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CAUDILLLOS

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Seminario de Historia de América (2003-I)

Profesora: Cristina Ana Mazzeo

Alumno: Hugo Pereyra Plasencia

Asunto: Cuestionario sobre el tema Liberalismo/antiliberalismo, federalismo/unitarismo, regionalismo/centralismo, con énfasis en los casos del Río de la Plata y México en la primera mitad del siglo XIX

1) ¿Qué diferencia hace José Luis Romero entre el pensamiento político liberal y el antiliberal?

Para Romero, el pensamiento liberal hunde sus raíces en las ideas francesas iluministas del siglo XVIII, vale decir en la concepción de un orden político republicano basado en las libertades inalienables del individuo. En términos generales, es un pensamiento que aparece asociado a las burguesías (o proto burguesías) ascendentes.

En la orilla opuesta, y a grandes rasgos, un pensamiento político antiliberal fue invocado y utilizado por los grupos señoriales de América hispánica, con un tono casi uniformemente extremista y fanático. Para estos grupos el liberalismo era “ateísmo, caos, desenfreno […]; signo del regicidio y del terror; de la insolencia de las clases populares en ascenso así como de la anarquía y la crisis económica”

La anterior es una representación esquemática que tuvo, en la práctica, muchos matices.

La configuración de estos matices, tanto en la visión liberal como en la antiliberal, tuvo una relación directa con el resultado que produjo el choque entre el pensamiento propiamente dicho y las realidades sociales y económicas. La realidad hizo que muchos liberales extremistas de la primera hora atemperaran sus posiciones iniciales, ya sea para consolidar los objetivos políticos alcanzados (o sus propias posiciones individuales), o también para contener amenazantes tensiones sociales, desatadas por las independencias en el seno de las clases populares y de nuevos grupos sociales. De otro lado, la derecha antiliberal buscó, en todos los casos, detener, o al menos frenar, el proceso de cambios.

En un pasaje poco destacado de su texto, Romero habla del “antes inflamado republicano” Bernardo Monteagudo que terminó colaborando con San Martín en el Perú en la formulación de un proyecto monárquico. En lo que fue un caso muy generalizado en la historia de las revoluciones hispanoamericanas, Monteagudo pasó de radical cuasi jacobino a posiciones moderadas que buscaban un mínimo principio de orden. Confrontado con la realidad, el liberalismo se derechizó. Los casos de Monteagudo y de San Martín grafican la primera gran vertiente de este pensamiento político de la derecha liberal: el pensamiento monárquico liberal. Romero ubica aquí no sólo el monarquismo de San Martín y de los liberales del Río de la Plata, sino también el Imperio Mexicano de Iturbide y la monarquía constitucional brasileña. Con relación al caso mexicano, testimonios de la época señalan que Iturbide hubo de pagar tributo a las costumbres formadas en trescientos años, las opiniones establecidas, los intereses creados y el respeto que infundía el nombre y la autoridad del monarca, conservando una forma de gobierno (en palabras del contemporáneo Lucas Alamán) “a que la nación estaba acostumbrada”. Con relación al caso del Brasil, el propio emperador llegó a expresar en 1823 que el sistema monárquico constitucional era el único que se debía adoptar “en un gran Estado […] cuya gran extensión quedaría expuesta a formidables convulsiones si no tuviese en la institución monárquica un centro de garantía que afianzase su seguridad”. Cabe observar que, en cierto momento, el pensamiento monárquico liberal llegó incluso a seducir al mismo Bolívar.

La segunda gran vertiente del pensamiento político de la derecha liberal fue el pensamiento republicano autoritario. Esta corriente caracterizó a los partidarios del orden que conservaban, no obstante, un resabio de rechazo liberal a la posibilidad de enajenar la soberanía en beneficio de una organización monárquica. El modelo de estado republicano autoritario fue la constitución boliviana de 1826, inspirada por Simón Bolívar: senado hereditario, poder ejecutivo vitalicio. Este modelo de poder constitucional fuerte, efímero en su aplicación concreta, inspiró posteriormente a experiencias que alguna vez fueron llamadas impropiamente dictatoriales, tales como el régimen de Ramón Castilla en el Perú. No obstante, el más notable y duradero caso de republicanismo autoritario fue diseñado por la aristocracia chilena y, específicamente, por la acción política de Diego Portales, ese “gran revolucionario de los hechos”. En este esquema coexistían un poderoso autoritarismo presidencialista con un agudo pragmatismo. Elementos claves fueron la ausencia de presiones ideológicas, un estado fuerte (que a todos afectaba y que —creemos— probablemente terminó inspirando el lema “por la razón o por la fuerza”), la apuesta por la economía abierta y el libre comercio, y (elemento éste último que no es citado por Romero) una lúcida conciencia de los intereses geopolíticos de la nación chilena. Si los modelos se miden por su durabilidad y por sus buenos resultados, esta alternativa pareció ser, en perspectiva secular, la opción mejor concebida (facilitada, es cierto, por la pequeñez del país y por su relativa homogeneidad racial).

