Archivo por meses: abril 2010

Entrevista sobre el libro ANDRÉS A. CÁCERES Y LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

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Entrevista sobre el libro ANDRÉS A. CÁCERES Y LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

El libro Andrés A. Cáceres y la Campaña de la Breña (1882-1883), del historiador y diplomático Hugo Pereyra Plasencia, es el resultado de haber obtenido el primer premio en el área de humanidades (categoría maestría) del I Concurso Nacional de Tesis de Maestría y Doctorado que convocó la Asamblea Nacional de Rectores (ANR) en el 2006, con el trabajo Una aproximación política, social y cultural a la figura de Andrés A. Cáceres entre 1882 y 1883.

Conversamos con él para conocer un poco más del recordado “Brujo de los Andes”.

–Su atracción por la figura de Cáceres proviene desde muy pequeño…

Viene de los relatos que escuchaba en la infancia por parte de mi madre, quien era profesora de colegio. Y este interés crece a partir de la lectura de las “Memorias” de Cáceres, que publicó Milla Batres en 1973. Este libro representa el punto de partida de mi obra.

– ¿Qué fue lo quería conocer acerca de él?

El origen del trabajo fue muy modesto, lo que quería saber es qué era lo que pensaba Cáceres en el momento del combate de Pucará o en el momento del combate de Marcavalle y así sucesivamente. Las “Memorias” de Cáceres se publicaron treinta años después de que ocurrieron estos hechos y no es una visión al detalle sobre esos momentos. Para conocer su pensamiento preciso había que reconstruir casi día a día esa época a partir de las cartas personales, los oficios, proclamas y documentos firmados por él en esa época aún confusa y oscura.

– ¿Y qué descubrió?

En líneas generales corrobora las “Memorias” de Cáceres, pero éstas suavizan los problemas que debió enfrentar Cáceres para encontrar la unidad del Perú. Problemas que se mencionan, pero que no aparecen con tanta claridad como cuando uno revisa las fuentes primarias. Por ejemplo, los odios entre los partidos políticos de la época, los cuales son inconcebibles para los parámetros actuales.

– ¿Qué representa Cáceres para el Perú?

Fue el paladín del Perú, Cáceres encarnó al Estado peruano. No fue un caudillo común y corriente. Organizó al Estado y al Ejército peruanos. Tuvo que enfrentarse a los partidos políticos. Él supo confrontar el mosaico cultural y social del país. Cáceres no sólo conocía a los terratenientes serranos sino también a los líderes campesinos. Poseía un conocimiento integral de la sociedad y lo empleó en favor del Estado. Su rol fue siempre integrador.

–De otro lado, ¿qué opinión tiene del momento actual con Chile?

Por mi posición diplomática no puedo hablar ni opinar del tema. Pero sí puedo hablarte desde el tema que estamos tratando: en Cáceres hay que destacar la unidad. Si bien hubo una guerra no hay que poner el acento en los invasores sino en cómo consiguió unirnos en determinado momento. La figura de Cáceres no debe ser utilizada para dividir a los peruanos, porque es un contrasentido con su espíritu, ni tampoco para reavivar viejas rencillas, que bien pueden ser resueltas a través del orden jurídico internacional.

–Finalmente, ¿qué debemos hacer para conseguir esa unidad que no terminó de lograr Cáceres?

Él mismo lo decía: deponer los intereses partidarios y sobre todo caudillistas en función de los intereses profundos del Estado. Y dentro de estos intereses estaba la integración de los campesinos heroicos que lucharon en la guerra a través de de la educación y de una mayor participación en la sociedad. La receta es la misma para esta época, el Perú debe dejar de ser un Estado de caudillos y tenemos que atender el tema de elevar el nivel de vida y la integración de las poblaciones olvidadas.

