Muy, muy interesante, lo que dices, Cecilia, pero creo que es preciso hacer matizaciones. Llamas a esta rebelión “importante, devastadora y violenta”. A Túpac Amaru lo denominas “héroe cuzqueño”. Con relación a lo primero, la exaltación velasquista a Túpac Amaru tuvo lugar en un contexto intelectual peculiar. Dominaba entonces, en los medios académicos, el paradigma marxista y dependentista. En el contexto de este paradigma, el concepto de “revolución” estaba casi automáticamente asociado a “violencia”. Es más, se decía que una revolución “de verdad” debía ser necesariamente violenta, así como son violentos “los dolores de un parto” (recuerdo bien esta expresión que un profesor mío utilizó en la Católica cuando yo ingresé, a mediados de la década de 1970). Según este paradigma, las revoluciones social demócratas que llevaban a cabo países como Noruega o Finlandia desde la década 1950, o simplemente modernizadoras, como países del tipo de Singapur o Corea del Sur precisamente desde la década de 1970, eran consideradas revoluciones “aguachentas”, que no iban al “fondo del asunto” y que no “tenían contenido de clase”. No sólo porque respetaban la empresa privada y la hacían convivir de manera creativa con el sector público, o porque creían en la pluralidad de los partidos, sino, principalmente, porque eran “revoluciones sonsas”, sin violencia. Dado que toda Historia es Historia contemporánea, resulta lógico que nuestros intelectuales radicales marxistas filo cubanos y dependentistas (que dominaban el panorama de ese tiempo casi por completo, no sin grandes dosis de autoritarismo y de prepotencia intelectual) hayan “leído” el tiempo de Túpac Amaru, de fines del siglo XVIII, como una “anticipación revolucionaria” a su propio presente. Yo creo que allí residió la fascinación marxista criolla peruana frente a Túpac Amaru. Recuerda, Cecilia, que, en ese tiempo, casi todos los historiadores marxistas peruanos despreciaban al Estado peruano como una entidad arcaica y opresiva (sin encontrarle nada bueno). Además, abominaban del sistema electoral (Es curioso como muchos de ellos, hoy, reciclados en ecologistas, y en sostenedores de Verónika Mendoza, lo aceptan y aplauden). Su modelo era Cuba, cuya revolución había sido, precisamente LA revolución violenta y “verdadera”. No obstante, hoy sabemos que los grandes revolucionarios, efectivos, fueron los antes despreciados “reformistas”. Cuando yo estudié en la Católica en la década de 1970 se me hizo creer que la luz de la revolución sólo había aparecido con el marxismo de Mariátegui en el siglo XX. Hoy sabemos que los primeros revolucionarios peruanos fueron los radicales posteriores a la Guerra con Chile. Destaca entre ellos Manuel González Prada, quien inauguró la política peruana moderna al decir, en su discurso en el Politeama de 1888, que el Perú real no eran los costeños occidentalizados, sino los marginados que vivían “al otro lado de la cordillera”. Estos radicales abrevaron, a su vez, de los reformistas europeos, tanto británicos como franceses, que tuvieron aportes tan extraodinarios (y concretos) como el saneamiento urbano y la educación pública gratuita. Su pecado es que tanto los europeos como los radicales peruanos eran pacíficos. La revolución que preconizaba González Prada en su fase radical, hacia 1888 o 1889, era una revolución de los valores democráticos y de la conciencia social. Era una revolución antirracista y meritocrática. Mi punto es que todo esto lo descubrí ya viejo, cuando se me pudo enseñar en la Universidad, donde sólo se glorificaba a las guerrillas de la década de 1960, a la Revolución Cubana, y a todo lo que oliera a violencia “revolucionaria”. Se trató de un SESGO enorme, querida Cecilia, porque esos guerrilleros y esos filocubanos querían construir un nuevo estado peruano que simplemente no iba a funcionar por ineficiente y burocrático (hoy lo sabemos con meridana claridad). En cambio, personajes como González Prada se adelantaron a su tiempo, y su pensamiento es útil inclusive hoy. Lo que quiero decirte es que me parece mucho más conveniente que nuestros niños tengan como referentes a personajes como González Prada que a “héroes” como Túpac Amaru. Y aquí viene mi segundo