No me queda duda alguna de que un chiste o una rutina cómica que gocen de la nota mínima de originalidad correspondiente son protegibles por el derecho de autor. Al igual que con el caso de los tweets, el tamaño del chiste no tiene nada que ver con la posibilidad de tutela en sí misma. Sin embargo, no es cuestión del día a día escuchar de denuncias o demandas por violación del derecho sobre un chiste o una rutina cómica. Dotar Oliar y Christopher Sprigman en un paper publicado en el Virginia Law Review reconocían que a pesar que los comediantes suelen sentirse muy fastidiados con el hecho que alguien les robe la rutina, no es posible encontrar controversias entre comediantes rivales.
¿Qué podría estar pasando? A pesar del simple dato de que denunciar o demandar cuesta (como todo el sistema legal, aunque eso suela perderse de vista fácilmente), lo cierto es que la protección, aunque está disponible, se encuentra en parte limitada por la configuración estructural del derecho, en especial, en lo que se refiere a la ampliamente estudiada dicotomía idea/expresión. El derecho de autor protege la expresión original de una idea pero no la idea en sí misma. Suele aceptarse que lo que normalmente hace que el chiste funcione (es decir, nos haga reír) es la idea con la que se juega y no lo que realmente se está diciendo. Y, en todo caso, la parte determinante, muchas veces, la forma de decir el chiste y no la literalidad de éste.
Según lo que los autores antes citados refieren en su trabajo, normalmente los comediantes atribuyen la autoría de un chiste al que se le ocurre la idea por primera vez. Quien se encarga del cierre del chiste (el punchline), se entiende que cede éste al originador de la idea. Desde luego, en términos legales, ambos podrían ser co-autores. Pero la idea de una autoría compartida, colisiona en la práctica con la percepción cotidiana de los espectadores o la audiencia. Más allá de lo que diga el sistema legal, la gente reconocerá que el chiste es de quien lo dijo primero. Y nadie quiere ser percibido como un ladrón de chistes.
¿Qué hace que el chiste sea una verdadera obra? ¿La originalidad en su estructura o la original forma de decirlo?. Una pregunta tan trivial podría tener consecuencias interesantes para redimensionar el campo de protección del derecho. La forma de decir un chiste –que puede ser muy variada entre diversos comediantes- es un factor exógeno al chiste en sí mismo. ¿Podría un mismo chiste contado de forma muy diversa no dar base para una infracción? No está claro que la propiedad intelectual haya generado incentivos para ser cómico ni haya impulsado la creatividad de los comediantes. No existe evidencia de que la propiedad intelectual, para decirlo de manera más “gráfica”, nos aliente a ser mejores payasos. Pero vale el ejercicio mental como una forma de reflexión sobre los siempre apasionantes ámbitos cubiertos por la propiedad intelectual.
Por: Gustavo M. Rodríguez García