PALABRAS EN RECUERDO DE MI AMIGO EXTREMEÑO FERNANDO SERRANO MANGAS, PARA EL HOMENAJE ORGANIZADO POR EL CEXECI (29 DE ABRIL DE 2015)

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Unas palabras en recuerdo de Fernando Serrano Mangas, de su amigo peruano Hugo Pereyra Plasencia

 

Conocí a Fernando a comienzos de la década de 1980, en las mesas de investigación del Archivo General de Indias de Sevilla.  Recuerdo que era un día frío de enero o febrero. Para molestia de los otros estudiosos, que estaban hundidos en la lectura sus expedientes centenarios, Fernando y yo comenzamos, apenas cuchicheando, una conversación y un contacto que habrían de prolongarse por más de treinta años. Fue un diálogo que al comienzo estuvo impregnado de una mutua curiosidad, entre académica y personal. En la España de entonces, los sudamericanos que llegábamos a Sevilla éramos una auténtica rareza, en especial para los americanistas, que veían en nosotros la encarnación física de personajes indianos que encontraban en sus viejos legajos. Tengo muy claro que a Fernando le llamó mucho la atención mi segundo apellido, Plasencia, nombre de la vieja ciudad extremeña que, casi con seguridad, es punto de origen de parte de mis remotos ancestros. Y no exagero cuando digo que somos muchos los peruanos que tenemos una parte esencial de nuestras raíces en la tierra de Pizarro y de Cortés.  También le intrigó el acento de Lima, mi ciudad, que es tan difícil de identificar y de clasificar entre las pronunciaciones de Hispanoamérica. No dejó de hacer bromas, por supuesto, como era habitual en él: “Tienes aspecto de español pero ojos de indio”, me dijo. A lo que repuse: “Y tú pareces demasiado parco, pero veo que, en realidad, eres muy cotilla”. Lo demás siguió en piloto automático.

Dado que nuestra cálida aproximación en la mesa del Archivo de Indias había devenido en una conversación bulliciosa, los bedeles, con el apoyo evidente de las miradas de los investigadores cercanos que perdían inevitablemente la concentración, nos hicieron una cordial invitación a salir del Archivo para conversar afuera, como Dios manda, sin molestar a nadie. Los bedeles de esos días eran ex guardias civiles, y no se andaban con miramientos.

Y sí que fue especial y alegre esa primera larga conversación que se prolongó hasta muy tarde, en uno de esos estupendos bares de Triana, al otro lado del Guadalquivir, pasando el puente de San Telmo, llenos de gente, y bien abastecidos de tentadores chipirones y de gambas al ajillo, y donde había surtidores de cerveza de donde manaba abundante Cruzcampo. Frente a nuestras respectivas cañas, conversamos, por supuesto, sobre los temas académicos que nos atraían. (Después supe que su apodo en la Universidad de Sevilla, donde estudiaba, era el de “pirata”, por su versación en la temática de los galeones del viejo Imperio español y también, seguramente, debido a su estilo cáustico.)  Pero esa primera aproximación, un poco teñida todavía de formalidad, duró apenas unos pocos minutos, porque casi inmediatamente pasamos a conversar sobre cómo era Extremadura, su tierra y, en especial, sobre esa especie de ignoto planeta Marte que era el Perú para los españoles de entonces. “A los chilenos y a los argentinos los ubico rápido, hombre”, me dijo. “Basta con que abran la boca”. “Pero a ti no te habría identificado jamás, con ese acento que casi nunca había escuchado, y con ese vocabulario que a veces no entiendo para naa”. Si consideramos que yo me refería a un bedel como un “conserje”, que llamaba “caño” al grifo del agua, que aplicaba el calificativo de “malogrado” a algún aparato que estaba descompuesto, y el de “gasfitero” al fontanero, entonces comprenderán ustedes que la sorpresa y el desconcierto lingüísticos de quien, con los años, sería mi gran amigo español, estaban más que justificados. Hasta creo que, al comienzo, Fernando y yo nos sentíamos como una especie de antropólogos que escrutaban mutuamente sus respectivos rasgos culturales, lo que sin duda no dejaba de producir situaciones muy graciosas. En un principio, en el Archivo, Fernando me había dado la impresión de sequedad y hasta de dureza (según el estereotipo extremeño), sobre todo cuando yo comparaba su manera de hablar con la de los sevillanos. Pero esa era sólo una impresión más bien superficial, porque a pocos amigos recuerdo con semejante despliegue de locuacidad, de espontaneidad y de eso que los hispanoamericanos llamamos “chispa”, vale decir, de esa cualidad de tomar las oportunidades de chiste al vuelo y de hacer las asociaciones más inverosímiles. Sentí también, desde el comienzo, a una persona franca, directa y que irradiaba confianza, que carecía de arrogancia y que tenía un gran espíritu de camaradería. Y, por supuesto, como ya he dicho, con un sentido del humor (incluso negro) totalmente fuera de lo común. Fue probablemente esto último lo que nos unió más; de hecho, los recuerdos más gratos que tengo de Fernando, y que me asaltan siempre con una mezcla de alegría y de nostalgia, corresponden a los momentos en que nos reíamos de todo y de todos, y hasta de nosotros mismos, a carcajadas.  En ese primer encuentro en el bar de Triana, en medio de las nubes de humo de cigarrillo, de la música andaluza y del rumor de las conversaciones, Fernando casi se cae de la silla de risa cuando le conté, con alguna ingenuidad que, el día anterior, el de mi llegada a Sevilla, cuando me perdí en las intrincadas calles del barrio de Santa Cruz, cargando mi maleta, unos jóvenes pijos se me habían acercado a preguntarme si tenía chocolate para venderles, en el que sería el primero de mis conflictos lingüísticos con los andaluces.  Una vez que recuperó el aliento de sus risotadas, Fernando me explicó lo que había pasado, para mi desconcierto, por supuesto, porque yo jamás habría adivinado que, en España, chocolate significaba “hachís”.