punto. Hay demasiadas sombras y luces sobre Túpac Amaru. Me refiero al Túpac Amaru REAL. En primer lugar, a diferencia de personajes como Mariano Melgar, ya en 1814-1815, que comenzaron a encarnar el sentido de la nación peruana naciente (eso es evidente en su poesía), Túpac Amaru encarnó a un SECTOR, esencialmente indígena y campesino, del Sur peruano. Este sector no sólo fue derrotado por los españoles y criollos, sino, quizá de manera más importante, por EL OTRO gran sector indígena que se mantuvo fiel al sistema virreinal. Andinos contra andinos, como había ocurrido en la Conquista. La caricaturización de Túpac Amaru como víctima exclusiva de “los españoles” (que en su mayoría eran criollos) es falsa: lo que perdió a Túpac Amaru es que gran parte, quizá la mayor parte, de la sociedad india no lo siguió y lo combatió ferozmente. Pensemos en Pumacahua, entre otros muchos. En segundo lugar, si los intereses económicos de Túpac Amaru no hubiesen sido tocados, y si él hubiese sido asimilado por los Incas del Cuzco (que lo rechazaron), difícilmente habría encabezado una revolución. Es cierto que él terminó liderando a todos los afectados, sobre todo a los más pobres, y que demostró una valentía sobrehumana (digna de admiración, por cierto, y que rompe con el estereotipo racista absurdo del “indio débil y cobarde”). Pero eso no borra la dimensión de sus intereses personales. (Contrasto esta actitud con la de González Prada o la de Juan Bustamante, en el siglo XIX: ellos actuaron y hablaron sin haber sido movidos por ninguna afectación de sus intereses materiales, pues eran privilegiados). En tercer lugar, aunque no cabe duda de que el mismo Túpac Amaru fue moderado y buscó controlar la violencia, lo cierto es que terminó desencadenado un infierno, casi un aquelarre. En “Buscando un Inca”, Flores Galindo habla de niños blancos arrojados de las torres de las iglesias por campesinos enfurecidos en el contexto de una atroz guerra de castas. Fue un aquelarre que desencadenó otro: la venganza, también atroz, de todo el stablishment (que no sólo incluía, como dije, a los blancos y ricos, sino también a los mestizos e indios pobres, además de gran parte de los curacas leales). El efecto de estas matanzas no pudo ser peor: además de su consecuencia demográfica, terminó separando radicalmente el proyecto indio de la Independencia, del proyecto criollo. En general, contribuyó a separar estos dos mundos por un larguísimo período de tiempo, dotándolo de estereotipos y de prejuicios que, a la postre, contribuyeron a marginar, en el tiempo republicano, a los campesinos pobres. Por todo ello, Cecilia, ¿no sería mejor cambiar de “héroes” y modelos por otros, como González Prada o Juan Bustamante, que están hoy casi olvidados? Por si acaso, no digo que haya que olvidar a Túpac Amaru. Lo que pienso es que no debemos romantizarlo, como todavía lo hace la izquierda setentera supérstite
Archivo por meses: noviembre 2015
El inicio de la frontera peruano-chilena
EL INICIO DE LA FRONTERA PERUANO-CHILENA
Como producto de los trabajos de demarcación de la frontera de los años 1929-1930 (en una fase inmediatamente posterior a la firma del Tratado de Lima de 1929 que devolvió Tacna al Perú y mantuvo a Chile la posesión de Arica, producto de su conquista militar en 1880) esta materia del inicio de la frontera se expresó con bastante claridad en el acta correspondiente. Fue el resultado del trabajo de los ingenieros Basadre (por el Perú) y Brieba (de Chile), con plena coordinación de sus gobiernos. Se tomó como referencia el puente del río Lluta:
“se trazará hacia el poniente un arco de diez kilómetros de radio, cuyo centro estará en el indicado puente y que vaya a interceptar la orilla del mar, de modo que, cualquier punto del arco, diste 10 kilómetros del referido puente del ferrocarril de Arica a La Paz sobre el río Lluta. Este punto de intersección del arco trazado, con la orilla del mar, será el inicial de la línea divisoria entre el Perú y Chile.”
Y en cuanto a la colocación misma del hito más cercano al mar, se acordó que
“se colocará un hito en cualquier punto del arco, lo más próximo al mar posible, donde quede a cubierto de ser destruido por las aguas del océano.”
