Una de las pocas observaciones al informe de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (CANRP) fue aquella en donde se propone que la elección parlamentaria se realice posterior a la primera vuelta electoral y coincidente, si se diera el caso, con la segunda vuelta electoral presidencial. Se piensa que bajo este mecanismo, se crearía una mayoría política artificial del partido de gobierno, al dejar de lado a otras minorías o, los más temerosos, avanzaríamos a un bipartidismo.
La propuesta es cuestionada por los efectos a dos niveles: crear una mayoría parlamentaria oficialista y reducir al mínimo el número de partidos. Temores, por cierto, más fundados para quienes estarían más alejados de la posibilidad de gobernar. Es entendible. Pero, más allá de los cálculos de esta naturaleza, lo propio es pensar en un modelo que permita al presidente gobernar y al Parlamento legislar y controlar políticamente.
La evaluación de nuestro sistema de gobierno llevó a la CANRP a plantear medidas que permitan que el presidente electo el 2021 tenga posibilidades de gobernar, reduciendo la capacidad de obstrucción en el Congreso, en un diseño institucional de un presidencialismo parlamentarizado (El Comercio, 4 de marzo 2019). No se pretende que el gobierno siempre tenga mayoría en el Congreso, ni que se pretenda un bipartidismo. Ninguno de los dos propósitos, por cierto, se garantiza con leyes y menos en un país tan diverso como fraccionado.
Cuatro de nuestros presidentes –José Luis Bustamante y Rivero (1948), Fernando Belaunde Terry (1968), Alberto Fujimori (1992) y Pedro Pablo Kuczynski (2018)– han experimentado diferentes resoluciones del conflicto, constitucionales o no, con un Parlamento opositor. Nuestro país no ha resistido un gobierno dividido al extremo. Sí, un presidente que no tiene mayoría, ni una oposición abultada, como Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, por citar los más recientes.
Modificar el calendario electoral permite lograr tres objetivos sustantivos. Despejar la campaña electoral de primera vuelta de dos elecciones confluyentes, la presidencial y parlamentaria, para tener solo la primera. En el 2016, para el caso de Lima, por ejemplo, se presentaron diez listas presidenciales y diez parlamentarias, con sus 36 candidatos con voto preferencial. En total, 370 candidatos pidiendo el voto a los limeños, cual mercado persa. Las propuestas presidenciales son oscurecidas y silenciadas. Una elección presidencial sola, sin confluencias, permitiría una campaña más limpia y el elector estaría más dispuesto y atento a las propuestas en competencia.
Una votación del Congreso después de la primera elección presidencial permitirá desarrollar, por parte del elector, un voto más estratégico. Es probable que descarte a las organizaciones pequeñas, las que tienen escaso éxito electoral. Permite, pues, frenar en algo el fraccionamiento de la representación parlamentaria. Finalmente, el partido del presidente podrá tener la oportunidad de sumar escaños, pero no necesariamente obtener una mayoría absoluta.
Se cree erróneamente que este diseño siempre otorga una mayoría absoluta para el partido de gobierno, como ocurre en Francia, cuna del ‘ballotage’ o segunda vuelta; como los casos de Emmanuel Macron, quien obtuvo –en el 2017– el 54% de los escaños de la Asamblea Nacional. La diferencia con el modelo francés radica en que, en Francia, además de las dos vueltas presidenciales, la elección a la Asamblea Nacional ocurre un mes después de conocido el resultado presidencial y, lo más importante –la elección de los diputados– se realiza por circunscripciones uninominales y en dos vueltas. Bajo este modelo, obviamente la posibilidad de una mayoría absoluta es muy alta. El nuestro está lejos de este modelo y sus efectos son más moderados (El Comercio, lunes 15 de abril del 2019).
*El autor fue presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.