Las enseñanzas de mi padre

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LAS ENSEÑANZAS DE MI PADRE

Tener el colegio en casa

Mi padre y mi madre son maestros de profesión y, sobre todo, de vocación. Y lo han sido siempre en un sentido clásico y, también, bastante moderno. Yo mismo creo haber heredado de ellos la disposición a explicar las cosas, con paciencia, y procurando no perder el rigor del tema o del razonamiento. Debo decirlo con sinceridad: no es precisamente una cualidad que abunde, ni en el seno de las familias, ni tampoco en los colegios o en las universidades, por más encumbrados que sean. El que enseña entrega parte de sí. Y muchas veces sin retribución material. Pero, si lo hace bien, ennoblece y abre horizontes. Y jamás es olvidado.

Si, por una parte, recibí una honda herencia política, social y tradicional de los ancestros cajamarquinos, también es cierto que el entronque con el mundo se produjo a través de mis padres y de las oportunidades educativas que me brindaron. La influencia de los viajes a Europa vino mucho después, cuando ya era un hombre hecho y formado.

El colegio y lo británico

Para comenzar, quisiera hablar del colegio. Estuve siempre en colegios ingleses, tanto en Chile (cuando mi padre estudiaba su maestría en estadística matemática) como en el Perú. Primer dato curioso: había preferencia por Inglaterra y no por los Estados Unidos. Ello me lleva a pensar que esta predilección no era sino un rezago (¿tal vez decimonónico?) de admiración por el Imperio Británico. Seguramente, desde este punto de vista, a mis padres los movió el mismo reflejo que impulsó al presidente Castilla de mandar a su primogénito a estudiar a la Rubia Albión.

Pude, de hecho, estar en el colegio alemán de Lima (lo que, por cierto, habría sido asimismo una magnífica elección). Pero, a la postre, quizá también por la influencia del destino, terminé con una importante huella de Britannia. Percibí esta marca en su real dimensión, primero, cuando conocí en la universidad a alumnos de colegios católicos tradicionales de Lima y, después, cuando pisé suelo inglés y pude hablar con los isleños. Lamento decirlo, pero varias generaciones de peruanos de la elite, por desafortunada coincidencia histórica, cayeron en manos de sacerdotes y de monjas franquistas. Yo, gracias a Dios (no es un contrasentido usar esta expresión), me libré de esta pesadilla.

Los ingleses –hay que decirlo con todas sus letras– son arrogantes, intensamente reservados, y anacrónicamente clasistas entre ellos. Bien sabemos, también, como lo experimentó en carne propia Gandhi, que fueron colonizadores terribles. Pero, paradójicamente, en contrapartida, tienen y cultivan el más divino de los dones, que es joya de todo sistema social y económico exitoso: el fair play, el juego limpio ¡Hail Britannia! Pese a su dureza, mis maestros británicos rebosaron una limpieza profunda de conducta, una decencia genuina (distinta de la decencia criolla), y un sano orgullo nacional, que, sin lugar a dudas, estuvieron en el origen del Imperio Británico y que sostienen, todavía hoy, a la maciza sociedad británica. La maravillosa película de John Boorman Hope and Glory lo muestra con claridad: los británicos (y aquí incluyo, con criterio de justicia y de igualdad, a ingleses, escoceses y galeses) resistieron eficientemente en la Segunda Guerra Mundial no sólo porque tenían tradiciones guerreras, buena marina, y excelentes armamentos (como los célebres Spitfire). Lo hicieron, fundamentalmente, porque tenían una sociedad más sana.

La primera vez que llegué a Inglaterra, además de la facilidad de comunicarme en el idioma local (salvo ocasionales tropiezos con el cockney), dos experiencias me trajeron de golpe, a la mente (como un auténtico túnel del tiempo), mis años colegiales. La primera: recién llegado a la estación Victoria, vi claramente, a unos veinte metros de mí, que una billetera se caía del bolsillo de un señor. Antes de que yo pudiera reaccionar, un hombre de ostensible clase media, o quizá proletaria, se acercó desde atrás, recogió la billetera, avisó a su dueño y se la entregó. Luego bajó la cabeza como avergonzado y salió de allí a paso rápido, como diciendo elocuentemente con su gesto: ni piense en darme alguna gratificación, sólo me gustaría que otros también hicieran esto por mí. La segunda: en varias esquinas londinenses hay (o por lo menos había) unos postes coronados por una pantallas grandes de color amarillo. Siempre están junto al inicio de las líneas pintadas en la calle que señalan un paso peatonal: basta que alguien pise estas líneas para que, como por arte de magia, los autos que por allí pasan bajen su velocidad o se detengan de plano. A mi juicio, la auténtica maravilla de esta regla que ordena los pasos peatonales (¿estará escrita?) es que reposa, esencialmente, en el civismo, en el sentido común y en la buena fe tanto del transeúnte como del automovilista. (Por ser buen peruano, no dejé de reflexionar sobre lo mucho que abusarían mis compatriotas si tuvieran a mano este recurso como peatones, así como en las formas que seguramente idearían los choferes de mi país para pasarse por alto esta norma, siempre, por supuesto, en forma sutil y solapada.) En términos políticos e históricos, entendí, en ese momento, que ni el comunismo ni el fascismo tuvieron jamás la más remota posibilidad de penetrar y de asentarse, como ideología y como práctica, en el Reino Unido.

Pues este ambiente social, que me recordaba al Peruano Británico, contrastaba notablemente, como es fácil imaginar, con la cultura de la envidia, de la leguleyada y de la zancadilla que encontré en la sociedad peruana fuera de mi querido colegio.