Un “punto” es una ubicación geodésica. Un “hito” es una mera marca FÍSICA que determina la ubicación de un punto. Cuando se coloca un hito no se está haciendo otra cosa que “demarcar”.
En otras palabras, es posible que, por alguna razón convenida por las partes, haya un punto sin hito. Pero esto no le resta en absoluto valor (y primacía) al punto.
Veamos el gráfico:
Una cosa es el PUNTO “Concordia” situado en la orilla del mar, y OTRA el HITO Nro. 1 situado (como dice el acta) “lo más próximo al mar posible, donde quede a cubierto de ser destruido por las aguas del océano”. Nótese que el comienzo de la frontera ES CURVO, porque sus primeros puntos distan todos, por igual, diez kilómetros del puente del río Lluta. Nótese también (aunque parezca una verdad de perogrullo) que resultaba imposible colocar un hito en el PUNTO “Concordia” por la sencilla razón de que, por estar situado en la orilla del mar, corría el riesgo de ser destruido por el oleaje.
El asunto está claro como agua de puquio de los Andes: la frontera peruano-chilena se inicia en el punto “Concordia”.
Andrés A. Cáceres y el recuerdo nacional de la Campaña de La Breña
ANDRÉS A. CÁCERES Y EL RECUERDO NACIONAL DE LA CAMPAÑA DE LA BREÑA
¿Por qué hay todavía en el Perú un recuerdo especial de la Campaña de La Breña? La empresa que una parte de los peruanos de todas las clases sociales emprendieron en la Sierra entre 1881 y 1883 contra los invasores chilenos, partiendo casi de la nada en términos de recursos militares convencionales, además de haber sido sinceramente patriótica, fue un esfuerzo desmesurado y agónico, que tuvo, por momentos, el sentido de una lucha por la supervivencia del país. Si bien nunca existió durante el conflicto, en forma seria, el riesgo de una subyugación permanente del Estado y de la pérdida de su soberanía, ello no quita que muchos peruanos que participaron en el abrumador esfuerzo de la guerra lo hayan sentido así. El Cáceres de La Breña es recordado hasta ahora porque encabezó y dio consistencia, a la vez racional y emotiva, a una resistencia desesperada en la peor hora del país, en su época más oscura y caótica. Muchos años después de los sucesos, los recuerdos no sólo inspiraban emociones heroicas. Cuando volvían a su mente las imágenes de la lucha en la Sierra, el Cáceres anciano derramaba también lágrimas, sobre todo cuando rememoraba la amargura de sus decepciones y a sus compañeros de armas fallecidos. Como aparece en forma tan expresiva en el Diario de Pedro Manuel Rodríguez, fue un tiempo que, además de haber sido sangriento, fue de pobreza, de enfermedades y de precariedad. En escenas que traen a la mente estampas de la Guerra de los Treinta Años o, en forma más próxima, del Paraguay a fines de la Guerra de la Triple Alianza, en el interior había hambre, pueblos destruidos y olor a muerte. “El pueblo de La Oroya ha quedado reducido a cenizas y el puente cortado completamente”, se lee en un oficio suscrito por Cáceres en julio de 1882. Era una frase usual en sus escritos de la época. Debido a este carácter límite de la lucha, y a su sentido defensivo de la nacionalidad, Cáceres fue llamado alguna vez el “Grau de tierra” por Manuel González Prada, y también el “Huáscar de los Andes” por un anónimo cronista de 1886. En la etapa final del conflicto, doblegado por la adversidad, Cáceres fue, en otro sentido, la encarnación de la dignidad en medio del infortunio.
