No siempre lo que mayoritariamente demanda la opinión pública es atendido por las élites, incluso cuando las demandas están acompañadas por movilizaciones y protestas sociales. Pero no atenderlas no quiere decir que desaparezcan. La crisis actual, desatada con el fallido golpe de Estado de Pedro Castillo, es parte de un ciclo iniciado en el 2016 –ciertamente con raíces anteriores– que no termina. Si bien las causas, y en parte sus orígenes, son diversas, lo cierto es que las transiciones (1930-1931 y 2000-2001) establecieron gobiernos de transición –más complejo en los treinta– que tenían como propósito allanar elecciones, tanto para presidente como para el Parlamento.
Actualmente, nuestros parlamentarios no se dan por aludidos y consideran que el adelanto de elecciones debe ser condicionado a distintos requisitos desde una convocatoria a referéndum, a una asamblea constituyente, al corte de mandatos de autoridades electorales, de gobernadores y alcaldes o a reformas políticas. Por el lado del Gobierno, este considera que la renuncia es un pedido de una minoría violentista, con una mirada negacionista de la realidad. En consecuencia, es posible que se queden todos, pero es difícil pensar que esta situación –descrédito de la representación– se vaya a revertir, pues no hay nada que eso indique, y que súbitamente los políticos se conviertan en responsables. Se ha extendido la legislatura hasta el 17 de febrero nuevamente en este tira y afloja en donde, por legalismos, ha fracasado, hasta ahora, el intento de reabrir el debate de adelanto de elecciones. Algunos saben que no aprobar nada en esta semana, terminaría por cancelar cualquier adelanto para los próximos tiempos. Si esto ocurre, el Congreso se habría –nuevamente– suicidado. Quizá lo que los incentiva es que la gran mayoría perdería ingresos a los que probablemente nunca accederían, así como estatus y poder. Si no hay reelección parlamentaria, el desincentivo es aún mayor para quedarse.
Desde el gobierno, la presidenta Dina Boluarte ha perdido el capital político que tenía el 7 de diciembre pasado, en los primeros días de su mandato, por no entender que apoyarse en la exoposición y las Fuerzas Armadas era una lectura limitada de una realidad compleja que merecía y exigía medidas más finas y un discurso de acuerdo a una realidad crispada que, si bien era aprovechada por grupos violentistas y criminales, estaba lejos de ser el núcleo que explicaba la realidad. Lo que ha ocurrido en su gobierno son cerca de 60 muertos, doloroso saldo que no resiste explicación que no sea asumir la responsabilidad política. El alto costo es inaceptable, internacionalmente nos está posicionando como un paria, creando una caída en nuestra calificación de una democracia frágil –pero democracia al fin–, a un humillante régimen híbrido, que tiene consecuencias no solo en la reputación como país, sino también en la inversión privada que tanto requiere el propio Gobierno.
¿Qué podría pasar si no hay adelanto ni renuncia? El deterioro de la vida pública se extenderá, los conflictos abrirán nuevos flancos y formas, el impacto en la economía adquirirá bríos y la inestabilidad y el radicalismo crecerán. Si esto se descontrola no habrá canal que se resista. Al cortar las salidas institucionales se abren los causes del desgobierno y no se debería descartar una presencia más activa de los militares en el poder. La renuncia no es una humillación, no otorga el triunfo a los marchantes y menos al “terrorismo”. La presidenta no tiene por que temer, salvo la cárcel, como varios de sus predecesores. No es poca cosa, como tampoco su persistencia en el poder (El Comercio, lunes 13 de febrero del 2023).