Tomacini Sinche López

(Entrevista publicada en el diario Expreso, de Lima, el 24 de junio de 2007)
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Nota bibliográfica sobre el libro Corrupt Circles, de Alfonso W. Quiroz Norris

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Nota bibliográfica

Crónicas de Nueva York: a propósito de un libro de Alfonso W. Quiroz sobre la corrupción en la historia del Perú

Hugo Pereyra Plasencia
Pontificia Universidad Católica del Perú

El 14 de noviembre de 2008 asistí a la presentación, en Nueva York, de un nuevo libro de Alfonso W. Quiroz: Corrupt Circles. A History of Unbound Graft in Peru (Washington, D. C., Woodrow Wilson Center Press y Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2008). Se trata de un estudio de la corrupción en el Perú desde el Virreinato, aunque el corazón del trabajo se ubica en los siglos XIX y XX. Con relación al siglo XIX, el meollo de su condena apunta al Contrato Dreyfus y a Nicolás de Piérola y, con particular claridad, a un señor Torrico que, a juzgar por las fuentes que presenta, parece haberse llevado el premio mayor de los cacos. A Manuel Pardo lo deja muy bien, como un reformista sincero, pero destaca sus dos errores: el estanco y la expropiación salitrera, y por otro lado, su asociación con los (dudosos) bancos de Lima. En relación a lo primero, reitera lo ya sabido, esto es que la política salitrera no sólo no produjo los réditos esperados, sino que nos enemistó con los capitalistas ingleses y chilenos. No avanza más porque su tema no es propiamente la Guerra con Chile.
Lo que me sorprenden son sus comentarios sobre el Contrato Grace. Sin negar prácticas corruptas, lo distingue del Contrato Dreyfus al decir que consiguió, efectivamente, reencauzar económicamente al Perú. No llega a decir que el objetivo consciente del gobierno era conseguir esta meta y sugiere, de modo injusto, que pudo haber sido un efecto inesperado. En el plano de los objetivos conscientes, recarga las tintas en el tema de la corrupción aunque, la verdad, no aporta mayores pruebas. Transcribe, por ejemplo, una carta de Grace en la que pide a su contacto en Nueva York que le envíe “relojes de oro” para premiar a las personas que lo habían ayudado en el Perú. ¿No habrá sido el “oro de Grace” del que hablan algunas fuentes? Si fue así, creo que se trata de asuntos menores, y que, de hecho, el objetivo del Contrato no fue la corrupción en sí, sino la obtención de un logro muy necesario para el país.
En fin, de estas y otras cosas tiene este libro, cuya carátula muestra una imagen de los vladivideos. Mi preocupación principal es que, ante los gringos, el Perú aparece como un país asociado consustancialmente a la corrupción. (¡Como si no hubiera corrupción, y de la grande, también en Estado Unidos!) De hecho, como el mismo autor me lo reconoció, el libro no destaca tanto el tema de los luchadores efectivos contra la corrupción, aparte de los casos loables de Pardo y de Francisco García Calderón.
En los medios académicos de Estados Unidos existe una tendencia a magnificar la corrupción (como si no la hubiera hoy mismo en el mundo desarrollado, como si la crisis financiera actual no lo hubiera reconfirmado), y también a asociarla al militarismo. No digo que esto no haya ocurrido en el Perú y en otras partes, pero, la verdad, no creo que se pueda poner, por ejemplo, en un mismo saco a Cáceres y al mexicano Porfirio Díaz. Ocasionalmente, el libro de Quiroz tiene puntos de contacto con esa tendencia.
Quiroz utiliza muchísimos reportes diplomáticos españoles, británicos y franceses, pero les da excesiva importancia. Francamente, no creo que los diplomáticos extranjeros lo hayan sabido todo. Más interesante es la utilización del diario manuscrito completo de Witt, que parece habérselo facilitado la señora Garland. Por otro lado, los epistolarios son un material estupendo. De hecho, el autor los utiliza. Habría sido útil compulsar fuentes periodísticas de partidos opuestos. De ese roce, a veces, brota la verdad.
En cuanto al siglo XX, al margen de su posición política de extrema izquierda, es indudable que Carlos Malpica Silva Santisteban le puso el ojo a más de un pillo. Además, murió enfrentando estrecheces económicas, lo que me consta personalmente. Como él hay varios, en todas las épocas de la Historia del Perú. (Don Guillermo Lohmann habló alguna vez de un oidor al que tuvieron que enterrar de limosna por su rectitud). Creo que Alfonso no los ha destacado como merecen.
Corrupt Circles. A History of Unbound Graft in Peru es un trabajo sólido y notable, producto de un gran esfuerzo de búsqueda de fuentes primarias. Solo la bibliografía tiene casi quinientas entradas. Lo que resalta en la obra de Quiroz es su carácter empírico, en el más noble sentido que se pueda dar a esta palabra. Revela una tendencia a ver las cosas con rigor y detalle. Sufre, no obstante, como he dicho, de algunas magnificaciones y vacíos. Quizá destaca demasiado el papel de González Prada como crítico de la corrupción. Es verdad que este pensador tuvo frases rotundas, pero no vio ni combatió a la corrupción desde el centro del poder, en el trabajo político concreto, como sí la combatieron personajes como García Calderón y Pardo.