Aunque Cáceres siempre recordó, con una dureza que lindaba con el rencor, el hecho de que muchos peruanos no lo secundaron en su lucha, también es cierto que la Campaña de la Sierra fue una especie de laboratorio del potencial de integración del país. No sólo unió a muchos representantes del mundo urbano o moderno, desde miembros de familias acomodadas hasta pobres de las ciudades, sino que incorporó como un elemento esencial de la lucha a las poblaciones rurales organizadas como guerrilleros. Fue precisamente este rasgo, que tocaba las viejas raíces del Perú, el que dio a la campaña esa personalidad tan especial. La energía y el sacrificio de las poblaciones campesinas fueron vitales durante la campaña, y así lo entendió siempre, con toda claridad, el propio Cáceres. Los campesinos fueron los ojos, los oídos y hasta el sustento de las fuerzas peruanas y de su carismático líder. “No debe V. S. olvidar que la mayor parte de su gente, sobre no tener una verdadera organización militar, son indios armados de lanzas”, se leía en las instrucciones de Patricio Lynch a uno de sus altos oficiales que subían a la Sierra en abril de 1883, refiriéndose a los guerrilleros de Cáceres. Lo que quería decir el jefe militar de la ocupación chilena con estas palabras que traslucían cierta inseguridad, es que no quería oír hablar de repliegues que se justificaran en la presencia amenazante de grandes masas de guerrilleros en los cerros. No obstante, fueron estos mismos “indios armados de lanzas”, auxiliares vitales del Ejército del Centro, los que contuvieron y desconcertaron a los chilenos durante largos meses, hasta el punto de hacerlos concebir la necesidad de una retirada general a la Línea de Sama.
Cáceres amplió mucho el horizonte de ese sector mayoritario de la población peruana. Como se leía en un viejo folleto de 1886: “El General Cáceres había llamado a aquellos campesinos a la vida del patriotismo”. En palabras de Percy Cayo: “Cáceres fue, sin duda, el aliento irreemplazable para esta acción de las montoneras. Reeditando las acciones de guerrilleros que cumplieron hazañas tan singulares en los días de la Independencia, supo contagiar en sus gentes la fuerza incontenible del amor al suelo que se defendía”. El recuerdo que se hace hoy día de esa gesta en el seno de las poblaciones campesinas del Centro revela, en todo caso, que no se trató de una alianza superficial. (Por lo menos hasta el año 1996, la “batalla de Chupaca” de abril de 1882 era dramatizada en esa población: los “guerrilleros”, vestidos con ponchos y armados de rejones, reciben el ataque de los “soldados chilenos” que lucen pantalones rojos y casacas azules. La caballería invasora repite el grito de ataque: “¡Los sables a desenvainar! ¡Por Dios y Santa María, adelante la caballería!”)
Pero podría haber otras razones que expliquen la permanencia del recuerdo de La Breña. Una primera razón se encontraría en el molde casi literario de su trama, que podría ser asimilable al de un antiguo relato de corte épico, pese a que se trata de un encadenamiento de acontecimientos sustentado en las fuentes, y que no ha brotado de la imaginación de ningún autor individual o colectivo. En 1921, Zoila Aurora Cáceres había dicho que la Campaña de la Sierra se había asemejado a “un cuento prodigioso”. ¿Qué rasgos tenía? En primer lugar, la Campaña de la Sierra tiene un formato general de corte épico, con gigantescos escenarios geográficos y grandes masas que actúan en medio de una guerra. Es una historia de combates y de escaramuzas y también de matanzas y de ejecuciones. Pocas escenas son tan dramáticas como la llegada de Cáceres a pueblos andinos donde asomaban las cabezas decapitadas de los soldados chilenos, ensartadas en lanzas. También hay valientes y villanos, lealtades y traiciones.
En segundo lugar, encontramos la imagen de un héroe o paladín en torno al cual gira la trama con todos sus múltiples elementos. El carácter tan poderoso de este rasgo hacía que los observadores de la época intentaran buscar asociaciones con personajes destacados de la historia clásica. Para Pedro Manuel Rodríguez y Daniel de los Heros, que cabalgaron junto con Cáceres en la campaña de Huamachuco, era muy tentador asociar la imagen del caudillo peruano cruzando el paso de Llanganuco al frente de sus tropas atravesando peligrosos desfiladeros con la de Aníbal venciendo los Alpes en medio de un mar de dificultades. No se sabe si Manuel González Prada tomó de esta fuente su propio paralelo de Cáceres con el guerrero cartaginés. En todo caso, lo hizo suyo con sinceridad evidente.
En tercer lugar, se trata de la historia de una lucha agónica, en el límite de la resistencia, llevada a cabo contra fuerzas del mal (siempre en un sentido literario), encarnadas en tropas invasoras que saquean y asesinan a gente que al comienzo aparece como pacífica. Pocos episodios encajan mejor con este rasgo de la historia como la ya mencionada defensa del pueblo de Chupaca, del 19 de abril de 1882, cuando campesinos precariamente armados resistieron hasta la muerte el asalto de la caballería chilena.