Si bien los rasgos generales de la derecha antiliberal ya han sido esbozados líneas arriba, Romero menciona tres casos de “singular significación”. En el Paraguay de tiempos del doctor Francia y de Francisco Solano López, Romero comenta que, sólo en un caso, el primero de los citados no fue un ultramontano conservador: en su enfrentamiento con la Iglesia, a la que siempre buscó someter al control del Estado. Adherido al pensamiento tradicional español previo a la Independencia, Francia caracterizó su régimen por el autoritarismo y por la centralización. También defendió un etnocentrismo feroz que destacaba la peculiaridad paraguaya, herencia arcaica de los viejos conquistadores y —según Romero— “antecedente de los nacionalismos latinoamericanos”. De otro lado, Francisco Solano López se aproximó a un pensamiento monárquico, aunque de ninguna manera constitucional (al estilo brasileño), sino absoluto y apoyado en una vigorosa fuerza militar.

El segundo caso que cita Romero es el de la Argentina en la época de Rosas. Como Francia, el tirano bonaerense tuvo una auténtica obsesión por preservar el orden de la vieja sociedad de la era pre-revolucionaria. La peculiaridad de Rosas parece haber residido en un enfoque pragmático de la política que lo llevó a sostener que “la fijación del orden nacional era prematura ya que no se había alcanzado un orden de las distintas regiones y provincias”. Rosas fue expresión de las tradiciones sociales de los estancieros que, por entonces, hacían grandes ganancias exportando cueros y carne salada. Asumiendo el punto de vista de Sarmiento (sin mayor crítica), Romero hace suya la expresión de que Rosas gobernó al país como a una estancia.

Finalmente, en el Ecuador de la época de García Moreno, describe un modelo semejante a los anteriores en términos de autoritarismo policial, pero diferente en el estímulo de ciertas formas de desarrollo económico moderno. No obstante, eran una “civilización” y un “progreso” que no suponían un régimen de libertades públicas, una modificación de la estructura agraria tradicional, ni una relación moderna con el poder de la Iglesia

2) Describa los distintos mecanismos a través de los cuales México consolidó el regionalismo en oposición al centralismo

Aspectos generales

La configuración de “entidades federativas” (estatales) estables y organizadas a partir de la Independencia, como un balance (e incluso oposición) al centralismo de raíz colonial de la antigua capital virreinal, fue la expresión política de la afirmación de un “regionalismo” en México. Se trató de una configuración de estados regionales que reconoce su origen en transformaciones que tuvieron lugar en la dimensión celular de los citados estados, vale decir, en la transformación de los pueblos coloniales en municipios basados en el principio liberal de la elección de autoridades. En esta transformación, las antiguas autoridades y prácticas políticas heredadas de la colonia se entrelazaron con las nuevas libertades garantizadas por las constituciones de 1812, 1814 y 1824. Alicia Hernández señala que “la fuerza que cobra el ayuntamiento-municipio como centro de identidad de sus pobladores fue posible precisamente porque no representó una ruptura o destrucción del gobierno consuetudinario [de derecho ancestral, basado en la costumbre]” (p.35).

Visto en perspectiva, desde la Independencia hasta el momento inmediatamente anterior a la promulgación de la constitución liberal de 1857, este desarrollo, donde se aprecia como grandes protagonistas a los estados federales del interior, tuvo como “gran novedad […] la capacidad de cada territorio, provincia o estado de México de impedir la anarquía política y la suspensión de la colaboración social […] la transformación histórica no fue ni caótica ni anárquica. En efecto, la gobernabilidad de los estados fue regulada a partir de una ciudadanía y un cuerpo de notables responsables, con gran capacidad para organizar y administrar ayuntamientos, distritos y estados. El resultado fue que a lo largo de un gobierno local de fuerte sesgo confederal se moldeó y conformó una cultura política que preparó el terreno para la revolución liberal y el tránsito efectivo de una fuerte representación territorial a la República Federal mexicana, claramente definida por primera vez en la Constitución de 1857” (p.45).

No obstante, el regionalismo mexicano (sustentado en los estados y en la organización celular que estaba detrás de cada uno de ellos), si bien preparó el camino para el desarrollo de una tradición política moderna y propia, tuvo una consecuencia negativa: la debilidad del gobierno nacional para hacer frente a las amenazas extranjeras. El desarrollo más dramático tuvo lugar cuando los norteamericanos ocuparon el país y cercenaron un tercio del territorio nacional. Según Zoraida Vázquez, ni federalistas ni centralistas pudieron encontrar la fórmula para imponer su autoridad sobre el territorio: “La desarticulación entre el gobierno nacional y los estatales o departamentales persistió durante el período, sin importar el sistema de gobierno y sólo se moderó después de la invasión norteamericana” (p.46). Vázquez también habla de la influencia de las elites de los estados, que favorecieron casi siempre gobiernos centrales débiles. Hernández es más explícita: comentando el entorno mexicano hacia la promulgación de la Constitución de 1824 señaló que la “fuerza de las elites locales se derivó, en buena medida, de su vinculación con bases populares en sus pueblos. Ambas comprendieron, a su vez, que su fuerza dependía de sus sólidas autonomías, las cuales les garantizaban mayor independencia de la elite política y económica de la ciudad de México” (pp. 30 y s.)

