Ética y política: ¿amigas o rivales?

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A menudo creemos que los temas éticos son temas de un orden distinto y lejano a nuestro sistema de relaciones cotidianas. Es decir, se piensa que la ética se ocupa de temas complicados y que son los teóricos los llamados a hablar de ella. Sin embargo esto no es así, por lo menos no del todo. La ética era definida por Aristóteles, filósofo griego del S. V a.c., como filosofía práctica. Filosofía, porque efectivamente, la ética se ocupa de un cierto saber, busca una determinada sabiduría o conocimiento, aunque su campo de estudio no sea exclusivamente el mundo teorético, sino más bien las acciones que llevan a cabo los sujetos y que a la postre devienen en la conformación de un conjunto de prácticas que identifican a un pueblo.

Precisamente porque ella -la ética- no puede ser exclusiva de la dimensión intelectual del ser humano, es decir, no pertenece sólo al orden del saber y de la ciencia, implica una reflexión de la vida práctica de los individuos y por tanto del sentido de sus acciones, por lo cual, una persona puede ser identificada como ética o no, sólo a partir de la comprensión de sus actos, y no por lo que sabe (teóricamente) sobre estos temas.

La pregunta es la siguiente ¿si la ética persigue un tipo de conocimiento, cuál será este?, ¿cuál es el objeto de conocimiento de la ética? La respuesta que se ensaya desde la filosofía Aristotélica es la siguiente: saber elegir lo oportuno y pertinente en cada situación, tanto para uno mismo, como para los demás. Y en este caso, la elección de lo más oportuno o pertinente tiene que ver con el fin de la vida humana: la felicidad. Todos queremos ser felices (de eso no cabe duda), la pregunta siempre será ¿qué tenemos que hacer para ser felices? Esta pregunta encuentra su paralelo en el discurso religioso, cuando en el nuevo testamento el joven rico le pregunta a Jesús ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? La respuesta de Jesús es inmediata, “vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”. Esta respuesta de Jesús, comprendida desde la Fe, no deja dudas de lo que se debe hacer para ser feliz, la claridad nace de la divinidad misma del Dios hecho hombre y compartida con los otros hombres. Pero aquí está el asunto, al fin y al cabo el que habla, dice e invoca, presentando el panorama con tal claridad es Dios, ser superior a la humanidad.

Volviendo a la pregunta ¿qué tenemos que hacer para ser felices?, a diferencia de la respuesta que encontramos en el ámbito de la fe, esta no se hallará fuera de la esfera de la vida humana. Es decir, que dicha pregunta no será respondida por la divinidad (como acabamos de ver en el pasaje de Jesús y el joven rico), ni por cualquier ente extraño a la humanidad. Son los propios hombres y mujeres que deberemos responder y actuar, de tal modo que nuestras acciones nos conduzcan a la felicidad que todos anhelamos. Entonces será necesario saber, para poder actuar bien, qué es lo más apropiado u oportuno en cada caso, tanto para nosotros mismos, como para los demás, de modo que así nos acerquemos a la felicidad que buscamos.

Hablar de la felicidad representa de por sí un tema bastante complejo. Siempre resulta pretencioso querer definirla de modo completo. Aun así, y dicho muy a grandes rasgos, la felicidad podemos definirla como la realización plena del ser humano. O como vida plena. Aun cuando para Aristóteles la felicidad podía hallarse mediante un ejercicio de contemplación, dicho ejercicio se daba sobre la base una vida vivida – valga la redundancia-, es decir, era contemplación de una historia, que en este caso, es la historia de un ser humano portador de diversas experiencias en un tiempo y espacios determinados.

Es así que el comportamiento ético apunta a la realización de dicha vida plena, la cual se da en la historia y nunca al margen de los otros, puesto que inevitablemente somos seres sociales, como diría Aristóteles, “zoom politikon”[1]. En tal sentido, la felicidad dependerá también de lo que los otros pongan en mí o de la manera como me relacione con los demás. Somos seres dialógicos, diría el filósofo canadiense Charles Taylor, nunca monológicos[2]. Esto quiere decir que nuestra manera de comprendernos a nosotros mismos y al mundo, y de este modo, la manera como vamos construyendo nuestras identidades (y con ellas nuestros ideales, planes de vida, opciones, etc), son en constante diálogo con los demás.

El diálogo no habría que entenderlo reduciéndolo al sólo hecho de la conversación. Cuando conversamos, en el más serio sentido de la palabra, puede que dialoguemos. En tal caso, la conversación se presenta como un medio para poder dialogar mas no como diálogo en sí mismo. El diálogo posee la característica de intercambio, mediante él, los seres humanos “depositamos” cosas en los otros y los otros hacen los mismos con nuestras identidades, de tal modo que mediante el diálogo nos expresamos, afirmando o negando elementos cualitativos de nuestras vidas y poniendo énfasis en lo que deseamos ser. Mediante el diálogo expresamos nuestro ser y nos exponemos al mundo de la vida en sociedad.

Esta exposición es en gran medida riesgosa. Nunca se sabe qué se desencadenará en la relación que se entabla con otro. Sin embargo es algo que no podemos evitar, nuestra vida se configura necesariamente en relación con los demás y es en esta exposición mutua de los seres humanos que se configura el comportamiento ético. En buena medida lo que yo haga con el otro es lo que ese otro experimentará como existencia, de la misma manera a la inversa. Y las existencias pueden ser así frustrantes o plenas, dependiendo de cómo me acerque a los demás y claro está, también como los demás se acerquen a mí.