En cuarto lugar, es una trama de caídas y resurrecciones, con desenlaces en cada caso especiales e inesperados. Este rasgo de la historia es evidente en la parte correspondiente a la batalla de Huamachuco y a las semanas que siguieron a esta acción de armas, cuando Cáceres estuvo a punto de perecer. Su retorno a la Sierra Central, donde se reencuentra con el entusiasmo casi intacto de sus guerrilleros, es sin duda la imagen viva de un renacimiento.
En quinto lugar, es una historia donde aparecen personajes pintorescos, como los curas vestidos de militares que encabezan a sus feligreses en la lucha contra los chilenos, portando un crucifijo en una mano y esgrimiendo un rejón en la otra. Finalmente habría que mencionar la temática de los afloramientos ancestrales y de las revelaciones, tan visible en esa suerte de reaparición de viejas esencias andinas de raíz guerrera.
Otra razón que podría explicar la permanencia del recuerdo de La Breña es la resistencia que ha tenido la figura de Cáceres, como militar, a los ataques orientados a desprestigiarlo, sustentados sobre todo en consideraciones políticas. En general, aparte del origen social o de la formación educativa, y con una apreciable intuición, la mayoría de la población peruana ha tendido a reconocer un valor nacional, que sin duda fue muy real. Pese a no haber sido un mártir durante la guerra, Cáceres se encuentra en un nivel comparable de estimación popular del que gozan Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte, o incluso el mismo Miguel Grau.
En un plano académico, el valor, el carisma y la popularidad del Cáceres de la Campaña de la Sierra han sido confirmados reiteradamente en casi todas las obras del siglo XX o contemporáneas, tanto chilenas, peruanas, bolivianas como de otras nacionalidades. Sería interesante contar cuántas veces aparece repetido el nombre de Cáceres en la clásica Guerra del Pacífico del historiador chileno Gonzalo Bulnes: seguramente más que el nombre Gorostiaga y quizá no mucho menos que el propio nombre de Lynch. Desde el siglo XX, hay consenso en reconocer la grandeza de Cáceres como militar estratega y héroe patriota.
No obstante, como queda claro cuando se revisan las fuentes, esta certeza a veces nos impide ver que Cáceres tuvo en vida, y posteriormente, muchísimos enemigos y detractores. Permanece hasta la actualidad, pese a todo, como un mito histórico, y podemos intentar acercarnos a él: es el Cáceres épico, montado sobre su caballo de batalla, con el kepís rojo y la espada en la mano; es el brillante y creativo estratega de Tarapacá y de Pucará, que sabe sacar el mejor partido de su infantería india especialista en desfiladeros; es el soldado de las situaciones límite, rodeado siempre por la muerte, combatiendo en primera fila y expuesto al fuego enemigo; es el Cáceres que, en las penosas marchas nocturnas, ilumina a sus hombres con haces de paja encendidos por rutas inverosímiles en medio del frío; es el Cáceres que pasa a caballo vitoreado hasta el delirio por sus guerrilleros, a los que se dirige en quechua; es el caudillo que une bajo la misma bandera roja y blanca al cosmopolita limeño y al rejonero de la puna; es el organizador infatigable que saca ejércitos de la nada; es el Cáceres que pone en aprietos a las guarniciones chilenas de la Sierra; es el Cáceres admirado en silencio por los rasos y por los desertores enemigos que lo llaman El Brujo; es el jinete del prodigioso salto ecuestre de Huamachuco que le salva la vida; es el Cáceres irascible y colérico ante los traidores, pero también conmovido por la fidelidad, la entrega y el sacrificio sin límites de las poblaciones andinas que lo abrigan en la soledad de la derrota; es el ciudadano abatido por las desgracias de su Patria, pero que siempre termina levantándose animado por una prodigiosa fortaleza de carácter.
A la luz de otros casos históricos, éstas bien podrían ser imágenes de corte propagandístico. No obstante, con relación a la trayectoria de Cáceres durante la Campaña de La Breña, hay que decir con toda claridad que el mito se parece mucho a la realidad.