Según Hernández, la afirmación de las identidades de las regiones apuntó, en el tiempo que corre desde fines de la Independencia hasta la revolución liberal, hacia una laxa organización de tipo confederal: “…la región y el estado se configuran como una realidad no sólo geográfica sino también de comportamiento, de identidad. Esta dimensión de los municipios y de los estados es la que impidió que el espacio mexicano fuera concebido como único, como una nación, y fuera en cambio concebido como asociación de regiones-estados, es decir, como una confederación” (p.38)

Apreciación de detalle sobre la génesis del fortalecimiento de los estados en México

El proceso que condujo a la aparición de una cultura política republicana propiamente mexicana con la organización liberal de mediados del siglo XIX, se inició, según Hernández, en las postrimerías de la era colonial, con la gradual erosión del modelo estamental, como consecuencia del crecimiento de la población mestiza hacia una sociedad multiétnica, y por medio del proceso de crecimiento de la economía, que fue mucho más allá de la simple extensión de las haciendas. Se trató de un contexto caracterizado por una mayor demanda de bienes agrícolas y manufactureros, y por una mayor mercantilización regional e interregional. Sobre este proceso socioeconómico inédito en México comenzaron a ser impuestas las reformas borbónicas que “trataron por primera vez en la historia de México de centralizar política y administrativamente el país” (p.19).

La invasión napoleónica de España en 1808, la crisis de la monarquía y, sobre todo, la difusión de la Constitución liberal de Cádiz, abrieron las puertas para la transformación de los pueblos en municipios, de los súbditos en ciudadanos, y para la aparición de una clase política (muchas veces sustitutiva de los antiguos cacicazgos) cuya acción se fundamentaba en el principio republicano de la electividad. “El voto era el reflejo de una nueva forma de organización política que engarzó el poder municipal con el estatal y éste con el federal, rompiendo gradualmente la sociedad aún organizada por cuerpos […] A partir del ayuntamiento se hace política efectiva y se organizan los vecinos, los ciudadanos, y por ellos es la célula básica [destacado nuestro] que garantiza un mínimo de gobernabilidad del país”. En general, el impacto local de la Constitución de Cádiz fue notable: entre 1812 y 1814 se organizaron casi 900 ayuntamientos constitucionales. De hecho, su impacto como vía pacífica de reforma contribuyó a restar fuerzas a los movimientos revolucionarios de la época. La herencia gaditana se fundió con una vieja tradición de autogobierno, basada en el derecho consuetudinario colonial y, posteriormente, con innovaciones del pensamiento liberal mexicano.

Resumiendo la mayor parte de los elementos anteriores, ha dicho Hernández: “…podemos decir que la trama social se tejió a partir de los pueblos que eran los nudos de una malla que mantuvo a las distintas regiones del país unidas después de la Independencia y que convergían en sus cabeceras y finalmente en la capital de su entidad federativa. Las mantuvo unidas porque los municipios y alcaldías auxiliares no fueron solamente los nudos de una organización política sino también los nudos de una organización social que a través de lazos de parentesco, compadrazgo, tratos de negocios, intercambio comercial, etcétera, que alentó el entendimiento entre los notables de las diferentes localidades de la misma región. La conformación de los estados de la Federación encontró así su fundamento político y social en los municipios, los cuales asumían la característica, una vez establecida la República federal de 1824, de ser el mecanismo esencial para la elección de los representantes en el Congreso de la Unión, del presidente de la República y de la Suprema Corte de Justicia” (pp. 29 y s.)

El tema de la viabilidad de las entidades estatales estuvo siempre presente. En México, no obstante, los estados conservaron el disfrute del impuesto de la alcabala (el impuesto sobre el comercio interior).

Observaciones críticas

Así como Zoraida Vázquez señala que los enfoques históricos del pasado destacaron demasiado la “dictadura” de Santa Anna y el “caos” de México en la primera mitad del siglo XIX a partir de la Independencia, así también podemos señalar que la nueva historiografía mexicana enfatiza desmesuradamente, e incluso con tonos demasiado idílicos, el desarrollo, durante el siglo XIX, de una tradición política sofisticada y avanzada.

Entendemos que uno de los objetivos de este curso es el de procurar entender situaciones del presente a la luz del pasado. A juzgar por el escaso civismo del pueblo mexicano de hoy, así como por la casi estructural y desmesurada utilización de mecanismos políticos negativos como la corrupción y la violencia política, resulta difícil ubicar como antecedentes del presente a los desarrollos políticos decimonónicos descritos por Hernández. Una de dos: a) o se trata de un caso de dulcificación intencional del pasado (tan en la línea de cierta historiografía latinoamericana colaboradora con el poder), o b) del retrato de una tradición política mexicana de corte liberal moderna y muy adecuada a la realidad del país, que terminó siendo barrida posteriormente por el autoritarismo de Porfirio Díaz o, quizá más probablemente, por el nefasto corporativismo del PRI ya en el siglo XX. Desde un punto de vista más benévolo (aunque quizá con mayor poder explicativo) es probable que los trabajos de Hernández y de Vázquez se inscriban dentro de una corriente historiográfica muy recientemente influida por el ambiente político mexicano posterior a la firma del Tratado de Libre Comercio con los EEUU, a partir del gobierno del presidente Salinas de Gortari, donde este último país ya no aparece como adversario, sino como socio, y hasta como modelo, de México. Desde esta perspectiva, y como los EEUU, México también busca las raíces de su actual modernidad en avanzados desarrollos constitucionales y cívicos, algunos de ellos muy remotos, basados en la afirmación de las libertades individuales. Esta orientación explicaría, entre otras cosas, la virtual desaparición de la influencia de Santa Anna en muchos de los textos que hablan de la historia mexicana durante la primera mitad del siglo XIX, así como la milagrosa volatilización del caos político que debió existir en ese tiempo, para ser sustituido, ideológicamente, por el fresco histórico de un ejemplar y asombrosamente temprano proceso de maduración política, sólo comparable en Hispanoamérica al caso chileno.

3) ¿Cómo se resuelve el caso de la federación argentina?

