Ética del interés público

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Si asumimos que la corrupción implica un tipo de relación entre ciudadanos y autoridades que desvirtúa la función pública, y con ello la correcta provisión de servicios básicos a la ciudadanía –es decir, la concreción misma de sus derechos fundamentales tales como educación, salud, seguridad, entre otros-; entonces la lucha contra la corrupción implica un tipo de acción donde intervengan todos los actores potencialmente implicados, es decir, una acción colectiva.

Esta dimensión colectiva de la lucha contra la corrupción no siempre representa algo obvio. Por el contrario, aun cuando se percibe como uno de los principales problemas para la consolidación de nuestro sistema institucional y en general, como algo que debilita la moral de nuestra sociedad, su erradicación es siempre sentida como un problema del cual se debe ocupar solo el Estado, ya sea a través de producción de normas, generación de sistemas de control institucionales más rigurosos y sanciones más drásticas contra quienes la cometen. Y aunque todo ello es cierto, es decir, el Estado debe jugar un rol protagónico en la lucha contra la corrupción, cabe preguntarnos ¿cuál es el rol que los ciudadanos y ciudadanas deben jugar en esta lucha? Y es precisamente a esto que nos referimos cuando hablamos de acción colectiva, como aquella capacidad de actuación conjunta entre la ciudadanía y el Estado, ya sea para establecer mecanismos de prevención o para realizar acciones que contribuyan a la erradicación de la corrupción, generando corriente de opinión pública y nuevas prácticas sociales.

La acción colectiva entre la ciudadanía y el Estado se funda en base a tres ejes clave: 1) la articulación de esfuerzos en la lucha contra la corrupción, lo cual facilita la coordinación de acciones e incrementa el impacto de las mismas, 2) la superación de la indiferencia que permita el ejercicio de la denuncia como un derecho clave tanto del ciudadano como del funcionario público que es testigo de un acto de corrupción y 3) tal vez lo más importante, la generación de una conciencia ética de interés público en la que la corrupción sea percibida como un problema que afecta a la sociedad en su conjunto y no solo a particulares, por lo cual, cualquier ciudadano estará dispuesto a oponerse a su práctica tanto en la otra persona como en sí mismo.

Para ello será necesario promover una ética de interés público en los espacios primarios en los que las personas desarrollan los valores que dan sentido a su actuar cotidiano: la familia, la comunidad, la Escuela, etc. Espacios e instituciones que educan el carácter de las personas y que por lo tanto se constituyen en “marcos referenciales” para el desarrollo de actitudes basadas en el buen juicio en el espacio público, que motive el rechazo y la denuncia de actos de corrupción, como ejercicio de un derecho, y al mismo tiempo como un deber cívico.

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