Lamentablemente para nuestro país ni aquellas ni la de este domingo, pueden considerarse procesos intachables, sino por el contrario actos que nos convirtieron en sujetos de toda sospecha. A tal punto esto es así que nuestro país despierta, en el exterior, el interés no tanto por las bondades de nuestra democracia sino por tratarse de un país que merece ser vigilado, fiscalizado y observado. No otra es la explicación de las diversas delegaciones de observadores internacionales y el propio surgimiento de la observación nacional canalizada por el grupo Transparencia. Esto está lejos de ser un acto orquestado por la oposición, sino por el contrario. es la más contundente demostración del déficit democrático que soportamos. El Perú se coloca así a la altura de Paraguay y Chile de fines de los ochenta, cuando estos países salían de largas y penosas dictaduras, por su propia falta de credibilidad en la realización de elecciones limpias. Sin embargo, en nuestro país se quiere hacer creer que vivimos la panacea de una sociedad democrática, en la que se ha desterrado lo más pernicioso del pasado: los partidos políticos.
El régimen fujimorista se alzó a inicios de la década gracias a un deterioro posterior crisis del sistema de partidos políticos instaurados a fines de los ochenta. La erosión de su prestigio, debido a la incapacidad de éstos de resolver los dos flagelos mayores de la sociedad peruana -crisis económica y terrorismo-, permitieron la total dispersión de las adhesiones políticas alrededor de los partidos y la aparición de los movimientos amorfos, mal denominados independientes. Se deja de lado los programas, ideologías y maquinarias políticas y la ciudadanía coloca todas sus esperanzas, en figuras individuales al margen de la actividad política tradicional, supuesto origen de los males nacionales o centro de la componenda de una élite que aprovechaba para beneficio propio su condición de representante. Fujimori, catalizador de esa frustración nacional, la dirigió contra los propios partidos e hizo de esta actividad su propio oxígeno. Bajo este sentimiento ejecutó el golpe de 1992 que gran parte de la ciudadanía aprobó, que esperaba que las cosas cambiaran de rumbo así sea a costa de hundirnos en el peligroso juego del caudillismo, que bajo el manto de un mesianismo, ha hecho tanta gala el actual gobernante. Como todo Mesías, que cree que su inentendible protagonismo responde a fuerzas profundas de la historia, Fujimori y su entorno consideró que su paso por la política debía ser un largo recorrido y no una fugaz presencia que lo ataba a una Constitución, que en su momento respetaron sus antecesores. Por eso, cambió la anterior por una a su imagen, semejanza y necesidad. Y la necesidad de trascender, pasaba por permanecer en el poder. Bajo esta visión, la reelección presidencial se convirtió en la piedra angular de la actividad del gobernante en los dos últimos años. Por eso, es perfectamente coherente inaugurar cuanto centro educativo exista, entregar cuanta computadora donada o inspeccionar cuanta obra se encuentre realizándose. En esta misma línea se explica la utilización indebida de los recursos del Estado para hacer campaña electoral, cambiar las reglas de juego al margen de cualquier consenso o manipular de la manera más penosa a los medios de comunicación. Es decir, lo de estadista él lo convirtió en estadística. No por gusto se ha denominado, así mismo, presidente-ingeniero. Pero, si se trataba de construir el edificio político de la democracia, no ha existido peor operario que él.
Esta campaña se diferencia de las anteriores por ese punto, la reelección, en la medida que trastoca todos los términos del juego político abierto, legítimo y competitivo. A lo largo de estos meses, si algo a quedado demostrado es que la reelección desequilibra a niveles espantosos el principio de igualdad que debe existir en toda competencia que requiera ser democrática. Esto va más allá de las quejas -a veces infundadas- de la oposición, para convertirse en un elemento central de la precariedad de nuestro régimen político y la falta total de transparencia de los actos del gobernante. Todo ciudadano debe tomar en cuenta esta realidad a costa de encontrarse mañana más tarde con un régimen personalista acabado que siempre necesitará perpetuarse en el poder, pues ha criado una casta que vive y necesita de su presencia. Fuera de él, regresarían al oscuro mundo del anonimato y la mediocridad. Así ha sucedido aquí y en otras latitudes con regímenes como el que tenemos al frente, que está lejos de haber creado un nuevo tipo de líder. Por el contrario, no es nada más que la recreación del más típico caudillo clientelista que combina algo de Leguía y mucho de Odría, ejemplos preclaros de personajes que utilizaron las elecciones para permanecer en el poder.
Sin embargo, políticos como el candidato-presidente necesita la confrontación, la polarización, pero no el debate, ni menos el difícil juego del consenso. Esto devela sus flaquezas y coloca en sus justos términos sus virtudes. Una no campaña o una campaña de baja intensidad, como la que hemos vivido, lo beneficia. Por eso, apenas unos días de ésta y mientras los otros candidatos se movilizaron por el país ganando adhesiones, Fujimori empezó a perder puntos que lo coloca en el peligroso umbral de una segunda vuelta electoral. Si hace cinco años llegó apoteósico a este punto, hoy es el origen de su pesadilla. Una segunda vuelta lo obligaría a exponerse frente a su contendor, a confrontar planes contra planes, a evidenciar el mal uso de los recursos del Estado en la extensión de una campaña electoral y a necesitar los beneficios de una guerra sucia para poder asegurar una elección que polarizará al país y que beneficiará a su contendor. Fujimori sabe que en una segunda vuelta tiene mucho que perder. Algo más que una elección. (La República, 9 de abril de 1995)