El texto de Chiaramonte El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX busca criticar tres lugares comunes de la historia argentina que tienen una relación directa con la pregunta planteada:

a) Las “provincias argentinas” de la época de Rosas formaron parte de una nación pre-existente.

b) La aparición del federalismo nacional argentino de 1853 fue producto de la previa política de pactos entre esas “provincias”

c) El predominio del Buenos Aires de Rosas sobre las “provincias” fue una forma del proceso de unificación nacional.

Con relación al punto a) Chiaramonte destaca con lucidez que las “provincias” del tiempo de Rosas fueron, en realidad, estados independientes unidos por una débil forma confederal que más bien se parecía a una alianza (Buenos Aires dominaba por el terror, hacía de árbitro oficioso en los conflictos “interprovinciales” y se ocupaba —con ciertos altibajos— de las relaciones exteriores del conjunto). El autor hace un fino análisis semántico que devela esta mala utilización del término: las provincias del tiempo colonial eran parte del virreinato, mientras que las “provincias” de la época de Rosas mantenían relaciones diplomáticas —propias de estados independientes— con sus similares del área rioplatense. Tampoco eran “argentinas”, pues este término se usaba para designar únicamente a Buenos Aires.

El lugar común b) tiene su origen en una interpretación “unilateralmente jurídica” (desapegada de la realidad política) del texto constitucional de 1854: “Por el contrario, la negación [destacado nuestro] de lo que se expresaba en la política de pactos hizo posible el Estado federal argentino nacido en 1853”. En efecto, los “pactos” fueron realizados entre estados soberanos independientes llamados arbitrariamente “provincias”.

Frente al punto c) Chiaramonte afirma que no hubo proceso de unificación nacional bajo el régimen de Rosas, sino precisamente lo que suele ocurrir con las confederaciones de estados independientes: el estado más fuerte trata de someter a los demás. Se trató de un predominio bonaerense y de un sometimiento por miedo, pero no de la forja de una organización nacional, que recién aparece en 1853.

Entre las causas de la transición entre el régimen confederal de facto (entre 1810 y 1853 lo que hoy es Argentina careció de texto constitucional y de estructura estatal permanente) y el despojamiento voluntario de su soberanía por parte de las “provincias” en tiempo de Urquiza, Chiaramonte incluye la necesidad de disminuir el poder de Buenos Aires (privilegiado por su posición geográfica y por sus recursos materiales y humanos) compensando la dispersión de la soberanía propia de todo orden confederal. Otras causas pudieron ser la influencia personal de Urquiza; la flexibilización de personalidades como Alberdi que alcanzó a hablar de la posibilidad de unir las posiciones federales y unitarias; y la interrelación que tuvo lugar entre las “provincias argentinas” a lo largo de los 20 años posteriores al Pacto Federal de 1831. Con todo, Chiaramonte no es concluyente y sostiene que este tema de las causas merecería “un mayor examen”. (p. 126)

Comentario

Llama la atención una extraordinaria coincidencia en los procesos históricos mexicano y argentino: durante la mayor parte del período que siguió a la Independencia, hasta la década del cincuenta del siglo XIX, predominó en ambos espacios, en la práctica, un sistema confederal (unión de estados independientes que delegan el manejo de los asuntos exteriores a una entidad central). La unión nacional, propiamente dicha es, en ambos casos, un fenómeno de la segunda mitad del siglo XIX: los estados mexicanos y las “provincias” argentinas recortan sus respectivas soberanías y dan pie para el establecimiento de sendos poderes federales nacionales.

Otra coincidencia parece ubicarse en la presencia de un hombre fuerte en ese largo período que precedió al orden nacional en ambos territorios: Rosas en el Río de la Plata y Santa Anna en México (aunque Zoraida Vázquez no estuviera de acuerdo con esta afirmación). ¿Fue necesario e inevitable un orden autoritario en este período que precedió aparición de un orden más moderno a mediados de siglo? Si el autoritarismo fue necesario y dio frutos en el Chile de ese tiempo, con mucho mayor razón pudo ser necesario en ámbitos territoriales tan gigantescos y variados como el argentino (o el mexicano, si los modernos historiadores mexicanos dieran su venia) ¿Pudo ser controlada la anarquía que siguió a la Independencia por otros métodos distintos a los que aplicó Rosas en el área rioplatense de los años treinta y cuarenta del siglo XIX? El texto de Chiaramonte no es contundente al momento de explicar las causas reales de este tránsito entre el peculiar régimen confederal del tiempo de Rosas y el orden nacional federal que comienza a impulsar Urquiza. El autor arguye la inexistencia de trabajos detallados que expliquen esta transición en la que “provincias” antes independientes aceptan limitar su soberanía. Sin embargo, nos atreveríamos a señalar que, dentro de las entrañas del mismo (oscurantista) Río de la Plata de tiempos de Rosas, se pudo ir gestando un gradual proceso de modernización económica y de maduración cívica colectiva que, ya en la década del cincuenta del siglo XIX, coincidió felizmente con las concepciones personales (y con el poder) del general Urquiza. De hecho, este fenómeno de “incubación” de fuerzas progresistas dentro de una dictadura ha sido frecuente en distintos lugares y fases de la historia. Nadie niega que Rosas gobernó a favor de los grupos señoriales (que eran los suyos) y que negó libertades básicas. Pero también es cierto que su largo régimen parece haber “dado tiempo” para la maduración de formas superiores de gobierno, antes de que la anarquía y el desorden que siguieron a la Independencia asolaran o debilitaran irremediablemente al naciente país.

