La semana pasada el MIDIS nos dio una buena noticia: luego de varios años de estancamiento, la prevalencia de anemia infantil ha descendido más de 3 puntos porcentuales a nivel nacional. Como es de esperar, casi todos los medios han hecho eco de esta buena noticia. Por ejemplo, en una reciente columna de opinión del diario El Comercio titulada “Buenas noticias para la productividad”, Pablo Lavado destacaba estas cifras. El texto de la columna reconocía los esfuerzos detrás del logro de estos resultados y nos recordaba lo importante que es la reducción de la anemia para aumentar la productividad.
Difícilmente alguien puede estar en desacuerdo con Lavado. Efectivamente, se esperaría que la reducción de la anemia (sumada a otros factores) tenga efectos positivos sobre la productividad, lo cual es muy importante para un país de ingreso medio como el Perú. No obstante, resulta interesante cuestionarse en qué medida puede ser este un buen ejemplo para ilustrar cómo en ocasiones el (razonable) entusiasmo de los economistas por la productividad puede hacernos perder de vista algo que parece a todas luces obvio: la importancia constitutiva de garantizar una buena salud para todos los niños y niñas en el Perú.
En su libro “Wellbeing, Freedom and Social Justice. The capability approach re-examined”, Ingrid Robeyns hace un recuento de una serie de características centrales del denominado “enfoque de las capacidades” del premio Nobel de Economía Amartya Sen, enfoque que actúa como marco normativo del paradigma de desarrollo humano. Entre ellas me permito destacar dos para fines de este artículo: (I) la distinción entre medios y fines, y (ii) el principio de cada persona como un fin.
Una perspectiva de desarrollo humano propone considerar a la capacidad de las personas para llevar vidas dignas y significativas como el fin último del desarrollo y no como un medio para el crecimiento económico. Evidentemente, esto no niega que la capacidad de las personas para, por ejemplo, estar sanas, comprender lo que leen, o realizar operaciones matemáticas contribuye al crecimiento y a la productividad. Sin embargo, desde una perspectiva ética, el enfoque de las capacidades nos recuerda una y otra vez que las personas no pueden ser nunca consideradas como medios, sino como fines en virtud del valor que tienen por el simple hecho de ser personas. En ese sentido, la justificación detrás de las políticas orientadas a erradicar privaciones en capacidades básicas (como la capacidad de vivir una vida libre de anemia) no puede recaer principalmente en su contribución presente o futura al crecimiento o la productividad. De lo contrario, una serie de políticas orientadas, por ejemplo, a los adultos mayores o a personas con discapacidades severas, carecerían de sentido debido a la relativamente limitada capacidad de estas poblaciones para contribuir directa y significativamente a la producción.
Llegados a este punto podría pensarse que todo lo anterior es demasiado “obvio” o que “está implícito”. Me permito dudar de ello apelando a la evidente y constante dificultad que existe en el Perú para mantener explícitamente a la eliminación de todas las formas de pobreza como un tema central en la agenda de discusión pública.
Reitero que el resaltar la contribución de las capacidades humanas al mundo de la producción no implica negar su importancia intrínseca. No obstante, la constante necesidad de relacionar los resultados de desarrollo humano y social al crecimiento económico parece ser un síntoma de la urgente necesidad de cultivar una actitud (o para usar el término de Adam Smith, un “sentimiento moral”) de “empatía ciudadana”. Este es un elemento clave para construir una agenda democrática de prioridades relacionadas a mínimos de bienestar humano cuya privación se considere tan escandalosa que haga que su erradicación no requiera ser justificada apelando a ningún otro valor mas que a la dignidad de las personas.
Reconocer de manera explícita la importancia intrínseca de la capacidad de los seres humanos para alcanzar mínimos de bienestar en sus vidas no está reñido con reconocer que dicho bienestar puede contribuir a generar más riqueza o incluso más bienestar para las generaciones futuras (lo cual también parece estar en duda dado la emergencia climática en la que ya vivimos). Sin embargo, en una era dominada por el “productivismo” y lo que algunos líderes espirituales como el Papa Francisco han denominado como “cultura del descarte”, no parece estar de más revisar continuamente qué tan claro percibimos como sociedad la distinción entre medios y fines cuando ponemos sobre la mesa las grandes preguntas del desarrollo. La anemia bajó y, sin duda, es una buena noticia para las vidas de las personas.
Autor:
Jhonatan Clausen, profesor del departamento de economía de la PUCP, director (e) de investigaciones del IDHAL.
Las opiniones presentadas en este artículo no necesariamente reflejan la posición institucional del IDHAL ni de la PUCP.