Pensar que con la eliminación del voto preferencial se terminará casi inmediatamente con todos los males que aquejan a los partidos políticos sería muy ingenuo. Pero pensar que su continuidad es casi igual o peor a su eliminación, no es solo equívoco, sino irresponsable.
Es claro que el voto preferencial en países como el Perú produce una desgastante competencia interna en los partidos, con independencia de la voluntad de los involucrados, por lo que su popularidad ante la opinión pública no debe evitar observar que su impacto ha sido severo sobre los procesos electorales.
El voto preferencial desata una inevitable lógica fratricida. Es así que cada candidato, al necesitar ganar más votos que los compañeros de su propio partido, debe diferenciarse de ellos, convirtiéndose en competencia interna, allí donde debería haber colaboración. La competencia intensa por el voto preferencial ha originado tensiones y pugnas que en muchos casos ha dejado huella de conflicto entre los candidatos, creando dificultades en sus relaciones internas partidarias.
El partido político está incapacitado para desarrollar una campaña unificada, en la medida en que cada candidato hace la suya, impidiendo un mensaje partidario claro. El elector debe recibir mensajes de candidatos presidenciales, al lado del de cada uno de los candidatos de las listas parlamentarias. En el 2011, solo en Lima Metropolitana, para los 36 escaños se presentaron 13 listas, lo que hizo un total de 468 candidatos. Es decir, 468 campañas parlamentarias y una decena presidenciales, creando un sinnúmero de mensajes que pugnan por conseguir el voto ciudadano.
Es casi imposible conocer el origen y gasto de los recursos económicos de los partidos políticos, puesto que el candidato no informa o solo parcialmente sobre sus ingresos. Si los organismos electorales supervisan a los partidos con dificultad, resulta casi imposible hacerlo cuando hay sistema de voto preferencial. Los candidatos al necesitar dinero individualmente resultan siendo vulnerables al apoyo financiero privado y pueden, en algunos casos, caer en manos del dinero mal habido.
En el formato de voto preferencial, doble y opcional, no hay cómo hacer valer la decisión de quienes desean que se mantenga el orden presentado por el partido. Lo que establece una relación peligrosamente inversa: a menor uso del voto preferencial, mayor peso decisivo de los que lo utilizan.
En pocas palabras, los candidatos no tienen lazos firmes con sus partidos, salvo excepciones. Por eso se observa a candidatos que han postulado a tantos partidos como elecciones en las que participa. Como es sabido, las identidades partidarias cuentan poco.
Si a lo anterior se agrega la diferencia de las votaciones de un partido entre elección y elección y el desencanto de los electores en su representantes, tenemos como resultado una alta rotación de congresistas, como ocurrió en la última elección parlamentaria del 2011, donde 105 de 130 fueron nuevos. Esto ocurre desde hace década y media, por lo que cada cinco años ingresa al Parlamento un alto número de congresistas sin experiencia, sin identidades partidarias comunes, pero con grandes carencias, debilidades, cuando no dudosos pasados. Esto es posible gracias al voto preferencial, cuyo impacto en un sistema partidista débil, es mayor que en otros más estructurados.
Si bien muchos líderes de los partidos están a favor de la eliminación del voto preferencial, sus congresistas no les hacen caso. Votan por sus intereses y no por los de su partido. Esto no es extraño, pues casi un tercio de ellos ya salió de su bancada de origen.
Así, si bien el elector apoya el voto preferencial, no conoce que tiene en sus manos un instrumento letal (La República, 8 de noviembre del 2015).