4) ¿Qué sostiene Tulio Halperin sobre los liberalismos argentino y mexicano?

Halperin sostiene que hubo una radical diferencia entre los liberalismos argentino y mexicano, tanto en lo que se refiere al recuerdo popular que hoy se tiene de ellos, como a su gestación y existencia mismas en sus respectivos contextos históricos.

El liberalismo de Juárez rompe con el pasado (colonial e incluso prehispánico) y se proyecta hacia un futuro distinto y más moderno, superándolo. También es un liberalismo nacionalista que nace al calor de las luchas mexicanas contra intervenciones extranjeras, en particular, la de Maximiliano apoyado por tropas francesas. Este liberalismo se enfrentó y acabó con grupos conservadores mexicanos que incluso pactaron con los franceses. También atacó directamente a la Iglesia.

El liberalismo argentino del siglo XIX habla, por el contrario, de una nacionalidad que ha “unido su destino al de la expansión europea a la que debía su existencia” (p.155). El entorno internacional, y particularmente el europeo, es más visto como oportunidad para las ventajas comparativas de la Argentina que como peligro militar. Frente a la agresión de España contra el Perú y Chile, “mientras Sarmiento se identifica fervorosamente con los agredidos, el presidente Mitre se rehúsa en cambio a hacerlo, proclamando que la Argentina se siente tan cercana a Europa como a las repúblicas hermanas” (p. 145). Según este pensamiento liberal hay una “peculiaridad” argentina en Hispanoamérica: “en Buenos Aires el liberalismo quiere ser la expresión política de esa sociedad misma, y edificarse sobre los cimientos de su pasado” (p.150). Halperin sugiere que el liberalismo argentino forjó un orden minuciosamente institucionalizado para evitar desbordes de fuerzas populares. Se le llegó a denunciar un carácter oligárquico (p.162). El liberalismo argentino duró mientras las clases populares argentinas sintieron, en forma tangible, los beneficios inmediatos de una inserción internacional con el mundo.

Con relación al recuerdo de estas ideologías, el liberalismo mexicano se adaptó muy bien a las diferentes circunstancias históricas y fue invocado lo mismo por Porfirio Díaz que por Plutarco Elías Calles. Todavía hoy es un pensamiento recordado con respeto por la mayor parte de la clase política y del pueblo mexicanos. En una celebración popular nacionalista, el pueblo mexicano sacaría hoy a las calles, en son de celebración y con tintes de orgullo, las imágenes de Hidalgo y del liberal Juárez.

El liberalismo argentino, asociado a la oligarquía, se hundió para no levantar cabeza desde comienzos del siglo XX. Según Halperin, en 1973, al concluir la dictadura militar en la Argentina, las calles fueron adornadas con la figura de Juan Manuel de Rosas, el “tirano”. Se deduce que a nadie se le habría ocurrido sacar las imágenes de Alberdi y de otros liberales de su tiempo, tachados hoy de carecer una dimensión nacionalista en su ideario. En realidad, como hemos visto, no fue así: manejaron una imagen histórica de la Argentina muy peculiar, pero también, al fin y al cabo, nacionalista a su manera. Lo que sí es seguro es que, para un argentino de hoy, Rosas (con todo su carga oscurantista) defendió en su época un nacionalismo más convencional.

5) ¿Qué quiere expresar David Brading en el texto Civilización y Barbarie de Orbe Indiano?

En su peculiar estilo, Brading ofrece un fresco histórico del período situado entre la Independencia y “las décadas intermedias del siglo XIX [cuando] surgieron [en Hispanoamérica] estadistas que lograron dominar las diversas fuerzas que habían sumido al hemisferio [ en el ] desorden, hombres que predicaban la reforma liberal, pero cuya realización sería la recreación del Estado” (p.698). Brading retrata así esta época turbulenta: “Era bastante fácil incitar a las masas rurales a la rebelión contra la Corona española y sus autoridades constituidas: considerablemente más difícil era contener a las bandas frecuentemente salvajes que surgieron durante las guerras civiles consiguientes […] la destrucción de la autoridad tradicional de la Corona entrañó la erosión de casi todas las formas de deferencia política, de modo que, a veces, la violencia fue la única base de gobierno” (pp. 697 ys).

El título del capítulo reseñado alude al común denominador de la época: “la barbarie”. Civilización y barbarie fue el libro más famoso de Sarmiento, estadista, periodista y educador argentino que llegó a ser presidente de su país. Sarmiento fue el gran difusor de las famosas dicotomías antitéticas civilización/barbarie, libertad/despotismo, progreso/estancamiento, ciudades/desierto, Europa/América. Lo americano —que había que extirpar—era, así, bárbaro, despótico, atrasado y rural. Dentro de esta peculiar y estrecha visión del mundo, elementos como la herencia española, la religión popular de raíz católica y los pueblos indígenas de la Argentina eran por igual rechazados con igual virulencia que lo “americano”. Europa, por el contrario, era el venero del cual brotaban todas las bondades de la civilización. Incomprensible (y hasta risible) para nosotros, esta visión no lo es tanto cuando se hace un esfuerzo para colocarla en su contexto: Sarmiento procedía de una típica familia criolla de abolengo empobrecida que vio sus expectativas de desarrollo personal frustradas en su primera juventud por la violenta irrupción de los caudillos locales, y de sus bárbaros soldados y jinetes (que ciertamente justifican en este caso el adjetivo). Precisamente Civilización y barbarie trata de la vida de Juan Facundo Quiroga, quien fue sin duda el más siniestro de estos caciques rurales. En esta línea de pensamiento, Sarmiento afirmó que el tirano Rosas había llevado a la ciudad todos los valores del “desierto” y que, consecuentemente, había gobernado el país como si fuera una estancia.

