El alma perdida

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El alma perdida

Es bien sabido que allá el en Tirol, en Austria, es común entre las gentes gritar y jugar con el eco que producen las montañas.

Bueno, esta es la historia del Alma Perdida, que anda por las noches en las alturas de Pozuzo.

Vivía hace mucho tiempo allá en Austria, en la pequeña ciudad de Silz, un viejo señor que, apenado por el viaje de toda su familia al Perú en tiempos de la inmigración austro alemana a la selva, a fines del siglo XIX, decidió embarcarse en un navío con la firme intención de encontrar a sus seres queridos.

Su objetivo era ingresar al Brasil por el río Amazonas y, remontando su curso, llegar al Perú, donde sabía que se encontraban sus paisanos, en una colonia situada en algún lugar del Mayro.

Como marino que era, conocía todo el viaje a través del océano Atlántico. Hubiera querido viajar con su familia, pero el límite de edad se lo impedía, pues contaba entonces más de 55 años.

Conocedor de la Geografía, sabía que era sumamente arriesgado ingresar a la selva amazónica, inhóspita y desconocida en esos tiempos –y aún ahora-, por la presencia de otorongos, pumas, víboras, caimanes; además de las salvajes y temibles tribus desconocidas aún para el mundo civilizado de aquellos remotos tiempos.

Partiendo de la ciudad de Génova, Italia, con rumbo a las Américas -emulando al gran Colón-, y luego de una interminable travesía marítima, se interna sin rumbo conocido en las aguas del río más caudaloso del mundo.

De esta manera, aquél bravo hombre con nervios de acero y una enorme carga a las espaldas, inicia su odisea amazónica.

Luego de muchos meses de viaje, habiendo escapado de innumerables peligros, comiendo frutas silvestres, peces y aquellos platanitos que crecen en todas las playas de los ríos amazónicos, llegó al fin a las pampas de Sacramento.

Supo entonces que tras esos enormes cerros se encontraban sus amigos y parientes tiroleses que hacía ya diez años habrían llegado al lugar. No supo que muchos de ellos habían perecido en el camino, ni que el lugar estipulado en el contrato firmado por el barón Schutz –el cual había alcanzado a leer y recordaba vagamente- no era el mismo en el que finalmente se asentaron los inmigrantes.

Según sus cálculos, aquél lugar que aparecía borroso en su mente, debía estar justo detrás de las montañas que tenía frente a sí. Su corazón y su imaginación se lo decían: ¡Tras estos cerros me esperan los míos! Y decidió atravesarlos sin saber lo que le costaría llevar a cabo semejante decisión.

Como un titán comenzó a subir por el ahora conocido camino de Ispahuacaso, pasando por el río Ángeles, el Mirador y el camino Seso, donde encontró indicios de tránsito de gente, no mucho tiempo antes de su llegada. Supuso que se trataba de sus paisanos, pues creía ver ramas cortadas con machetes europeos y no podía tratarse sino de un grupo de tiroleses abriéndose camino por la selva. Parecía estar cada vez más cerca de su destino.

Ese destino que según algunos está escrito desde mucho tiempo antes del nacimiento, también para este intrépido hombre estaba ya determinado.

Siguiendo la interminable y zigzagueante huella que por momentos parecía desaparecer a su vista, iba sintiendo sus fuerzas acabarse, como si el final de su vida se acercara. De pronto, no pudo más y, quitando el musgo a una grande y obscura piedra, se recostó mirando al cielo, tiró sus documentos personales en medio del camino, y expiró dando un largo grito al estilo tirolés:

¡Yuuujujuiiiiiii!

Algunas semanas después, unos colonos que pasaban por el lugar, encontraron el cuerpo y, viendo los documentos regados por el suelo, supieron que se trataba de un tirolés de nombre José Francisco Tscheider.

Dispusieron su entierro cerca del lugar donde lo encontraron, a un lado del camino, y llamaron al sitio Panteón Alemán, en memoria de este valiente hombre, que no dudó en cruzar el mundo y dar hasta el último segundo de su vida para estar otra vez cerca de sus seres queridos.

Dicen algunos que su espíritu sigue deambulando por los cerros de Pozuzo, pues en las noches de luna llena, en verano, puede oírse un ulular muy triste y lejano, como si el viejo tirolés siguiera llamando a los suyos:

¡Yuuuuujujuiiiii!

Quienes salen en esta época a caminar por los cerros, con suerte pueden ver al Alma Perdida, un ave de plumaje gris que suele pararse sobre una cutupa , y mirando al cielo produce un melancólico ulular, como si llamara a alguien en el más allá.

Dicen los viejos que esta ave no es sino el alma de aquel hombre perdido en el bosque, que a los suyos sigue buscando aun después de la muerte.

Escrito un Viernes Santo de 2008, por Andrés Egg Gstir

Edición: Luis Eduardo Coca González

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* Tronco quebrado y seco

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3 pensamientos en “El alma perdida

  1. Anónimo

    ¡Gran relato! 🙂 me gustó.
    Por otra parte… me pregunto de dónde será don Andrés Egg xD porque si es bien sabida esa costumbre de los tiroleses aquí en lima, supongo que soy un gran ignorante xD. No se especifica dónde es bien sabido. xD Sin embargo me pareció muy buen relato corto.

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  2. Luis Coca

    <b>LUIS DICE:</b> Don Andres Egg es de Pozuzo, y, por supuesto, conoce las costumbres tirolesas, asi que para el y todos sus aisanos, es bien sabido … Busca en Google o Wikipedia la palabra yodel.

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