(Reseña publicada, con mínimas diferencias, en la revista electrónica Summa Humanitatis, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Vol 3, Nro. 1, 2009)
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Las relaciones peruano-chilenas: las circunstancias del presente y los ecos del pasado

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Las relaciones peruano-chilenas:
las circunstancias del presente y los ecos del pasado

Es un hecho empíricamente verificable que las relaciones bilaterales peruano-chilenas han tenido un desarrollo creciente en los últimos años, sobre todo en el ámbito económico. Los avances más notables se han producido en el terreno de las inversiones chilenas en el Perú. Aparte de sus efectos benéficos sobre la economía peruana, ello ha implicado, evidentemente, que muchos inversionistas chilenos hayan hecho suyas las esperanzadoras proyecciones de crecimiento y modernización de nuestro país. De hecho, invertir no es sólo obtener ganancias de corto o mediano plazo, sino también subirse a un carro extraño y asumir riesgos. Las transacciones comerciales vienen teniendo asimismo considerable importancia. Por otro lado, el país del Sur se ha convertido en un importante receptor de inmigrantes peruanos que buscan mejorar sus condiciones de vida. Pese a sus negativas repercusiones, la tragedia sufrida por Chile como consecuencia del reciente terremoto, no ha modificado en lo esencial las líneas maestras de esta situación.

Cabría observar ciertas coincidencias entre la situación actual y el dinámico aspecto que llegaron a tener las relaciones peruano-chilenas en ciertas etapas específicas, sobre todo en el tiempo que precedió a la infausta Guerra del Pacífico (1879-1883).

En la época del Virreinato, de las luchas por la Independencia, y de las repúblicas nacientes, las economías peruana y chilena fueron complementarias en muchos sentidos. Trigo chileno y azúcar peruana fueron intercambiados durante siglos. Pocos saben que –exactamente al revés de lo que ocurre en nuestros días- la economía peruana de la segunda mitad del siglo XIX, dinamizada por el guano, fue un auténtico imán para miles de obreros chilenos que, entre otras cosas, dieron un aporte esencial a la construcción de los ferrocarriles peruanos, en un tiempo histórico anterior al enganche de los campesinos de la Sierra. Entonces, pese a la ausencia de una frontera común, casi no había familia de las clases altas del Perú y de Chile que no exhibiera algún vínculo familiar, amical, intelectual o de negocios, respectivamente, en Santiago y en Lima. Muchos peruanos ilustres, como Ramón Castilla, Manuel González Prada, Nicolás de Piérola, Manuel Pardo y Alfonso Ugarte vivieron en Chile y lo conocieron de cerca. Lo mismo le ocurrió, en sentido inverso, a personalidades chilenas como Francisco Bilbao o Benjamín Vicuña Mackenna, que tanta acogida tuvieron en el Perú. Chile fue siempre tierra generosa para los exiliados políticos peruanos, como el Perú lo había sido en su tiempo con Bernardo O´Higgins. No sólo se trataba de la existencia de fuertes vínculos individuales. Para usar el lenguaje del historiador Braudel, la relación también se enraizaba, como se ha visto, en lo que podríamos llamar un plano estructural y de larga duración. El éxito relativo que tuvieron las relaciones peruano-chilenas antes de la Guerra del Pacífico tuvo que ver, precisamente, con esta afortunada coincidencia entre actitudes y acciones constructivas, muchas veces a nivel personal, y el peso de una realidad concreta propicia para el intercambio y una sana interdependencia.

