Mi Voto no tiene Precio. Elección racional y ética pública

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El día de ayer un buen amigo me alcanzó este artículo que lleva el mismo título de un post que publiqué también ayer.

“Roba pero hace obra”: ¿Por qué los peruanos toleramos la corrupción?

El artículo, escrito por Gonzalo Zegarra Mulanovich aporta un análisis bastante interesante sobre algunas de las posibles razones por las que el 41% de los electores, según las encuestas, votaría por Castañeda en las próximas elecciones municipales. Son dos las ideas principales que sostiene el autor para explicar la corrupción y la tolerancia ciudadana a esta. La primera se refiere al estatismo promovido por la izquierda desde la caída de Fujimori, la cual ensancha el Estado generando más oportunidades de corrupción. La segunda idea tiene que ver con la informalidad. “Si entre el 30% y 50% de la población no paga impuestos, entonces es razonable que haya un 41% que tolere la corrupción estatal”, afirma Zegarra. La primera idea es bastante discutible y merece otro tipo de análisis. La segunda idea es plausible, en tanto atañe nuestra cultura cívica. Sin embargo, hay una tercera idea que procura dar una razón explicativa de por qué los votantes elegirían a Castañeda, aceptando la perversa máxima roba pero hace obra. La cito a continuación:

“¿Qué clase de ciudadanos son éstos que se dejan robar a cambio de que les construyan unas escaleras?, parecen preguntarse los indignados. Pues bien, son simples mortales maximizadores de beneficios, que valoran las obras pero no sufren el robo, porque no es a ellos a quienes les roban, ni directa ni indirectamente”.

Desde el discurso utilitarista ramplón y la teoría de la elección racional (herencia de la teoría económica), Zegarra pretende explicar al elector que vota considerando la máxima “roba pero hace obra”. La idea que subyace a este discurso es que todos queremos maximizar nuestros beneficios. No cabe duda que es así. Es decir, todas las personas por lo general queremos obtener el máximo beneficio al menor costo posible (teoría de la elección racional) o pretendemos gozar o realizar acciones que generen placer o bienestar a la mayor cantidad de personas (discurso utilitarista genérico). Sin embargo, las preguntas siempre serán ¿a costa de qué? ¿Cuál es el límite?

Muchas veces razonar y actuar considerando únicamente el beneficio inmediato para sí mismo puede ser contraproducente porque, entre otras cosas, abre la ventana de oportunidad para que busquemos alcanzar nuestros propósitos sin que tengamos en cuenta que vivimos en una comunidad con la tenemos obligaciones, así como esperamos de ella que se respeten nuestros derechos. Es decir, el “todo vale”, el “todos contra todos”, el “!qué chucha¡” con tal de satisfacer mis propósitos se termina por imponer. El estado de guerra dirían los filósofos modernos.

Esto, a su vez, genera un riesgo aún más lesivo para el ejercicio pleno de la ciudadanía: la mercantilización de bienes y servicios que no están ni tendrían que estar regidos por la lógica del mercado. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si la educación no fuera gratuita? ¿Tendrían acceso a ella todos los miembros de la comunidad? ¿Qué pasaría con los menos aventajados económicamente? Tal como nos ha enseñado Michael Walzer en su clásico libro “Esferas de la Justicia”, cada bien adquiere su valor en el contexto en el que debe ser distribuido. Lo justo, es distribuir los bienes respetando su significado, sin imponerles otros fuera de su propio contexto. En ese sentido, el dinero sirve para comprar algunos bienes y servicios expuestos en el mercado. Es decir, el dinero es útil en el contexto del mercado. Pero otros bienes tienen valor y exigimos que se nos distribuyan porque valen en su propio contexto, como la educación que posee el valor de ser un derecho universal. O la salud, la justicia y así muchos otros que todos tenemos en mente.  Por ello, el dinero no podría ser un elemento de distribución de estos bienes. El mercado no debiera operar como criterio de distribución, porque se trata de derechos y no de productos o servicios que se puedan comprar.

Se puede demostrar cómo el robo en el Estado, o la corrupción afecta directa e indirectamente a los ciudadanos. Especialmente a los que se encuentran en mayor situación de vulnerabilidad económica. Como me enseñó un viejo amigo y también ex – colega, la corrupción es especialmente nociva porque quiebra el principio de igualdad y no discriminación que rige a los Estados constitucionales como el nuestro. Esto quiere decir que el Estado a través de la administración pública debe regirse tratando a todos los ciudadanos con el mismo respeto y la misma consideración en tanto forman parte de la misma comunidad política en la que se reconocen con los mismos derechos y las mismas obligaciones. La autoridad que roba, aun haciendo obras, se pone por encima de los demás ciudadanos haciendo mofa de la ley, y trata a otros preferentemente sin motivo expuesto en nuestras normas, poniendo como criterio de distribución de los bienes públicos el dinero o los acuerdos por debajo de la mesa. De esta manera se mercantiliza el ejercicio del poder que debiera estar al servicio de todos los ciudadanos y ciudadanas de la misma forma, solo por el hecho de ser ciudadanos.

La convicción respecto por quien votar está regida por el valor de la participación en la vida pública. Con nuestro voto elegimos a gobernantes que consideramos idóneos para que administren correctamente los bienes públicos, es decir, aquellos que nos pertenecen a todos los ciudadanos y ciudadanas, haciendo uso de los recursos adecuadamente, en el marco de lo que la ley determina. Si ello ocurre, yo, como sujeto particular me beneficiaré obteniendo políticas y servicios de calidad que mejoren mi calidad de vida. “El Yo es parte del todos”.

Es más indignante aún, cuando la autoridad que roba se ríe en nuestras propias caras sabiendo de la complicidad de los ciudadanos que no les importa el acto inmoral, con tal de, erróneamente, creer que de esa forma maximiza sus propios beneficios.

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