CARTA A JORGE IDIÁQUEZ, COMPAÑERO DEL COLEGIO PERUANO-BRITÁNICO

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Nueva York, 18 de septiembre de 2006

Mi querido Jorge:

Te escribo estas líneas desde Nueva York. El plan marchó como lo había anunciado la última vez que nos vimos: traslado por seis años a esta megalópolis para trabajar en la Representación Permanente del Perú ante las Naciones Unidas. Será que ya estoy viejo pero, la verdad, ni la Quinta Avenida, ni el Central Park, ni los restaurantes de Chinatown, ni siquiera el Museo Metropolitano de Arte o los espectáculos de esta urbe cosmopolita, compensan tantas y tantas cosas buenas que hay en nuestra ciudad natal, a la vera de los acantilados: la Lima de los veranos tibios, de las chicas con voz dulce, de los cebiches sabrosos, la del lonche con los padres ancianos. Entre esas cosas buenas incluyo, de modo preferente, además de la Universidad Católica y de los archivos históricos (que son dos pasiones muy personales), la amistad de todos ustedes, queridos compañeros de clase y, específicamente, la reunión anual en el Peruano-Británico que este año, lamentablemente, me perderé.

Te ruego que des un abrazo de mi parte a todos, especialmente a los que no estuvieron el año pasado. Pienso, por ejemplo, en Olga Fernandini, en Duilio Sanguinetti y en Marco Figueroa. Antes de venir a esta ciudad, tuve un encuentro con nuestro profesor César Bazán en el colegio Weberbauer, donde dicté una charlita a los alumnos de la Secundaria de ese centro de estudios. Bazán está muy bien: caballero, sólido, lúcido y culto como siempre. Prueba adicional de la fortaleza de su carácter es la forma en que ha procesado la reciente muerte de su hija. Algo verdaderamente admirable. Te ruego que lo saludes mucho si lo ves en la reunión. También estuve con Alejandro Abril de Vivero, quien vino a ver a su familia desde París. Supe que viajó a Bolivia a ver a José Luis Jacobs, quien trabaja (o trabajaba) allí como empresario.

Esta carta revelará, como verás, una gran nostalgia. En efecto, viendo la foto de la Miss Boza, nuestra bella profesora de inglés, se me agolpan, como nunca, los recuerdos de infancia y de adolescencia asociados entrañablemente a ustedes y al viejo local de nuestro colegio en San Isidro. Si hoy día la vida es para mí un cúmulo de complicaciones laborales, en una ciudad también llena de vericuetos (y de ratas de todo pelaje), por lo menos tengo en este conjunto de recuerdos de los años 1960 y 1970 una de las rocas sólidas en las que puedo sostenerme. Veo, por ejemplo, los recreos jugando una especie de fútbol con chapita de botella cuando teníamos once o doce años. Veo al regente “Avispón” Dávila, ex soldado de la guerra contra el Ecuador de 1941, persiguiéndonos en forma implacable (pese a que era, en el fondo, bueno como el pan). Veo la clase de Arte del profesor Pinto, los consejos de Bazán, la caballerosidad de Tamayo (el profesor de Geometría, que siempre portaba su cuadrícula de madera), así como el parque de la Javier Prado donde hacíamos gimnasia y jugábamos. En mi memoria está todavía el negro brillo de los discos de música clásica de la Miss Carrión, y la melodía del Vals de las Flores de Tchaikowski. Y, con relación a las fiestas y reuniones, el sonido incomparable de la música de los Beatles. En el fondo profundo de los recuerdos, probablemente de 1966 o 1967, veo a la Miss Emma y a la Miss Chávez en los primeros años de la primaria. Veo el preciso lugar, a la entrada del cambiador del gimnasio, donde alguien (sabe Dios quién) dijo que habían matado a un tal Martin Luther King. Veo también al profesor “Pocho” en su clase de Química y a al profesor Córdova hablándonos de política a su estilo. Me conmueve, a la distancia, la infinita bondad y nobleza de la Miss Pescetto en la clase de religión, y el cariño de abuelo del profesor Pita de la clase carpintería. Y también, por cierto, al cabo de treinta años, me hace sonreír un poco (aunque sin malicia) la arrogancia británica de Mrs. Robinson y de Mrs. Hallows. Veo a nuestros compañeros extranjeros: el finlandés Osmo Sarikumpu, el chileno Marcelo Chuka, la colombiana María Méndez y la suiza Francesca Piazza. Saboreo las empanadas del sótano que costaban cinco soles (¿hacia 1973?). Disfruto el aire puro de nuestros campamentos en el club El Bosque, en Chosica. Veo los disturbios políticos de Miraflores en 1974 donde (los que fuimos) terminamos correteados por la policía y casi ahogados por los gases lacrimógenos. Siento las carpetas limpias y las paredes inmaculadas del primer día de clases y, en el otro extremo del año, la felicidad (olorosa a cohetes y a pólvora) de los meses de diciembre, ya cerca de la clausura, de la Navidad y de la playa. Veo la casa de Alejandro Abril con su jardín inmenso, los Büssing que nos llevaban a Miraflores, los parques de diversiones con juegos mecánicos de la Edad de Piedra pero que nos divertían a muerte, y los grandes cines -como el República, el Colina o el Roma– donde el humo de los cigarros se perfilaba contra el haz de luz de la proyección de películas como El Planeta de los Simios o Karakatoa, al este de Java. Veo el mundo televisivo en blanco y negro y del comienzo del color: el tiempo de los gabinetes militares, del animador Augusto Ferrando, del gran entrevistador Alfonso Tealdo, y del locutor Martínez Morosini. Veo los goles peruanos en La Bombonera del Club Boca, donde eliminamos a la Argentina en un partido agónico que a todos nos tuvo en vilo. Veo a Gladys Arista haciendo propaganda a la gaseosa Bimbo en temporada de verano. Veo el día de un mes de febrero de los años 1970, cuando una lluvia tropical casi inunda Lima. Veo la playa La Herradura en su esplendor y unos atardeceres naranjas y violáceos frente al mar que, francamente, salvo en Chipiona, en Andalucía, no he vuelto a contemplar. Veo, en fin, todo un tiempo dorado, de despreocupada felicidad, que sin duda supimos aprovechar. De hecho, su herencia se siente, todavía hoy, como un cimiento de nuestras personalidades adultas.

Disfruten mucho el día del reencuentro. Los recuerda mucho,

Hugo

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