Sobre el principio de legalidad, tenemos que las autoridades administrativas deben desempeñar sus cargos respetando la Constitución y las leyes, deben proceder conforme a derecho, siempre dentro del marco de las facultades que les fueron conferidas; para lo cual tenemos lo establecido por el Tribunal Constitucional en reiterada jurisprudencia que: “la exigencia de que las resoluciones judiciales sean motivadas en los términos del artículo 139 inciso 5) de la Constitución, garantiza que los jueces, cualquiera sea la instancia a la que pertenezca, expresen el proceso mental que los ha llevado a decidir una controversia, asegurando que el ejercicio de la potestad de administrar justicia se haga con sujeción a la Constitución y a la ley. (…)”[1] .

Tal como señala Dromi[2], el principio de legalidad es la columna vertebral de la actuación administrativa, e implica necesariamente que: a) toda la actuación administrativa deba sustentarse en normas jurídicas, cualquiera que fuera su fuente; b) debe respetarse la jerarquía normativa, a fin de preservar el normal desenvolvimiento del orden jurídico; c) todo acto de la administración debe encontrar su justificación en preceptos legales y hechos, conductas y circunstancias que lo causen; d) subordinación del ordenamiento jurídico al orden político fundamental plasmado en la Constitución.

Sobre el principio de presunción de veracidad, tenemos que obliga al Estado a suponer que el recurrente dice la verdad, y que los documentos que presenta son idóneos. Indudablemente, aquello que es una presunción iuris tantum, y por consiguiente admite prueba en contrario, esto último constituye la fiscalización posterior; lo que significa que se presume que los documentos y declaraciones proporcionadas por los administrados en la forma prescrita por esta Ley, responden a la verdad de los hechos por ellos afirmados, salvo prueba en contrario.

Aunado a lo anterior, cabe enfatizar que si bien es cierto los citados principios regulan el procedimiento administrativo a fin de proteger el interés general, garantizando los derechos e intereses de los administrados; también existen, los casos fortuitos o de fuerza mayor, que se configuran cuando “(…) el incumplimiento de la obligación puede tener origen en causas independientes de la voluntad del deudor, extraordinarias, imprevisibles e irresistibles (…[3])”, y la fuerza mayor cuando “(…) el evento extraordinario e irresistible, es generado por una autoridad que goza de un poder otorgado por el Estado, es decir, no requiere el elemento de imprevisibilidad, pues basta con que el mismo, de haberse podido prever, fuera inevitable (…)”[4].

En consecuencia, tenemos que aquellos hechos o eventos que configuren el caso fortuito y la fuerza mayor, conforme a los elementos que se exigen y que determinan su concepto, generarán el rompimiento del nexo causal del hecho infractor, motivando la ausencia de responsabilidad administrativa del administrado infractor.

 

 

[1] Expediente Nº 01230-2002-HC/TC f.j. 11

[2] Dromi, Roberto. “El Procedimiento Administrativo”. Buenos Aires, 1996, p. 61.

[3] OSTERLING PARODI, Felipe y CASTILLO FREYRE, Mario. Tratado de las Obligaciones. Vol. XVI. Cuarta Parte. Tomo XI. Pontificia Universidad Católica del Perú: Lima; págs. 604 a 609.

[4] GUZMÁN NAPURÍ, Christian. Manual de Procedimiento Administrativo General. Primera Edición, 2013. Pacífico Editores.Pág.676.

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