Kennedy ganó el debate al experimentado candidato republicano, por que entendió claramente que la era del imperio de la televisión había empezado. Esto quiere decir que la palabra fue sustituida por la imagen. Los asesores de Kennedy, Charles Guggenheim, Tony Schwartz y David Sawyer –posteriormente de los más reconocidos en la política norteamericana- prepararon a un candidato para la televisión, por que los debates se crearon para ésta.
Esta ágora moderna tiene, sin embargo, lógicas distintas a la recreada en la era de la retórica discursiva. Ahora cuenta el aspecto, el tono, la gestualidad y menos la propuesta o, como suele demandarse, el programa. Es decir, el lenguaje no verbal resulta siendo indispensable. Por eso los debates se recuerdan por aquello que llega al corazón y no tanto a la cabeza. Pero, si bien los debates por si solo no deciden una elección, no quiere decir que no tengan ningún impacto.
La paradoja del debate presidencial es que por un lado se exige su realización, bajo la premisa que éste se constituya en el espacio en la que los candidatos proporcionan propuestas y planes que guiarán su desempeño presidencial y, de esta manera, el elector evalúe y tenga mejores argumentos para desarrollar un voto informado, un voto de calidad. Pero, por otro lado, es lo que menos apreciará el televidente. Un debate sobre empleo, agro, seguridad, política exterior, por señalar al azar algunos temas, puede hacerse tan especializado que, salvo los entendidos -que son los menos-, terminará por no ser entendido y menos asumido por el elector.
Un debate abierto y libre, cara a cara, con tiempos iguales, sería el más próximo al debate político clásico, en el que ganaría el que combinaría el discurso con la forma. Es el que desarrolla el típico polemista, de esos que han nutrido muchos parlamentos nuestros. En algunos casos la diferencia en estas destrezas, como en el caso actual, se notaría claramente. Por esta razón, los asesores tratan de minimizar las diferencias, como los riesgos. Esta situación lleva a regular el debate hasta lo más mínimo y a formalizarlo en extremo, perdiendo toda espontaneidad. Por ejemplo, en el último debate entre Bush y Kerry, en la última elección norteamericana, las partes acordaron un documento de 32 páginas, en el que se determinaron las directrices que deberían seguirse para el debate. Es así que nada se deja al azar, todo se controla, como que así han sido los debates presidenciales después del Kennedy-Nixon de 1960. Así parece conducirnos los tan esperados debates electorales.