La siguiente “ventana” para la apreciación de esta época es de naturaleza anglosajona. Brading estudia al viajero John Lloyd Stephens, y a los historiadores Washington Irving y William Hickling Prescott, cuyos textos rezuman prejuicios románticos, liberales y protestantes. Stephens viajero en Guatemala y conocedor del caudillo mestizo Rafael Carrera, presentó en su célebre libro de 1841 “un contraste entre una civilización antigua, ya olvidada, y la barbarie política contemporánea” (p. 678). Por su parte, Prescott, a quien “repugnaban” la falta, en el “pecho del peruano”, de ambición, avaricia, amor al cambio y espíritu de descontento; destacaba, por contraste (en sus propias palabras), la imagen opuesta de “nuestra propia república libre en que cualquiera puede aspirar a los altos honores y labrarse una fortuna” (p. 682).

Brading concluye este texto con el análisis de la obra del criollo mexicano Carlos María de Bustamante, autor del Cuadro histórico de la Revolución de América mexicana. Bustamante aparece retratado como el criollo nacionalista que pinta —arbitrariamente— las insurrecciones de Hidalgo y de Morelos como la lucha de una nación mexicana existente desde la época de la conquista española, que comenzaba a recobrar su libertad “después de 300 años de régimen colonial” (p. 685). Brading muestra a Bustamente como el típico criollo cuyos sentimientos nacionalistas son atemperados por el temor social: criticó a Vicente Guerrero por incitar a los indios a exigir tierras pertenecientes a las grandes fincas (p.691).

Como se ve, en el capítulo Civilización y barbarie, Brading busca reconstruir esta época en base a textos de sus propios contemporáneos, tanto foráneos como hispanoamericanos. Hablamos de pensadores, periodistas, viajeros y estadistas concretos que, a juzgar por los testimonios que dejaron, vieron por momentos la realidad en forma lúcida, pero también —quizás las más de las veces— a través del lente de sus prejuicios.
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JORGE PLASENCIA MALPICA

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Jorge Plasencia Malpica (1936-1989)

El embajador Jorge Plasencia Malpica nació en Cajamarca el 2 de enero de 1936. Fue hijo de doña Isabel Malpica Rivarola y del magistrado Andrés Plasencia Saldaña, personalidades ambas de hondas raíces en ese departamento.

Hizo sus primeros estudios escolares en Cajamarca y en Trujillo. Concluyó la formación Secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado del Callao, institución educativa a la que estuvo permanentemente vinculado.

Jorge Plasencia destacó desde su adolescencia por un notable sentido y tacto políticos, a los que añadía una gran simpatía. Como ocurrió en el caso de tantas personalidades fuera de lo común, la dureza de la vida de esos años, signada por el autoritarismo político y por persecuciones de las que su familia llegó, desafortunadamente, a ser víctima, no afectaron su bonhomía ni su disposición a encarar los problemas con extraordinario optimismo. Esta vocación y esta calidad personales se hicieron aún más patentes desde sus años universitarios, en las aulas de San Marcos, donde fue estudiante de Historia y Derecho entre fines de los años 1950 y comienzos de los años 1960, y donde llegó a ser importante dirigente estudiantil. A esta etapa de su vida corresponde también su estrecha amistad con eminentes catedráticos y maestros sanmarquinos, entre los que destacaban Ella Dumbar Temple, Luis Alberto Sánchez y Raúl Porras Barrenechea. De su calidad como fino actor político dieron siempre reiteradas muestras de admiración grandes personalidades de la escena nacional, algunas de ellas ya desaparecidas, como Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde Terry y su entrañable primo hermano Carlos Malpica Silva-Santisteban.

El 30 de mayo de 1962, luego de egresar de la Academia Diplomática del Perú, Jorge Plasencia fue inscrito en el escalafón del Servicio Diplomático de la República en calidad de Tercer Secretario. Dio así inicio a una nueva etapa en su vida en la que comenzó a canalizar sus energías, su creatividad y su carisma al servicio del Estado, en el delicado ámbito de la Diplomacia y de la Política Exterior.

Entre los hitos iniciales de su carrera diplomática y consular cabe mencionar sus nombramientos como Vicecónsul en el puerto italiano de Génova y como Tercer Secretario en la Embajada en Holanda en 1964, como Cónsul Adscrito al Consulado General en París en 1969, como Primer Secretario de la Embajada en la República Popular de Polonia en 1973, como Consejero de la Embajada en la República Árabe de Egipto en 1976 (donde fue nombrado otra vez en 1979), como Subdirector de Organismos Internacionales en la Cancillería en Lima en 1979, y como Ministro Consejero en la Representación Permanente ante la OEA en 1981.

En 1980 fue distinguido por el gobierno de Egipto con la Orden al Mérito en Primer Grado, que le fue impuesta en la embajada de dicho país en Lima como un reconocimiento a su destacada labor en el estrechamiento de las relaciones bilaterales peruano-egipcias.

