Sobre la base de un reducido número de personas y con márgenes de error pequeños se podía conocer las ideas, sentimientos y expectativas, de toda una población. Esto entusiasmo tanto al mundo académico como periodístico.
El problema se planteó cuando el reduccionismo académico y el periodismo deslumbrado por el nuevo instrumento, confundieron los estados de opinión con la opinión pública. De allí a llamar a las encuestas -que no son sino estados de opinión-, encuestas de opinión pública hubo solo un paso. Cuando esto ocurrió, no fue sorpresa que se definiera simplistamente a la opinión pública, como aquella que miden las encuestas de opinión. Esta identificación entre encuesta de opinión y opinión pública ignoraron las implicancias políticas y de comunicación política que involucra.
La opinión pública es un concepto genérico, no cuantificado. Considerar la sociedad como una mera colección de individuos aislados es un craso error de partida. La opinión pública no es la resultante de la sumatoria de las opiniones particulares. Sin embargo, en la base, las encuestas tratan a la opinión pública como una sumatoria de opiniones individuales recogidas en una situación de aislamiento, por lo que se transforma en una opinión aislada. El gran sociólogo francés Pierre Bordeu señalaba, no sin razón, que en la vida real las opiniones son fuerzas, y las relaciones de opinión son conflictos de fuerza entre grupos. La consecuencia de este proceso es convertir al sondeo de opinión en un instrumento de acción política, imponiendo la ilusión de que existe una opción pública como suma de opiniones individuales.
El empleo del muestreo al azar es válido para encuestar conocimientos e informaciones del público, pero tiene problemas para abordar opiniones. Por lo tanto, las opiniones individuales y asiladas tienen distinta fuerza que agrupadas y reconocidas entre sí. Por ejemplo, una encuesta del National Opinion Research Center (NORC) de la Universidad de Chicago, en 1964, arrojó como resultado que el 7 por ciento de los norteamericanos adultos consideraban que Hitler tuvo razón al querer matar a los judíos. Este 7 por ciento equivalía a unos 8 millones de individuos. No llamó a preocupación pues estos sentimientos se expresaron a un entrevistador de manera individual sin que ninguno de ellos se percatara de su fuerza colectiva.
El otro problema es el referido la misma acción de encuesta, pues en la medida que el encuestado es sorprendido y obligado a responder a preguntas que ellos no se han planteado y, por lo tanto, transforma respuestas éticas en respuestas políticas por el simple efecto de la imposición de la problemática. Por otro lado, las preguntas hechas en una encuesta de opinión no son preguntas que todas las personas encuestadas se planteen realmente. Esto trae problemas adicionales, pues la condición para responder adecuadamente a una pregunta política es que el entrevistado pueda ser capaz de constituirla como política y, posteriormente, poder aplicar categorías propiamente políticas que pueden ser más o menos adecuadas, refinadas, etc.
En consecuencia, estos pocos elementos apuntan a diferenciar a la opinión pública de los estados de opinión: No hay pues que confundirlas y menos hacer de ellos valores casi absolutos.
(El Comercio, 22 de abril del 2004)