Sobre Charly García y Canción para mi muerte
Categoría : General
“Canción para mi muerte” ha sido considerada desde hace varias décadas como un himno del rock progresivo argentino. Para los fanáticos de Carlos Alberto García Moreno (o el Charly García que conocemos) el tema va más allá: es —sin más— la obra musical que trazó por primera vez unas líneas nítidas de quien estaba destinado a ser un genio del rock latinoamericano. Un quinto Beatle. Un Maradona del rock.
Para evitar los mitos que siempre se crean en los velorios, el mismo Charly contó que aquella canción la escribió al caer en una sobredosis de anfetaminas en los últimos años de la década del sesenta. Dice haberse provocado ese estado letárgico para convencer a los militares que padecía de soplo al corazón y de esa manera ser expulsado del servicio militar al que fue a parar por la dictadura. Entre rifles, uniformes y tubos de enfermería —en lo que él consideraba un estado mortis causa— escribió los cuartetos de aquella canción a la que meses más tarde le agregaría el sonido principal de un piano clásico, secundado por el rasgueo de una guitarra acústica y la estridencia de una batería rudimentaria que era armonizada sobre la marcha por las notas agresivas de un bajo. Una conjugación de partes alejada de la complejidad que se hizo una pieza cuasiperfecta de trova, folk y rock.
Posteriormente, Charly reconocería que la estrategia fue un exceso de rebeldía, pero le sorprendió que la muerte apareciese haciendo las veces de un canto. Para quienes lo conocen bien, sin embargo, aquella fue una gesta digna de un muchacho arrebatado por la euforia de mayo del 68, el florecimiento de la movida Hippie y por su reverencia a los Beatles, ese cuarteto de Liverpool que provocó un giro copernicano en su vida como para abandonar a Mozart e irse a hacer rock.
¿Por qué cantarle a la muerte? creo que en su agonía, Charly pensó que sus exequias se verterían en una fosa bonaerense predestinada al olvido, lo que era inaceptable para un ególatra que desde ya buscaba que le apunten los reflectores incandescentes de la posteridad. Por eso, aquel cachaco, uno más de la tropa, escribió ese himno de despedida mientras los militares le daban de baja rasgándole los galones de patriotismo frente a su camilla. Un fanático diría con pertinencia, citando a pie de letra a Platón: hay quienes están para ser protectores de la ciudad y otros para dar con la razón lo que no pueden con la fuerza. Y así sucedió, pues esta “traición” fue resarcida en años posteriores cuando un Charly, ya con el grado de héroe popular, compuso “Los dinosaurios” e “Inconsciente colectivo”, dos canciones mordaces con la dictadura de Videla y que hicieron un llamado a la conciencia cívica frente a la guerra de las Malvinas.
Si el determinismo existe, aquí solo cabe decir que Dios se las jugó y pateó el tablero que tenía un jaque mate seguro contra García y en su lugar le hizo enroque largo con el artista que es hoy. Quizá por eso Charly compuso en su honor “Confesiones de invierno”, tema en el que describe tantas tragedias como el hambre, la prisión, el abandono, la pobreza, pero termina diciendo, después de una pausa reflexiva y un suspiro de esperanza: «solamente muero los domingos: los lunes ya me siento bien».
Mientras consolidaba su carrera, Charly tuvo como lugar común en sus canciones a la muerte, como si fuesen llamados imperativos que se asemejan a un pestañeo que no se puede evitar. Así fue que siete años después de la expulsión del ejército —en la mejor etapa de Seru Girán— compuso “Viernes 3 am”. En este tema retrata a un hombre que transgrede la ley divina y no espera el llamado de la muerte, sino que va contracorriente y se suicida. Es especial porque, antes de dispararse, se dice que el hombre cambió de tiempo, de amor, de sexo, de Dios, de música, de fronteras y de ideas, pero, aún así, nada cambió.
Sin embargo, la metáfora de la muerte en su música se hizo una verdad absoluta al pasar a ser parte del propio artista. En el dosmil, fuimos testigos del menosprecio que Charly le tuvo a la muerte cuando se tiró a una piscina de medio metro de profundidad desde el noveno piso del Hotel Aconcagua. Salió ileso y compuso “Me tiré por vos” y “Noveno B”, en las que cuenta que no necesitaba permiso para volar, que era lo único que le faltaba aprender en la vida. Aun se ve en YouTube el momento en que los periodistas ingresan al Hotel creyendo encontrar el cuerpo de Charly partido en el suelo, pero sorprendentemente él los recibe nadando y, ante el ruido que hacen, les pide una Coca-Cola.
Después de lo comentado, nos queda evidencia que la muerte siempre estará entre nos como una incógnita inefable e inasible de la que preferimos no conversar. La cultura occidental la tiende a evadir por ser de mal gusto en tiempos de vitalidad o de felicidad, a pesar que los malos pasos en la cuerda destemplada de la vida han sido en muchos casos oportunidades para reconocerse, cambiar y legar algo valioso para quienes nos sobreviven. Esto sucede porque —en ese estado de angustia— el hombre se atormenta frente a la nada y advierte que, en la incertidumbre de su futuro y la certeza de su extinción, solo caben los recuerdos y sentimientos hacia lo más cercano: un padre desmotivado, una madre con desolación, un hijo sin protección, una hija sin guía, un sobrino a la deriva, un hermano sin soporte, una esposa sin amor, un amigo con una utopía inconfesable o algún desconocido acongojado para quien se era algo sin saberlo.
Después del testimonio de vida y obra de Charly, queda aprender lo que decía Heidegger: aceptar una vida auténtica y tomar consciencia que simplemente somos seres para la muerte. Que el aroma de nuestros difuntos doblegue nuestra ira, superficialidad, malicia y odio, y sea la fuerza que nos revele que es posible una mejor convivencia, a pesar que a la muerte aun no le importe mirar hacia donde hoy nos encontremos y el destino nos cante bajito que todo, absolutamente todo en la vida se puede enmendar y remediar.