Andrés A. Cáceres y el recuerdo nacional de la Campaña de La Breña

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ANDRÉS A. CÁCERES Y EL RECUERDO NACIONAL DE LA CAMPAÑA DE LA BREÑA

¿Por qué hay todavía en el Perú un recuerdo especial de la Campaña de La Breña? La empresa que una parte de los peruanos de todas las clases sociales emprendieron en la Sierra entre 1881 y 1883 contra los invasores chilenos, partiendo casi de la nada en términos de recursos militares convencionales, además de haber sido sinceramente patriótica, fue un esfuerzo desmesurado y agónico, que tuvo, por momentos, el sentido de una lucha por la supervivencia del país. Si bien nunca existió durante el conflicto, en forma seria, el riesgo de una subyugación permanente del Estado y de la pérdida de su soberanía, ello no quita que muchos peruanos que participaron en el abrumador esfuerzo de la guerra lo hayan sentido así. El Cáceres de La Breña es recordado hasta ahora porque encabezó y dio consistencia, a la vez racional y emotiva, a una resistencia desesperada en la peor hora del país, en su época más oscura y caótica. Muchos años después de los sucesos, los recuerdos no sólo inspiraban emociones heroicas. Cuando volvían a su mente las imágenes de la lucha en la Sierra, el Cáceres anciano derramaba también lágrimas, sobre todo cuando rememoraba la amargura de sus decepciones y a sus compañeros de armas fallecidos. Como aparece en forma tan expresiva en el Diario de Pedro Manuel Rodríguez, fue un tiempo que, además de haber sido sangriento, fue de pobreza, de enfermedades y de precariedad. En escenas que traen a la mente estampas de la Guerra de los Treinta Años o, en forma más próxima, del Paraguay a fines de la Guerra de la Triple Alianza, en el interior había hambre, pueblos destruidos y olor a muerte. “El pueblo de La Oroya ha quedado reducido a cenizas y el puente cortado completamente”, se lee en un oficio suscrito por Cáceres en julio de 1882. Era una frase usual en sus escritos de la época. Debido a este carácter límite de la lucha, y a su sentido defensivo de la nacionalidad, Cáceres fue llamado alguna vez el “Grau de tierra” por Manuel González Prada, y también el “Huáscar de los Andes” por un anónimo cronista de 1886. En la etapa final del conflicto, doblegado por la adversidad, Cáceres fue, en otro sentido, la encarnación de la dignidad en medio del infortunio.

Aunque Cáceres siempre recordó, con una dureza que lindaba con el rencor, el hecho de que muchos peruanos no lo secundaron en su lucha, también es cierto que la Campaña de la Sierra fue una especie de laboratorio del potencial de integración del país. No sólo unió a muchos representantes del mundo urbano o moderno, desde miembros de familias acomodadas hasta pobres de las ciudades, sino que incorporó como un elemento esencial de la lucha a las poblaciones rurales organizadas como guerrilleros. Fue precisamente este rasgo, que tocaba las viejas raíces del Perú, el que dio a la campaña esa personalidad tan especial. La energía y el sacrificio de las poblaciones campesinas fueron vitales durante la campaña, y así lo entendió siempre, con toda claridad, el propio Cáceres. Los campesinos fueron los ojos, los oídos y hasta el sustento de las fuerzas peruanas y de su carismático líder. “No debe V. S. olvidar que la mayor parte de su gente, sobre no tener una verdadera organización militar, son indios armados de lanzas”, se leía en las instrucciones de Patricio Lynch a uno de sus altos oficiales que subían a la Sierra en abril de 1883, refiriéndose a los guerrilleros de Cáceres. Lo que quería decir el jefe militar de la ocupación chilena con estas palabras que traslucían cierta inseguridad, es que no quería oír hablar de repliegues que se justificaran en la presencia amenazante de grandes masas de guerrilleros en los cerros. No obstante, fueron estos mismos “indios armados de lanzas”, auxiliares vitales del Ejército del Centro, los que contuvieron y desconcertaron a los chilenos durante largos meses, hasta el punto de hacerlos concebir la necesidad de una retirada general a la Línea de Sama.