La lengua inglesa

El inglés es una lengua hermosa y muy expresiva (casi tan hermosa y expresiva como el castellano). Pero, en términos intelectuales y humanos hay, en la tradición británica, algo todavía más importante que el idioma de Milton en sí: es el ideal de la sobriedad y de la elegancia en la expresión; el espíritu de síntesis; la pasión por encontrar la causa esencial de los fenómenos; el culto a la objetividad sin estridencias; la ironía precisa y adecuada; y, en fin, la convicción de que la actividad intelectual no es sólo una herramienta práctica, sino también un puente hacia la belleza, la verdad, y hacia aquello que llamamos genéricamente placeres del espíritu (que es lo que tenían en común personalidades tan disímiles como Winston Churchill o Bertrand Russell). Todo esto es difícil de expresar, y (para ser claro y didáctico) sólo se entiende leyendo de niño el David Copperfield en inglés, o viendo y escuchando algo tan cotidiano como los despachos de la BBC, o tan especial como la puesta en escena, por una compañía británica, de un Macbeth o de un Julius Caesar.

La objetividad británica

¿De dónde les viene a los ingleses su pasión por la objetividad, aún a precio de hacerse daño a sí mismos? ¿Será tal vez un subproducto social y cultural de esa eufórica ampliación de la visión global que obtienen las sociedades que descubren la posibilidades de unir la Ciencia con la Técnica, como ocurrió en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX? ¿Será influencia de la religiosidad anglicana o de la iglesia escocesa? ¿Será, a la vez, causa y efecto, de su magnífico sistema judicial (que se remonta a la Carta Magna)? ¿O es esa conciencia de los propios límites que parece apoderarse de muchas sociedades que tienen (o tuvieron) la convicción de estar a la vanguardia en el mundo? Pues, sabe Dios. Pero yo he escuchado, en más de una ocasión (creo que hasta hay un cuento de Borges sobre este tema), de académicos ingleses que se hacen a un lado en los puestos universitarios diciendo “No, no, fulano o zutano merecen ese cargo; han escrito más y mejor que yo, o son más queridos por sus alumnos”, y cosas por el estilo (que suenan a palabras y actitudes celestiales si las vemos en contraste con los usos de hienas y de chacales que dominan otros ambientes universitarios en el mundo).

La música

Mi padre fue siempre un amante de la música. No un compositor ni un instrumentista, sino simplemente un amante de la música. Y de música clásica, para ser más exactos ¿Cuántos niños han tenido el privilegio de tener un padre así? ¡Qué magnífico es, en efecto, tener la formación (y quizá también la disposición recóndita) para distinguir la paja del grano musicales (lo que, adaptado al Perú de hoy, equivaldría a distinguir la tecnocumbia de Bach)! Nunca serán suficientes las gracias que debo dar a mi padre: me llevaba a conciertos, me compraba discos y, sobre todo, me orientaba ¡Cuánto gana el ser humano comprendiendo la dimensión musical de la existencia!

Aprendiendo técnicas de redacción

Cuando leí por primera vez Yo, Claudio, de Robert Graves, me impresionó mucho el pasaje donde el futuro emperador (el historiador con injusta fama de tarado) recibe, siendo niño, lecciones de redacción de su preceptor griego. “Primero se dice esto, Claudio, luego aquéllo: hay que seguir un orden lógico” “¿Dónde están el inicio y el final?” Mi padre habría añadido: “En el párrafo anterior has dicho lo mismo con otras palabras”, “este adjetivo está de más”, “aquí hay que cortar la frase y poner un punto seguido”. En el caso mío, eran lecciones dadas a su hijo por un matemático que también amaba la literatura (como debió ser un preceptor de la época clásica). Lecciones que ya no se dan en el colegio, y ni siquiera en la Universidad, y que tuvieron siempre, en mi vida y en mis circunstancias, una repercusión y una importancia enormes.

La Historia

Mis padres comprendieron, desde un comienzo, que mi auténtica vocación era la Historia. Pese a estar literalmente rodeado de libros de matemáticas, debieron ver que siempre terminaba, siendo niño, en el estante donde estaban los textos de Porras, de Garcilaso, de Valcárcel y de Basadre (que eran rezago de los años universitarios de mi madre y de mi tío Jorge Plasencia en San Marcos). Percepción doblemente meritoria si consideramos que, por el sesgo de su formación de ingeniero y científico, mi padre sólo entendió muy tardíamente mi obsesión por las fechas, por la nota a pie de página, por los contextos, por los antecedentes, y por las interpretaciones sociales o económicas de las cosas.

A la postre, se produjo en mi padre una simbiosis muy peculiar: seguramente bajo el influjo de los libros de Historia que fui apilando poco a poco en mis años universitarios, y apoyándose evidentemente en su bagaje original de matemático, terminó convirtiéndose en el primer especialista de quipus en el Perú.

En lo que a mí respecta, luego de mi ingreso a la Academia Diplomática en 1985, comprendí, desde un principio (para mi alegría y tranquilidad) que la Historia, la Politología y las Relaciones Internacionales andaban casi de la mano.

Las enseñanzas de mi padre

Además de todas las oportunidades que me brindó, guardo de mi padre tres enseñanzas que siempre he procurado seguir:

Primero es el hombre, después la máquina.
No se aprenden las cosas para obtener una utilidad inmediata o práctica. Se estudia por la nobleza de estudiar. Además, lo bien aprendido, con pasión y con rigor, tarde o temprano termina sirviendo en circunstancias a veces insospechadas.
La auténtica aristocracia es la aristocracia del espíritu, de la Ciencia y del saber.

(Texto escrito a fines del siglo XX)

Referencia: http://www.britishschool.edu.pe/Internos/Perspectives/2007/Perspectives075p.htm

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