El niño

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Una mañana desperté con la sensación de que me había muerto. No supe si la sensación era real o solo una fantasía, sino hasta el mediodía en que me llamó la persona que hacía la limpieza en el dormitorio. En ese momento comprendí que estaba vivo aún, pero que no debía confiarme demasiado de esta realidad, por lo menos no de la forma en que se presentaba ante mí.

Le pedí a la señora que vuelva en unos minutos, porque todavía no me había vestido. Una vez se hubo marchado, prendí un cigarrillo que tomé de la mesita que estaba al lado de la cama. Lo fumé a grandes bocanadas con un placer que no sentía desde hacía mucho tiempo. Fumar echado en la cama suponía para mí un placer casi infinito. Y más aún el olor de la humareda impregnado en la habitación me causaba una sensación similar a la que se sueña estando en el paraíso.

Miré mi reloj, eran ya las 12:20 del mediodía. Debía reponerme y vestirme. Tenía la manía de dormir desnudo y siempre destapado. Era mejor cuando en invierno porque el frío era más relajante y mi mente para poder dormir necesitaba sentirlo intensamente. El calor lo odiaba. Ya vestido, cogí mi maleta que llevaba a todos lados, en ella siempre había lo mismo: un par de libros, un blog de notas, un lapicero de tinta líquida (no podía escribir con otro tipo de lapicero) y unos cuantos papeles sueltos en los que había escrito cualquier cosa en el camino de un lugar a otro. Salí raudo aunque no sabía bien dónde iría, porque no tenía nada planeado ese día, solo debía desocupar la habitación para que puedan hacer la limpieza y no me cobren un día más de alojamiento.

Una vez llegué a la calle, caminé por la avenida en la que se encontraba el alojamiento en el que me había quedado la noche anterior. Caminé sin rumbo fijo, las calles eran agradables porque tenían muchos árboles alrededor y nunca había mucha gente. Las pocas personas que transitaban por ahí siempre iban distraídas, como pensando en las muchas cosas que debían hacer, sin detenerse casi nunca y menos sin mirar a las otras personas que caminaban a su lado. Creo que el único que se daba el tiempo de observarlos era yo, porque esa era otra de mis aficiones, mirar a la gente, pensar en lo que ellos probablemente estarían pensando, imaginar sus vidas, cada cual una historia, un manojo de problemas, un sentido de alegría y felicidad que seguramente yo no estaba en condiciones de comprender, pero disfrutaba de imaginarlos.

Cuando me di cuenta del tiempo, ya había pasado casi una hora de andar así, sin rumbo fijo, y me dio hambre, así que busqué un lugar donde poder comer. Encontré una carretilla que vendía sándwichs propicios para mi economía maltrecha y para mi voraz apetito. Me comí dos enormes panes con jamón, aunque en realidad eran más pan y cebolla que jamón, pero era sabroso al gusto. Tomé un vaso de refresco y con eso ya estaba listo para afrontar lo que el día me depare. Aunque no tenía la menor idea de lo que el día me podía deparar si no tenía ningún plan.

Volví a mi ruta sin destino alguno. Caminé unas cuantas cuadras y llegué a una plaza pequeña. Me senté en una banca que se encontraba vacía, saqué un cigarrillo de mi casaca y lo prendí con entusiasmo. Me puse a fumar con mucha paz y distraído en los niños que estaban jugando a la pelota a unos metros de donde me encontraba. Era divertido verlos, sobre todo a uno que se esforzaba más que el resto por hacer buenas jugadas y meter goles, sin éxito alguno. Me gustaba eso de los niños, cada juego era siempre un reto ineludible que los hacía esforzarse al máximo por conseguir sus propósitos. Ellos sí, literalmente, dejaban todo en la cancha.

Saqué uno de mis libros y me puse a ojearlo. Ya me había fumado cuatro cigarrillos y de a pocos la caja se quedaba vacía. Eso me preocupaba. Seguí distraído en la novela que estaba leyendo cuando de pronto uno de los niños se me acercó –precisamente el que se esforzaba más que el resto- y me preguntó qué hacía. Yo me quedé perplejo por la naturalidad con la que se aproximó hacia mí. No supe muy bien qué responder. Atiné a decirle que leía un libro, una novela policial de mi autor favorito. El niño se quedó ahí, esperando más respuesta de mi parte. Yo no tenía idea de qué más decirle. Parado frente a mí, inmóvil y mirándome fijamente volvió a preguntar qué hacía. Le volví a decir que leía un libro, una novela. Algo así como un cuento para grandes. Le pregunté si sabía leer. Me dijo que recién estaba aprendiendo en la escuela. Le pregunté si en su escuela le leían cuentos. Me dijo que no. ¿Y tus padres te leen cuentos o historias? Me volvió a responder negativamente. Volvió a preguntar con naturalidad, qué hacía. Yo lo miré y le dije la verdad: no sé qué hago acá. No sé qué voy a hacer más tarde. No tengo idea. Pero no me interesa mucho saberlo tampoco. Y tú qué haces, le pregunté, como queriendo salir de ese momento ya un tanto incómodo para mí. Me respondió naturalmente, como si fuera una verdad evidente para cualquiera menos para mí: juego. Luego se dio media vuelta y se marchó.

Yo me quedé sentado un rato más pensando en la presencia de este niño, en sus preguntas. No sabía bien qué había sucedido en esos minutos que ese niño estuvo a mi lado como inquiriéndome pero si me di cuenta de algo, yo no tenía la más puta idea de qué estaba haciendo.

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