El punto más alto de la amistad peruano-chilena antes de la Guerra del Pacífico fue, sin lugar a dudas, el tiempo de la Alianza contra la amenaza de la escuadra española, cuando marinos peruanos y chilenos combatieron codo a codo en el combate de Abtao (1866). Por otro lado, según revela su epistolario, Miguel Grau se contó entre los peruanos que, durante los meses iniciales de la guerra, creyeron que eran testigos y protagonistas de una pavorosa –y en cierto modo incomprensible- lucha fratricida.

No obstante, pese a la existencia de tantas bases y antecedentes para erigir una vinculación armónica, pocas relaciones bilaterales han sido, también, tan tortuosas y conflictivas como la peruano-chilena ¿Cómo se explica esto?

Lo primero que debe observarse es que, al lado de las complementariedades y armonías, también existieron focos de conflicto. El más antiguo fue la vieja rivalidad peruano-chilena por el dominio del Pacífico Sur. Uno de los primeros capítulos de esta rivalidad fue el peligro que, a ojos de la clase dirigente de Chile, representaba el proyecto de Andrés de Santa Cruz de unificar el Perú y Bolivia, que se materializó por poco tiempo, entre los años 1836 y 1839. La parte más lúcida de la clase dirigente de Chile (y no sólo Diego Portales, como usualmente se dice) consideró que la preeminencia de los puertos de la naciente Confederación, especialmente el Callao y Arica, representaba una amenaza para Valparaíso, principal puerto de un país cuyo comercio internacional había tenido un importante desarrollo prácticamente desde sus albores como estado-nación. A ello se añadía la percepción de que, por su potencialidad económica, un gran estado peruano-boliviano podía ser un peligro militar de mediano, o largo plazo. De hecho, como se conoce, Chile resolvió este problema interviniendo en el Perú, en apoyo del bando local enemigo de Santa Cruz, y acabó así de raíz con la joven Confederación, que iba a tener una predominante influencia boliviana sobre los dos estados –norteño y sureño- en que había sido dividido (no precisamente con buena intención) el Perú. Más de un autor ha sostenido que, aunque basado en sus intereses, Chile contribuyó en esa ocasión a preservar la integridad del Perú, y a evitar que cayera en la órbita de influencia de esa suerte de Napoleón local que fue el boliviano Andrés de Santa Cruz.

Pero esta crisis fue solo la antesala de un problema mucho más complejo. Me refiero a la violenta apropiación por parte de Chile, en 1879, de los ricos territorios salitreros de la Antofagasta boliviana y de la Tarapacá peruana (además de Tacna y Arica en los años posteriores) durante la larga y sangrienta Guerra del Pacífico, que un historiador estadounidense ha descrito hace muy poco como una Tragedia Andina. Se puede sostener que al menos una parte influyente de la clase dirigente chilena de ese tiempo, fuertemente vinculada a los intereses salitreros, vio en la resolución favorable de ese conflicto no sólo la posibilidad de afirmar y “cerrar” por el Norte el perfil de las fronteras de su país, sino también de proveerse, a expensas del Perú y de Bolivia, de valiosos ingresos provenientes del salitre. Ellos iban a permitir –como de hecho permitieron- acabar con las crónicas dificultades financieras que azotaban a Chile, erigirse en un poder naval que durante algún tiempo rivalizó incluso con el de los EEUU, y sentar las bases de su desarrollo empresarial a largo plazo.