Entre los países donde sirvió en la primera etapa de su carrera diplomática, Jorge Plasencia tuvo una estrecha vinculación con Italia, Francia y, especialmente, con Egipto. Refiriéndose alguna vez al impactante puerto mediterráneo de Alejandría, tan cargado de Historia, dijo sentirse él mismo, alguna vez, casi como un “alejandrino de corazón”. A ello ayudaba, por cierto, su agradable aspecto físico de hombre alto y moreno, que lo hacía muy parecido, por no decir idéntico, a los hombres de esas tierras tan lejanas y exóticas. En general, cabe comentar que Jorge Plasencia fue un peruano universal, siempre orgulloso de sus orígenes y de su Patria (a la que llamaba la tierra de nuestros manes), pero también sintonizado creativamente con otras culturas, a las que amó como si hubieran sido las suyas propias. Hombre culto, dominaba el inglés, el italiano y el francés, y estaba siempre al día con las grandes corrientes de pensamiento mundial. Era también de temperamento musical, con una predilección especial por la ópera italiana.

Como representante oficial del Perú, y teniendo todavía rango de Ministro, fue nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la República Árabe de Egipto en 1984. Continuó en este puesto en 1986, ya con el rango diplomático de Embajador. Al año siguiente, presentó cartas credenciales ante el presidente Mario Soares como Embajador en Portugal, donde trabajó hasta entrado el año 1989. Su nombramiento como Embajador en Egipto motivó un cable que le dirigió a Lima, desde El Cairo, su amigo Boutros Boutros Galli, futuro Secretario General de las Naciones Unidas. El cable decía escuetamente mabrouk, que en lengua árabe quiere decir, breve aunque elocuentemente, felicitaciones.

Jorge Plasencia Malpica falleció en Lima el 13 de diciembre de 1989. De él dijo alguna vez el embajador Javier Pérez de Cuellar, su colega en Torre Tagle, que había sido uno de los diplomáticos más finos y con mayor sentido político que habían pasado por la Cancillería. Al margen de sus méritos profesionales, que jamás separó de sus sentimientos y valores más profundos, será recordado por su extraordinaria calidad humana, por su sentido del humor y por su generosidad sin par.

Lima, 7 de febrero de 2005

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VIEJOS RECUERDOS

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LA CUNA

Estoy en una cuna con barandas. No puedo salir. Me da la impresión de que trato de decir algo, pero no puedo. Busco trasponer las barandas, liberarme forcejeando, pero es inútil. Desde mi prisión en la cuna, veo a mi padre, a través de la puerta del cuarto, en otro ámbito de la casa, que se dirige a las escaleras, casi arrojándose a ellas, gritando, como si hubiera tenido lugar algún accidente gravísimo. Corre como si de su llegada rápido a la planta baja dependiera la vida de alguien. Creo ver a mi madre siguiéndolo, también angustiada. Gritos en la planta baja. Yo me pongo a llorar. No puedo sobrepasar la reja de mi cuna.

(Mi primer recuerdo.¿1959? ¿1960?, ¿1961?)

ELCOMBATE DE IQUIQUE

Luego de una muestra de pinturas infantiles sobre el combate naval de Iquique, cuyo tema central era el heroísmo de Arturo Prat, mi madre conversa con mi profesora del British High School quien le dice, riéndose: “Muy bonito el trabajo de Huguito, sólo que es el único que ha mostrado a la Esmeralda yéndose a pique, con sus tripulantes ahogándose en el mar”.

Todos mis otros compañeros chilenos habían pintado a Prat abordando el Huáscar, con gesto fiero y con su espada desenvainada.

(En el British High School de Santiago de Chile, hacia 1965. También creo recordar que en mi pintura infantil aparecía, junto al hundimiento de la Esmeralda, un Huáscar orgulloso con su bandera peruana al tope)

“EL BRUJO SE ME ESCAPÓ, MI MAYOR”

Mi madre hojea el suplemento de un periódico. Estamos en la cama del departamento en Santiago. Veo claramente un título que dice “El ´Brujo´ se me escapó, mi mayor”. Mi madre me dice que el artículo se refiere a Cáceres, el “Brujo de los Andes”, héroe peruano de la Guerra del Pacífico.

(Santiago de Chile, 1965)

LAS ESMERALDAS DE ALFONSO UGARTE

Estoy en Arica, en la playa La Lisera, junto a mi madre. Todo sabe a sal y a felicidad. Yo había encontrado unas conchitas estupendas de color verde. Mi madre me dijo que eran esmeraldas. Ella me señala con el dedo la cumbre del Morro y me dice: “Mira hijito, por allí se arrojó Alfonso Ugarte, con su caballo blanco, cuando los chilenos lo rodearon. Tenía en una mano la bandera peruana y, en la otra, un puñado de esmeraldas”.

Por eso había esmeraldas en la playa La Lisera.

(Arica, 1965)

EL TEMPORAL

Salgo de mi colegio, el “British High School”, hacia la calle. A lo lejos, en las casas del frente, calaminas se desprenden del techo y vuelan como si fueran plumas. Siento en la cara un viento desconocido para mi, que llega al extremo de impedirme respirar bien. Hace mucho frío. No sé por qué he salido a la calle. Hay un sabor a aventura y novedad en todo esto, pero no llego a comprender bien lo que está pasando. Sólo sé que estoy allí, con mi abrigo, contemplando algo rarísimo y violento.