Cáceres amplió mucho el horizonte de ese sector mayoritario de la población peruana. Como se leía en un viejo folleto de 1886: “El General Cáceres había llamado a aquellos campesinos a la vida del patriotismo”. En palabras de Percy Cayo: “Cáceres fue, sin duda, el aliento irreemplazable para esta acción de las montoneras. Reeditando las acciones de guerrilleros que cumplieron hazañas tan singulares en los días de la Independencia, supo contagiar en sus gentes la fuerza incontenible del amor al suelo que se defendía”. El recuerdo que se hace hoy día de esa gesta en el seno de las poblaciones campesinas del Centro revela, en todo caso, que no se trató de una alianza superficial. (Por lo menos hasta el año 1996, la “batalla de Chupaca” de abril de 1882 era dramatizada en esa población: los “guerrilleros”, vestidos con ponchos y armados de rejones, reciben el ataque de los “soldados chilenos” que lucen pantalones rojos y casacas azules. La caballería invasora repite el grito de ataque: “¡Los sables a desenvainar! ¡Por Dios y Santa María, adelante la caballería!”)

Pero podría haber otras razones que expliquen la permanencia del recuerdo de La Breña. Una primera razón se encontraría en el molde casi literario de su trama, que podría ser asimilable al de un antiguo relato de corte épico, pese a que se trata de un encadenamiento de acontecimientos sustentado en las fuentes, y que no ha brotado de la imaginación de ningún autor individual o colectivo. En 1921, Zoila Aurora Cáceres había dicho que la Campaña de la Sierra se había asemejado a “un cuento prodigioso”. ¿Qué rasgos tenía? En primer lugar, la Campaña de la Sierra tiene un formato general de corte épico, con gigantescos escenarios geográficos y grandes masas que actúan en medio de una guerra. Es una historia de combates y de escaramuzas y también de matanzas y de ejecuciones. Pocas escenas son tan dramáticas como la llegada de Cáceres a pueblos andinos donde asomaban las cabezas decapitadas de los soldados chilenos, ensartadas en lanzas. También hay valientes y villanos, lealtades y traiciones.

En segundo lugar, encontramos la imagen de un héroe o paladín en torno al cual gira la trama con todos sus múltiples elementos. El carácter tan poderoso de este rasgo hacía que los observadores de la época intentaran buscar asociaciones con personajes destacados de la historia clásica. Para Pedro Manuel Rodríguez y Daniel de los Heros, que cabalgaron junto con Cáceres en la campaña de Huamachuco, era muy tentador asociar la imagen del caudillo peruano cruzando el paso de Llanganuco al frente de sus tropas atravesando peligrosos desfiladeros con la de Aníbal venciendo los Alpes en medio de un mar de dificultades. No se sabe si Manuel González Prada tomó de esta fuente su propio paralelo de Cáceres con el guerrero cartaginés. En todo caso, lo hizo suyo con sinceridad evidente.

En tercer lugar, se trata de la historia de una lucha agónica, en el límite de la resistencia, llevada a cabo contra fuerzas del mal (siempre en un sentido literario), encarnadas en tropas invasoras que saquean y asesinan a gente que al comienzo aparece como pacífica. Pocos episodios encajan mejor con este rasgo de la historia como la ya mencionada defensa del pueblo de Chupaca, del 19 de abril de 1882, cuando campesinos precariamente armados resistieron hasta la muerte el asalto de la caballería chilena.