Para empeorar las cosas, casi desde el inicio de la guerra, el Estado chileno, ya dominado por un espíritu bélico y expansionista, creó y difundió, en un plano internacional, con el apoyo de sus más ilustres intelectuales, la versión de que Chile se había visto en la obligación de defenderse ante un supuesto plan del Perú y Bolivia para destruirlo, como si la guerra no hubiera puesto en evidencia la vulnerabilidad de ambas naciones andinas desde el comienzo de las hostilidades. En realidad, fue Chile el país que declaró la guerra al Perú, y el que contó al comenzar el conflicto con una marina que era al menos dos o tres veces más poderosa que la peruana, en un tiempo en que el dominio del mar era decisivo. Por otro lado, esta versión maneja la idea de que la conquista de los territorios salitreros peruanos no fue un proyecto que existió al inicio de la guerra, sino que surgió durante el conflicto, y que fue siempre vista como una compensación económica por los gastos de defensa de Chile. Aunque sea difícil de creer, esta es la imagen que el chileno promedio maneja hoy día para explicarse el origen y el desenlace de la Guerra del Pacífico. Más de un historiador chileno, como ocurre en el caso de Sergio Villalobos, sigue difundiendo lo esencial de la versión que muestra a Chile como una víctima que supo defenderse, que deforma a todas luces la verdad histórica. Con un sentido de objetividad, resulta incorrecto sostener que los gobernantes de Chile, Bolivia y el Perú tuvieron el mismo grado de responsabilidad en el desencadenamiento del conflicto. Además de su abierta distorsión de la realidad histórica, aceptar este punto de vista sería tan absurdo como intentar convencer hoy día al pueblo francés de que sus líderes tuvieron tanta culpa como los dirigentes alemanes en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial. Los europeos de hoy saben muy bien de dónde provinieron la agresión y el deseo de conquista territorial –al margen de los resentimientos, originados en el desenlace de la Primera Guerra Mundial, que los provocaron parcialmente. El caso de la actual amistad germano-francesa grafica lo útil que puede ser la aceptación transparente de las responsabilidades históricas como uno de los pilares para afirmar una integración sana, permanente y constructiva. En sentido inverso, como ejemplo de las consecuencias negativas que puede acarrear la deformación histórica, la China y el Japón experimentan dificultades en el desarrollo de sus relaciones bilaterales a causa del insuficiente reconocimiento, por parte del segundo de los países citados, de su participación en ciertos episodios trágicos de la última conflagración mundial.

En términos muy generales, puede sostenerse que la política chilena con relación al Perú ha oscilado entre la preeminencia de las visiones de Diego Portales y la de Bernardo O`Higgins. La primera afirma el recelo geopolítico y una visión más bien estrecha del interés nacional, esencialmente basada en el aprovechamiento de las debilidades de los vecinos. Su producto más reciente es la extraña cerrazón que vienen mostrando los gobernantes chilenos en el tema de la delimitación marítima entre ambos países. Basándose en argucias jurídicas, la posición chilena condena a Tacna a disponer sólo de un espacio marítimo insignificante. Lo mismo puede decirse del registro internacional del nombre del pisco y de la frecuente apropiación de ciertas referencias andinas tradicionalmente asociadas al Perú. Podría entenderse, por ejemplo, que sea destacada la personalidad andina de productos como la chirimoya o la lúcuma, pero de ningún modo es aceptable que sean presentados en los mercados mundiales como frutos exclusivamente chilenos.

La segunda visión toma su nombre de ese gran amigo del Perú que fue el Libertador de Chile, y se enraíza en toda la multitud de elementos que nos han unido, pese a todo, hasta la fecha. Sólo el tiempo podrá decirnos cuál de estas visiones prevalecerá.