(Santiago de Chile, 1965)

EL FUNICULAR

Me subo, saltando, a un vehículo raro. Su interior es anaranjado brillante (de pintura esmalte) y tiene dos bancas mirándose frente a frente. Por la ventana, las cosas y el paisaje comienzan a moverse. Cuesta abajo, como una caja de fósforos gigante, el funicular baja lento por su carril desde la parte superior del Cerro “San Cristóbal”. Poco antes he estado al pie de una estatua, que me parece inmensa.

(Santiago de Chile, entre 1964 y 1965)

EL PARQUE COUSIÑO

El olor de esas bolitas rojas que se descascaran al contacto con las uñas es peculiar. Cuelgan como racimos de un árbol con hojas pequeñas que, al ser rasgadas, también emiten un aroma idéntico e intenso. “Son árboles chinos”, me dicen mis padres, jóvenes y apuestos. Estoy en el parque “Cousiño” de Santiago de Chile y, en efecto, nada se me puede mostrar más parecido, en mis ojos de niño, a un parque oriental. Fresco, verde y muy cuidado. Y aromático, sobre todo aromático, envuelto en el aire puro de la sierra nevada que se ve a lo lejos. Acabamos de estar en un restaurante de comida china con mis padres y mi hermano pequeño. Veo cascaditas, puentecitos, quizá peces de colores. Y luego caminamos todos juntos por ese parque “Cousiño”, que aparece en mi memoria como una especie de paraíso.

(Santiago de Chile, 1964 o 1965. Años después supe que las bolitas rojas eran del árbol andino llamado molle).

EL CINERAMA

Estoy con mi madre en un cine inmenso con una pantalla inmensa. Es el Cinerama de Santiago de Chile. En la pantalla: Jasón y los argonautas en pos del Vellocino de Oro. Un gigante aterrador arroja al mar una roca inmensa y con las justas no acierta en el barco de Jasón. En la pantalla: Elvis Presley bailando rítmicamente en Hawaii y arrojándose de un acantilado como proeza final. En la pantalla: un western desmesurado, de corte épico. El retumbar de caballos y ¿búfalos? se siente por toda la sala, en la oscuridad. En la pantalla: El Flying Clipper, un gran velero, surca veloz las aguas de mares desconocidos

Hoy, en el congestionado y contaminado Periférico de la Ciudad de México, he visto con claridad desde el fondo de mi memoria la parte externa del Cinerama, y su vistoso cartel, recortado contra un cielo intensamente azul. También se me aparecieron carros y ruidos de una ciudad bulliciosa. Y la repetición incesante de la canción “It´s been a hard day´s night” de los Beatles. Una Citroneta se para al lado de la vereda donde me encuentro y de ella sale una señora que me llama.

(Santiago de Chile, 1964).

LA HERRADURA

Siento el olor y el sabor a sal de la playa “La Herradura” cuando iba a ella con mi tío Jorge y con mi hermano. En la imagen aparece un habitué de “La Herradura”: el amigo Muy Muy, cuyo cuerpo hace, en efecto, recordar el de esos animalitos. Me veo corriendo olas con mi hermano, en una colchoneta de rayas de colores horizontales, en una perfecta tarde en febrero. Son olas medianas y el agua aparece cristalina. Me siento saludable, capaz de jugar con las olas toda la tarde. Hay mucho calor, incluso cuando el sol ya comienza a caer.

(Esta imagen en la playa limeña de La Herradura debe situarse a comienzos de los setentas ¿Quizá, precisamente, durante el Niño de 1970?).

EL BAÚL DE LA ABUELA

Siento el sabor de la Inca Kola que nos daba mi abuela Rosaura cuando la visitábamos en la casa de Breña. (A ver, quieren una soda?). e me aparece también la imagen de su loro sin plumas, luego de casi ahogarse en la tina, que mi abuela tenía siempre hasta el tope de agua. Estoy en una casa llena de cosas antiguas, muchas de ellas muy finas, aunque con polvo. Veo a mi abuela abriendo su baúl y sacando cosas raras, interesantes.

(Lima, ¿de 1966 a mediados de los setentas?)

LA TÍAS ALVA

La imagen es de la llegada de mis tías Alva a la casa de San Isidro en su carro con chofer. Veo, hacia las siete, siendo ya de noche, a los comensales de un opíparo lonche en el comedor con vista al jardín: humitas, panetón (evidentemente es diciembre, cerca de la Navidad, o en la Navidad), café pasado, tal vez chocolate… Los comensales son mi abuela Isabel, mi tío Carlos Malpica Rivarola, mi tía Tenche, mi tía Laura, mi tía Alfonsina, mi hermano pequeño, mi madre y mi padre. También veo en la cocina de al lado a la empleada de la familia, Angelita. Y, tal vez, a alguna de las tías Alva Saldaña cuyo nombre no recuerdo. No sé si está mi tío Jorge, pero parece estar asociado a este recuerdo, o quizá a otro parecido. Carcajadas en la mesa. Mi abuela sale a cada rato de la cocina trayendo más comida riquísima. De otro lado, yo aparezco en un ambiente cercano con Alejandro Abril de Vivero, mi amigo del colegio Peruano-Británico jugando con explosivos caseros y cohetones en el jardín, algunos de ellos al parecer muy peligrosos. La luz del jardín es de color verde, y da siempre un efecto extraño al terminar el día. Estamos, en efecto, ya de noche. Me siento libre: las clases del colegio han terminado. Más que los olores, los sabores, los ruidos y las imágenes, me viene directamente del pasado una euforia sin límites, una alegría perfecta.

(Lima, ¿de 1970 a 1974?).

(Textos escritos a fines del año 2,000)

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