Todo esto nos lleva a pensar en los diversos modos que construimos nuestras relaciones. No podemos afirmar que existe una sola manera de relacionarnos, toda vez que nuestros actos son de por sí diversos y expresan diversas dimensiones de nuestro ser, a través de gestos, actitudes y palabras (tomo la palabra, en este sentido, también como acto o acción, en el sentido que la filósofa Hanna Arendt lo hacía, al afirmar que la palabra expresada a través del discurso genera acción y ella misma es acción en cuanto los derroteros que genera)[3].

Habría que reflexionar en la relación tan cercana, que ya los griegos habían identificado con mucha lucidez, entre la ética y la política, porque. La acción buena, aquella que procura mi felicidad y que me lleva a no obstaculizar la del otro, se da en el espacio de convivencia que para los griegos era el espacio público, aquel donde se tomaban las decisiones relevantes para el bienestar de los ciudadanos.

En ese sentido no se puede pensar en la política sin la ética ni viceversa, puesto que la política busca la administración del poder para generar un bien colectivo, es decir, un bien común a todas y todos los ciudadanos, y dicha búsqueda -el bien común- entendido como la realización de los planes de vida de cada ciudadano a partir de los programas propuestos desde la administración del poder, así como la construcción de dichos programas desde la participación de la sociedad civil, tiene componentes éticos muy fuertes tal como lo hemos intentado mostrar cuando definíamos el concepto o la idea de ética.

De la misma forma cuando hablamos de ética, si ésta es fundamentalmente acción, la acción nunca puede darse en solitario, sino que necesita un interlocutor el cual será el depositario de dicha acción, sin el cual ésta pierde sentido. Y aunque los interlocutores de nuestras acciones los podamos hallar en los espacios privados como la familia, dicho sea de paso, espacios muy importantes y hasta fundamentales, en cuanto que en éstos se configuran las identidades en primera instancia, sin embargo no podemos dejar de lado el hecho de que vivimos en sociedad y que las relaciones sociales son el fondo relaciones políticas en tanto dichas relaciones se dan sobre la expectativa de bien común.

Si hacemos una evaluación ética ágil de lo que nos toca vivir como sociedad, nos daremos cuenta que las situaciones desfavorables que vivimos como país responden en mucho a una carencia de educación para el ejercicio del buen juicio, es decir, para el ejercicio ético.

Las relaciones políticas tan venidas a menos hoy en día, donde no sólo son protagonistas diversas figuras políticas públicas de distintos partidos y grupos en nuestro país, sino también los agentes de la sociedad civil que con su silencio o indiferencia frente a las cosas de interés público, revelan una conciencia ética débil. Asimismo en lo que respecta a la situación de violencia cotidiana que vivimos, pensando en el tejido social, tanto en la esfera privada como el maltrato familiar, o los lenguajes despectivos generados para relacionarnos con nuestros “próximos”, representa que el ejercicio del buen juicio, o la acción buena para con los demás se encuentra ausente de nuestros referentes de acción, lo cual genera identidades débiles, sesgadas y hasta podríamos decir mutiladas para acceder a la vida plena que todos buscamos.

Todo esto es lo que se ha venido a denominar ya desde hace un buen tiempo como cultura de violencia, es decir, la violencia arraigada en nuestros distintos espacios vitales, tanto privados como públicos, los cuales dominan nuestros modos de acercarnos a los otros.

Lo trágico de este asunto, es que la cultura de violencia aceptada pasivamente, produce, como una máquina industrial, situaciones de violencia sistemáticas e institucionalizadas, como la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, desapariciones forzadas y en definitiva, diversos tipos de violación a los derechos humanos.

En tal sentido, por más que nos esforcemos en cambiar el aparato administrativo de poder político, o las reglamentaciones institucionales, o incluso las leyes, la situación de violencia y violación de nuestra dignidad y por lo tanto de nuestra identidad que busca una vida plena no desaparecerá. Hace falta que los cambios se den en los imaginarios colectivos, en las prácticas cotidianas y en el sistema de creencias de la población en su conjunto, desarrollando nuestra capacidad del buen juicio. La vida plena que todos y todas anhelamos podremos hallarla siempre que sepamos elegir lo mejor para nosotros y para los demás, doble dinámica de la cual no podemos desprendernos para este fin y la cual se transmite con acciones antes que con palabras. Actuar bien representa un reto ineludible en nuestros días.

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[1] Ética a Nicómaco. Aristóteles.
[2] El Multiculturalismo y las Políticas de Reconocimiento. Charles Taylor.
[3] La Condición Humana. Capítulo V: La acción. Hanna Arendt.

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Un pensamiento en “Ética y política: ¿amigas o rivales?

  1. yanet

    hola carlo mario, el artículo que escribiste es muy enriquecedor y en verdad tienes razón, muchas veces solo criticamos al gobierno de q las cosas vayan mal pero no nos damos cuenta q nosotros tambien vamos mal en muchas cosas como en el dialogo y debemos reflexionar en esas cosas…

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