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¿Cual propina?

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Cuando tenía cinco años, al terminar de comer en un restaurante con mi familia, pude constatar que mi padre, luego de pagar la cuenta, había dejado varias monedas sobre la mesa. Me sorprendí bastante pues el mencionado es bastante diligente cuando de dinero se trata, por lo que lo requerí haciéndole notar su “olvido”. Sonriendo mientras se dirigía a la puerta de salida, me dijo:
-Es la propina del mesero
Aquella vez, y aun hoy me pregunto: ¿Por qué si ya se pagó por el consumo hay que pagar algo extra a quien nos atendió?
Si bien en muchos países existe regulación respecto de las propinas (1), en el nuestro, su otorgamiento continúa siendo voluntario, siendo que se trata de una costumbre bastante arraigada que, al igual que muchas otras, no son cuestionadas.
La razón fundamental para brindar propina sería la buena atención recibida; apreciación que tiene como base la ausencia de conciencia de lo que merecemos como consumidores. El buen trato es inherente a la relación de consumo y así lo ha reconocido de forma explícita e implícita el Código de Protección y Defensa del Consumidor; empero esto aún no se encuentra interiorizado tanto por los consumidores como por los proveedores.
Por tanto, más allá de la buena atención que podamos recibir ¿Por qué pagar por un servicio implícito? Señalamos que se trata de uno implícito pues se encuentra dentro de la relación de consumo entablada con el proveedor quien podría- en base a criterios de eficiencia-prescindir de aquel (2) Así, al acudir a un restaurante clásico, aunque suene a perogrullada decirlo, el consumidor busca ingerir alimentos a cambio de una determinada contraprestación económica. Para el solo existe un producto: la comida a degustar. Por otra parte, para el empleador o para quien administra el establecimiento comercial, existen dos actividades diferenciadas: la preparación y el expendio de comida. Ergo, el acto de brindar propina al empleado (la cual puede variar significativamente conforme al establecimiento al cual acudamos) equivale a subrogarnos en el papel del empleador y asumir un pago que no nos corresponde.
No se trata aquí de egoísmo, mezquindad o falta de empatía, pues en casos similares ¿acaso otorgamos propina a quien nos vende un artefacto electrónico? ¿ a quién nos vende un sillón? ¿a quién nos vende un auto?
En consecuencia, dar una basándonos en el buen trato, equivale a pagar por recibirlo, desconociendo de esta forma los derechos que nos corresponden como consumidores
Así lo entendió mi padre, con quien fuimos a comer la semana pasada a un restaurante vegetariano, donde la sabrosa comida no se condijo con un correcto comportamiento de quien nos atendió, pues al retirarnos y al verificar la ausencia de propina, alcanzó a decir a regañadientes: “Tacaño del diablo”
Ante ello, con la sonrisa que lo caracteriza, mi progenitor solicitó amablemente el libro de reclamaciones donde colocó: El mesero exige dinero extra al precio acordado.

(1) Lo cual en principio sería inconstitucional pues la propina es un acto de liberalidad que no podría ser regulado.
(2) Ejemplo de ello son los autoservicios.

Sistema semáforo de etiquetado para alimentos procesados

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El primer artículo de la Constitución Política peruana señala que la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y el Estado mientras que el Código de Protección y Defensa del consumidor, adopta el principio pro consumidor, léase que en cualquier campo de su actuación, el Estado ejerce una acción tuitiva a su favor.
En base a lo señalado, debería existir un sistema sencillo y accesible para que el consumidor pueda informarse adecuada y suficientemente sobre el producto o servicio con el cual va a contratar.
Supongamos que nos contactamos con un médico para la realización de una operación a los riñones. En este caso, averiguaremos sus antecedentes, su experiencia, su fama, en síntesis, todos los datos significativos que nos permitan tomar una idónea decisión en una esfera tan importante como es la salud.
Pero quizá esta operación renal- un servicio jurídicamente hablando- pudo haberse evitado si es que nos hubiéramos alimentado correctamente.
Cada día nos enfrentamos a una serie de productos que decidirán nuestro destino y respecto de los cuales tenemos una información mínima; por ejemplo si revisamos los ingredientes de muchos alimentos procesados nos encontraremos, en la mayoría de los casos, en la absoluta ignorancia. Así, componentes como glutamano monosodico, tartrazina, aspartame, ácido fosfórico, entre otros, ingresan a nuestro organismo sin poder prever las consecuencias que acarrearán.
Contra ello, existe un sistema que ha sido adoptado en el Reino Unido en 2013 y en Ecuador en 2014: el semáforo nutricional, el cual consiste en colocar en el etiquetado de un producto alimenticio el color rojo cuando tenga una excesiva cantidad de un nutriente, el naranja cuando tenga una cantidad media y el verde cuando tenga bajo contenido.
En los hechos, el sistema semáforo nos permitirá tomar conciencia de forma directa de la cantidad de azúcar, grasa, grasa saturada, sal y calorías que posee la caja de cereales que compramos para nuestros hijos. Si notamos que el color rojo aparece la mayoría de las veces ya sabremos qué decisión tomar.
Es evidente que una propuesta de este tipo será muy resistida por las corporaciones y sus lobbies; sin embargo deberán primar los preceptos legales ya señalados a fin de lograr una cabal protección al consumidor, quien al tomar conciencia de lo nocivos que pueden ser muchos alimentos procesados, podrá ahorrarse, en un mediano y largo plazo, el costo de contratar un servicio médico a causa de alguna enfermedad desarrollada justamente a causa de aquellos.