Pocos días después, también en el Archivo de Indias, tuvo lugar un episodio de relaté hace poco tiempo a Guadalupe López Tena, en una carta personal, cuyo pasaje principal me permito transcribirles:

“Fernando me dijo: “pues hombre, vamos a que conozcas a una gente mía” (o algo así). Me llevó a ver a su grupo de amigos extremeños, que hablaban, pensaban y creo que hasta reían diferente que los sevillanos. Vivían como en una especie de falansterio, ayudándose los unos a los otros. (Como pasaría en el Perú con un grupo de arequipeños o trujillanos de mi país viviendo en Lima).   Hasta las chicas, que eran tan guapas, tenían una belleza diferente que las locales: eran más sobrias, más observadoras y, por cierto, infinitamente menos habladoras que las andaluzas. Pasamos una tarde estupenda, esa, en la que conocí a los extremeños de Fernando. Parece que todo lo hubiera soñado, por la belleza del recuerdo, que llevaré siempre conmigo. Y que ahora comparto contigo”.

 

Hasta aquí la cita, que escribí, dominado por la nostalgia, a muy poco de conocer del fallecimiento de mi amigo. Lo que sí quisiera destacar de ella es que Fernando fue un prototipo de amor por su tierra extremeña, en particular de su pueblo de Salvaleón, en Badajoz, del cual se sentía muy orgulloso.

Treinta años de amistad no son poca cosa. Fue una vinculación constante y cálida la que Fernando me brindó, la mayor parte del tiempo a la distancia, separados por un continente y por un océano. De hecho, lo vi seguido por segunda vez recién en 2010, cuando él y las recordadas autoridades del pueblo de Valencia de las Torres me invitaron a participar en un seminario sobre temas americanistas. Sin duda, los años habían pasado para mí y para Fernando. Físicamente, digo. Pero el alma de mi amigo se conservaba juvenil y, casi diría, aún más brillante, estimulante y vivaz, que cuando éramos dos jóvenes aprendices de historiadores en nuestros veintes, en la Sevilla de la década de 1980. Lo vi por última vez en Cáceres, el año pasado, en un intermedio del valioso curso sobre el Perú que organizó el CEXECI para estudiantes de la Universidad. Confieso que, entonces, no tomé conciencia de que me estaba despidiendo del amigo cuando lo abracé al final del encuentro, ya en la calle, en una tarde lluviosa de noviembre.

No quisiera dejar de mencionar el trabajo de Fernando dentro de esa destacadísima comunidad americanistas, que tanto hace por mantener el tenaz vínculo humano que existe entre España y los países hispanoamericanos.  Fernando siempre sostuvo que la fragmentación del viejo Imperio fue una de las grandes tragedias de la historia de nuestros países, pues nos privó de utilizar el enorme potencial de vinculación e intercambio, tan natural entre pueblos que hablan la misma lengua y que comparten una misma matriz cultural. Creo que hoy los pueblos de España y de Hispanoamérica se encuentran dentro de una fecunda etapa de redescubrimiento y de reencuentro. Y creo también que Fernando Serrano Mangas, el entrañable amigo extremeño, es para mí y para muchos, un símbolo de esa vital aproximación que promete dar tantos frutos, y que ojalá se profundice con los años.

 

Muchas gracias.

 

Lima, 25 de abril de 2015

 

 

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