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Carta a un amigo chileno que vio mi texto sobre “Las relaciones peruano-chilenas en perspectiva histórica”

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Estimado Antonio:

Gracias por sus comentarios. No lo menciono en ese artículo, pero se lo digo aquí, en esta carta. La guerra entre nuestros países nunca debió ocurrir. Frente a un estado mucho más organizado, como el chileno, pero con pocos recursos naturales y con poblaciones que se “desbordaban” (la palabra es del historiador chileno Encinas) para conseguir en otro territorio vecino el trabajo que no se encontraba en el propio (al revés de lo que pasa hoy), la línea del Estado peruano, en la lógica belicista y “realista” del siglo XIX (la misma que aplicaban los EEUU, Francia, Alemania, etc.) debió adelantarse y mantener la sabia política que el Presidente peruano Ramón Castilla había aplicado en la política de defensa del Perú desde mediados del siglo XIX. Esta línea consistía en tener un poder naval tan importante, que hubiese estado en condiciones de disuadir no solo a Chile, sino a cualquier estado que aspirara a poseer las riquezas del Perú (Recordemos que, alguna vez, los estadounidenses rondaron, ávidos, nuestras islas guaneras). En poca palabras, si el Presidente Manuel Pardo hubiera comprado dos blindados nuevos en 1873 o 1874, como quería el Congreso (que se hubiesen añadido al Huáscar y a la Independencia) NADIE en su sano juicio en Chile hubiera propuesto lo que los “halcones” chilenos expresaron  en 1879: ahora que el Perú está débil en el mar, es el momento no sólo de apoderarse del litoral boliviano, sino de la rica Tarapacá peruana (esto lo dice el historiador chileno Luis Ortega, y también el negociador peruano José Antonio de Lavalle que  viajó a Chile para mediar en marzo de 1879).

En otras palabras, ante la noticia de que Chile había ordenado construir, en 1872, dos blindados poderosos en Inglaterra, lo que debió hacer Pardo es fortalecer, inmediata y reactivamente, el poder naval del Perú, en vez de acceder a la solicitud de protección de Bolivia frente al obvio interés chileno de apoderarse del litoral de Antofagasta (lo que se materializó en el famoso Tratado Secreto: que de “secreto” no tuvo nada porque fue conocido, en copia enviada por su embajador en Lima, por el Presidente chileno Errázuriz).

No crea, Ud., amigo, que soy de los peruanos que se rasgan las vestiduras hablando de la “maldad chilena”. No lo puedo hacer, para comenzar, porque aprendí a leer en Chile y mis primeros recuerdos son de su hermoso país. Y no lo puedo hacer tampoco como historiador racional y apegado a las fuentes.

Lo que movió a Domingo Santa María y a otros belicistas y expansionistas salitreros (que eran una fracción de la clase alta chilena) fue el convencimiento de que la riqueza del salitre de los territorios peruano y boliviano iba a permitir a Chile, en un salto audaz, no solo salir de la pavorosa crisis económica que asolaba a todo el mundo capitalista desde 1875 (que afectaba mucho a un país que ya era exportador, como Chile), sino, quizá principalmente, usar esos recursos del monopolio salitrero en el salto modernizador que su país, dio, efectivamente, en el borde entre los siglos XIX y XX.

Un pueblo y un estado puestos en la situación límite y dramática en que estaba Chile en 1878 y 1879, por su empobrecimiento generalizado, y sus horribles tensiones sociales entre ricos y “rotos”, estaba en posición (casi “natural”), como muchos otros estados de la época lo habrían estado, de reaccionar como lo hizo: como una fiera, que “naturalmente” muerde y despedaza para su propia salvación y supervivencia. Para no morir de hambre. La guerra fue un gran negocio que salvó a Chile (lo dice claramente el político chileno “radical” José Francisco Vergara en sus interesantes Memorias). En esa “selva” de las relaciones internacionales de la época (por cierto, el “estado de naturaleza” es frecuentemente utilizado por los especialistas en relaciones internacionales), lo que le correspondía por sentido común al Perú era simplemente usar su riqueza guanera y salitrera para ser fuerte y espantar a toda “fiera” estatal que se le acercara, o que pensara hacerlo  (como se hizo sabiamente desde mediados del siglo XIX, con Castilla,  hasta que llegó el primer gran blindado chileno al Pacífico en 1874).

Si el Perú hubiera querido la guerra con Chile, lo normal es que la hubiera desencadenado en el tiempo en que era una potencia naval, digamos, en 1858 o 1867. Antes de 1874, cuando llegó el primer blindado chileno , el Perú habría podido, de haberlo querido, bombardear los puertos chilenos a su antojo. Pero no lo hizo, porque no era en absoluto su interés como estado. Y tampoco tenía aspiraciones territoriales frente a Chile, porque no limitábamos con su país y el territorio chileno era, por añadidura, bastante pobre en recursos naturales (lo que ahora, salvo con el cobre del territorio ex boliviano y con la pesquería, se mantiene, desafortunadamente)

Esa es la historia real, amigo. El no armarse en el mar a tiempo fue el gran error de la clase dirigente del Perú. Con un adecuado poder naval por parte de mi país, la guerra, simplemente, no habría estallado.

Sin duda, en 1879, el Estado chileno fue el agresor y el que inventó pretextos (como el famoso “tratado secreto”). Y ya he explicado por qué fue la parte agresora. El Perú no podía haber sido el agresor porque simplemente era débil en el mar.

Pero quienes permitieron que el Perú fuera despedazado, debido a su debilidad naval, fueron, sin duda, los integrantes de la poco previsora y atolondrada (por emplear los calificativos más suaves) clase dirigente del Perú, especialmente los llamados Civilistas. La corrupción y el estado empírico dominaron a ese grupo, tan exaltado ahora por algunos. Es extraño que un país como el Perú  que tuvo a su alcance once millones de toneladas de guano, no sólo haya terminado débil en el mar, sino también con una deuda externa que equivalía a veinte presupuestos nacionales juntos (esto último no fue culpa de los civilistas sino de un régimen previo, el del coronel Balta y de su Ministro de Hacienda Nicolás de Piérola quienes, además, entregaron el manejo económico del país a una empresa francesa, la Casa Dreyfus).

Hablando en términos individuales (porque ya he dado una opinión general frente al Civilismo), Pardo fue honrado y culto para asuntos internos, pero desinformado y hasta bobo en temas internacionales. Cometió el peor error que puede cometer un presidente: dejar inerme a su país. Las pruebas están a la vista.

Le paso mi correo personal: hpereyra311@gmail.com