En cuarto lugar, es una trama de caídas y resurrecciones, con desenlaces en cada caso especiales e inesperados. Este rasgo de la historia es evidente en la parte correspondiente a la batalla de Huamachuco y a las semanas que siguieron a esta acción de armas, cuando Cáceres estuvo a punto de perecer. Su retorno a la Sierra Central, donde se reencuentra con el entusiasmo casi intacto de sus guerrilleros, es sin duda la imagen viva de un renacimiento.

En quinto lugar, es una historia donde aparecen personajes pintorescos, como los curas vestidos de militares que encabezan a sus feligreses en la lucha contra los chilenos, portando un crucifijo en una mano y esgrimiendo un rejón en la otra. Finalmente habría que mencionar la temática de los afloramientos ancestrales y de las revelaciones, tan visible en esa suerte de reaparición de viejas esencias andinas de raíz guerrera.

Otra razón que podría explicar la permanencia del recuerdo de La Breña es la resistencia que ha tenido la figura de Cáceres, como militar, a los ataques orientados a desprestigiarlo, sustentados sobre todo en consideraciones políticas. En general, aparte del origen social o de la formación educativa, y con una apreciable intuición, la mayoría de la población peruana ha tendido a reconocer un valor nacional, que sin duda fue muy real. Pese a no haber sido un mártir durante la guerra, Cáceres se encuentra en un nivel comparable de estimación popular del que gozan Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, o incluso el mismo Miguel Grau.

En un plano académico, el valor, el carisma y la popularidad del Cáceres de la Campaña de la Sierra han sido confirmados reiteradamente en casi todas las obras del siglo XX o contemporáneas, tanto chilenas, peruanas, bolivianas como de otras nacionalidades. Sería interesante contar cuántas veces aparece repetido el nombre de Cáceres en la clásica Guerra del Pacífico del historiador chileno Gonzalo Bulnes: seguramente más que el nombre Gorostiaga y quizá no mucho menos que el propio nombre de Lynch. Desde el siglo XX, hay consenso en reconocer la grandeza de Cáceres como militar estratega y héroe patriota.

No obstante, como queda claro cuando se revisan las fuentes, esta certeza a veces nos impide ver que Cáceres tuvo en vida, y posteriormente, muchísimos enemigos y detractores. Permanece hasta la actualidad, pese a todo, como un mito histórico, y podemos intentar acercarnos a él: es el Cáceres épico, montado sobre su caballo de batalla, con el kepís rojo y la espada en la mano; es el brillante y creativo estratega de Tarapacá y de Pucará, que sabe sacar el mejor partido de su infantería india especialista en desfiladeros; es el soldado de las situaciones límite, rodeado siempre por la muerte, combatiendo en primera fila y expuesto al fuego enemigo; es el Cáceres que, en las penosas marchas nocturnas, ilumina a sus hombres con haces de paja encendidos por rutas inverosímiles en medio del frío; es el Cáceres que pasa a caballo vitoreado hasta el delirio por sus guerrilleros, a los que se dirige en quechua; es el caudillo que une bajo la misma bandera roja y blanca al cosmopolita limeño y al rejonero de la puna; es el organizador infatigable que saca ejércitos de la nada; es el Cáceres que pone en aprietos a las guarniciones chilenas de la Sierra; es el Cáceres admirado en silencio por los rasos y por los desertores enemigos que lo llaman El Brujo; es el jinete del prodigioso salto ecuestre de Huamachuco que le salva la vida; es el Cáceres irascible y colérico ante los traidores, pero también conmovido por la fidelidad, la entrega y el sacrificio sin límites de las poblaciones andinas que lo abrigan en la soledad de la derrota; es el ciudadano abatido por las desgracias de su Patria, pero que siempre termina levantándose animado por una prodigiosa fortaleza de carácter.

A la luz de otros casos históricos, éstas bien podrían ser imágenes de corte propagandístico. No obstante, con relación a la trayectoria de Cáceres durante la Campaña de La Breña, hay que decir con toda claridad que el mito se parece mucho a la realidad.

Foto de Hugo Pereyra Plasencia.
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