Paradójicamente, en un tiempo de apremiantes necesidades energéticas, de liberalización comercial y de dinamismo en la inversión, y apreciada en perspectiva secular, el desencadenamiento de la Guerra del Pacífico fue un grave error para Chile y reflejó, en su momento, una visión miope de sus intereses de largo plazo en el marco de sus relaciones con el Perú. En primer lugar, porque el negocio del salitre dejó de ser lucrativo desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando, agobiado su país por las restricciones del comercio, los químicos y empresarios alemanes desarrollaron los fertilizantes sintéticos y, consecuentemente, arruinaron a los exportadores chilenos de este producto. (Diferente fue la situación de los antiguos territorios bolivianos, donde Chile encontró riquísimos yacimientos de cobre). En segundo lugar, porque la guerra, sentida por los peruanos como una agresión injusta, abrió un abismo de desconfianza y echó por la borda todo el enorme capital de familiaridad y de cooperación que había existido entre el Perú y Chile antes de 1879.

¿Qué hacer entretanto? El sentido común dicta que sigamos profundizando nuestra asociación económica, que sin duda genera riqueza y trabajo para ambas partes. No obstante, sería un craso error aferrarse a la ingenua idea de que la vigorización de la vinculación económica peruano-chilena disolverá, por sí sola, los resquemores y dudas respecto de Chile que aún anidan en los peruanos de hoy. Una auténtica amistad sólo podrá cimentarse cuando los dirigentes de ese país añadan a sus loables esfuerzos de asociación económica, una decidida voluntad de encarar y revisar, sobre todo en el plano de la cultura y de la educación popular, ciertos aspectos delicados de su pasado, en especial relacionados con el origen económico de la Guerra del Pacífico, el cual, (con honestidad que es justo destacar) han llegado a reconocer algunos prestigiosos intelectuales chilenos, entre los que destaca Luis Ortega. Por su parte, los peruanos deben abandonar de una vez por todas las absurdas ideas de que Chile es un “enemigo natural” del Perú y de que toda la nacionalidad chilena fue responsable del desencadenamiento de la Guerra del Pacífico, cuando en verdad sólo fue una porción influyente de su clase dirigente la que consiguió que el estado y el pueblo chilenos hicieran suyos sus propios intereses y perspectivas económicas, basados en la explotación del salitre.

No cabe duda de que la actual visión justificadora que sobre la Guerra del Pacífico tiene el pueblo chileno, que ha sido manejada por generaciones, alimenta prejuicios y arrogancias que bien deberían ser arrojados al desván de la Historia. Asimismo, el resentimiento del Perú, enraizado en su visión histórica colectiva, se proyecta en la forma de actitudes que son muchas veces irracionales. Por ejemplo, es justo indignarse ante el armamentismo chileno, pero resulta también miope, y hasta estúpido, ignorar el vasto potencial de integración así como las obvias complementariedades que siempre han existido entre el Perú y Chile. Algunos de los gestos que se lanzan periódicamente de un lado a otro son hirientes pero, por lo general, asumen un carácter pintoresco cuando son vistas en la perspectiva panorámica de nuestras historias milenarias. No obstante, la revisión de la Historia dista mucho, en este caso, de ser un ejercicio estéril porque, de muchas maneras, los ecos del pasado no dejan de sentirse en el presente.

Dicen algunos historiadores que, en lo peor de la Campaña de la Sierra de la Guerra del Pacífico, específicamente en 1883, muchos soldados chilenos comenzaron a peruanizarse y a desertar, como consecuencia del alargamiento de la ocupación del Perú, lo que no dejó de ser en su momento un grave –y paradójico- problema para la dirigencia invasora, interesada en apurar el final de un conflicto que comenzaba a costar demasiado al erario chileno. Varios de estos desertores se plegaron al ejército peruano y pelearon con el general Andrés A. Cáceres en la batalla de Huamachuco y en otros encuentros y escaramuzas. A final del conflicto, encariñados con el país, considerable número de soldados chilenos decidieron no tomar el barco de retorno y permanecer en el Perú, donde fundaron familias. Independientemente de la curiosidad del dato histórico en sí, ello viene a propósito de la afinidad que puede llegar a existir entre nuestros pueblos, incluso en medio de circunstancias tan terribles.

Buenos Aires, 6 de abril de 2010

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