Hay hombres que nunca llegarán al poder y hay otros que nunca debieron llegar. Valentín Paniagua, sin estar en alguno de los grupos, casi no llega a ser presidente. Y es que la política reglada pasa por campañas electorales, en donde no necesariamente gana el mejor y el más capaz.
Valentín Paniagua fue uno de los tres congresistas de la pequeña bancada de su partido Acción Popular, que en el 2000, si bien se encontraba encabezando la lista de candidatos, por el sistema de voto preferencial, quedó tercero y casi no ingresa al Congreso.
Pero, Paniagua no era un extraño en la política peruana. Había sido diputado, habiendo presidido dicha cámara, así como el ministro de Justicia más joven en el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry (1963-1968). Opositor al gobierno autoritario de Fujimori, desde un punto de vista político y constitucional. Esto último como especialista, labrado en sus años de profesor universitario en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y en otros centros de estudio, pues era sobre todo un maestro universitario.
A las pocas semanas del tercer mandato ilegal de Fujimori, se difundió el video en el que Vladimiro Montesinos pagaba a un congresista opositor para pasarse al oficialismo. Era el inicio del desmoronamiento político y moral del fujimorismo y el inicio de la transición democrática. Tras la fuga a Japón de Alberto Fujimori, se eligió a Valentín Paniagua presidente del Congreso, no por le peso de su partido sino por sus calidades personales y, ante la renuncia de los vice presidentes, fue elegido Presidente de la República, dando inicio al denominado gobierno de transición democrático.
Pocas veces se ha visto en el Perú niveles de consenso tan altos en la dirección del ejecutivo. Valentín Paniagua representaba esa reserva moral que el país necesitaba en aquellos momentos tan difíciles. Al lado de crear las condiciones del desarrollo de elecciones limpias, desarrolló políticas de transparencia e información pública, así como de anticorrupción, que lamentablemente han perdido fuerza.
Conocí a Valentín Paniagua hace muchos años, gracias a la coincidencia de intereses sobre las instituciones democráticas y las elecciones, lo que motivó incluso que escribiera en uno de los libros que publiqué en los noventa. Participamos en la comisión electoral de la Mesa de Diálogo Gobierno-Oposición auspiciado por la OEA. Él como representante de Acción Popular y yo como asesor. Recuerdo claramente como en un descanso del trabajo de la comisión, me dijo que yo debería pensar en asumir el cargo de Jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), por mi conocimiento del tema y por que había que involucrarse en una transición que tanto habíamos esperado. A las semanas el Congreso lo elegía presidente de la República y a mi Jefe de ONPE. Nos encontramos en palacio de gobierno para conversar sobre el desarrollo del proceso electoral, que tanto le interesaba por su incidencia en los destinos del país, pero sin faltar a la autonomía institucional.
El 8 de abril del 2001, se celebraron las elecciones generales más limpias y transparentes que el Perú recuerda, dejando atrás las fraudulentas del 2000. Nos tocó la suerte de dirigir dichos comicios, en una de las jornadas históricas más memorables. A los minutos que ofrecimos al país los resultados aquel domingo 8, recibí la llamada del presidente Paniagua quien a nombre de su gobierno felicitaba el trabajo de la ONPE. Él estaba feliz y yo orgulloso.
Así como recibió la banda presidencial, la entregó ocho meses después, con la misma serenidad y sencillez que todos le reconocían. En las encuestas que realizó la PUCP para las elecciones de este año, el perfil de Valentín Paniagua se construía como el más honesto, demócrata y responsable. Parece, sin embargo, que hoy estos valores no mueven masas y no generan votos. Su estilo profesoral, gustaba menos que el demagógico. Quedó cuarto en una elección con poco más del 6% de los votos. Parecía que se asentaba sobre él aquella afirmación cínica: un mal candidato, un buen presidente.
El Perú dejaba de lado a uno de sus hijos más ilustres, muchas veces un lujo de la ingratitud. Su aparente parcimonia era en realidad su real capacidad de leer y actuar en política. Actuación que no solo se tramitaba con discursos, sino con el ejemplo de los valores éticos que tanto cultivó. Cada vez que me veía me decía “Mi querido Fernando”. Ahora solo puedo decirte: mi querido Valentín, te recordaremos siempre.
(Infolatam, 16 de octubre 2006)