón ante el endormecimiento masivo o el seguimiento emocional y, punto seguido, saber guiar a los demás. Los filósofos son una necesidad para poner los reflectores ante la oscuridad y encontrar los valores mínimos que permitan tener un régimen político sano. Esos filósofos (entiéndase en su actual dimensión a los “más preparados”) en las sociedades actuales son a los que se les debe abrir el camino para que participen del gobierno y el deber de los ciudadanos es que estemos abiertos al sano debate para distinguir a los Huber de los Rosenberg.