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¿Buscando un Inca?

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¿Buscando un Inca?
(Episodios del siglo XVII en el Perú)

Introducción

“La rebelión de los indios. Jueves, dieciséis de diciembre de 1666 años, octava de la Limpia Concepción de Nuestra Señora. Se descubrió la maldad de los indios que se querían levantar en esta ciudad y matar todos los españoles; y habían de pegar fuego a la ciudad por muchas partes, y soltar el agua de la acequia grande de Santa Clara. Y este mismo día (…) hubo tres temblores muy grandes.”

De esta extraña manera, con un cierto aire apocalíptico, recogió el Diario de Lima de Josephe de Mogaburu una noticia de la capital de Virreinato que era bastante insólita para la época. Se vivía entonces en tiempos del rey español Carlos II, llamado El Hechizado, quien sería el último de los Austrias. En ese momento, los vastos territorios sudamericanos del Perú se hallaban bajo la autoridad de la Audiencia gobernadora, antes de la llegada de un nuevo virrey que reemplazara al fallecido Conde de Santisteban.

En la entrada del Diario correspondiente al 21 de enero de 1667, el redactor refiere que, ese día, ocho indios acusados de formar parte del levantamiento mencionado fueron ahorcados en la plaza de Lima. “Toda la ciudad” concurrió al ajusticiamiento en presencia de soldados de la “compañía del número de San Lázaro” y de otras unidades, armados todos ellos con “chuzos”, o lanzas, seguramente semejantes a las que pueden verse en los cuadros españoles referidos a la Guerra de Flandes, concluida pocos lustros antes: “Y después -continúa Mogaburu- les quitaron las cabezas y fueron puestas en la puente las ocho cabezas y fueron hechos cuartos y puestos por los caminos”. En otras palabras, los cuerpos de los indios fueron descuartizados y sus partes terminaron dispersadas y exhibidas como advertencia.

Aunque el Diario no deja de mencionar otros sucesos más típicos, tales como tomas de posesión de cargos o el anuncio de la salida de la armada del puerto del Callao, parece advertirse también, por esos días, un cierto ambiente de crispación. Poco antes de la ejecución de los ocho indios, específicamente el 3 de enero de 1667 (lo dice también el Diario de Mogaburu), un curioso personaje llamado Pedro Bohórquez, entonces preso en la cárcel real de Lima, era ajusticiado con garrote en su celda por orden de las autoridades. Se sabe que Bohórquez, español (probablemente un morisco) natural de Granada, había sido acusado de levantar a los indios calchaquíes de la remota región del Tucumán, haciéndose pasar, en 1656, de extraña manera, como inca. Había sido traído a Lima, centro de poder de la época, para ser reducido a prisión. Lo interesante es que, a juzgar por otras referencias, la palabra “inca” también estaba asociada al levantamiento ya citado que, según la acusación formal, había sido intentado por los indios de Lima a fines de 1666. En efecto, una fuente señala que el líder del frustrado alzamiento de Lima, un enigmático personaje que se hacía llamar Gabriel Manco Cápac (como el primero de la lista tradicional de los incas), no llegó a ser capturado y desapareció sin dejar rastros.

No había, al parecer, conexión entre el caso de Bohórquez y lo ocurrido en la capital, pero sin duda algo amenazante y misterioso, que se nos escapa, estaba rondando en el ambiente en esos primeros días de 1667. ¿No se siente acaso la voluntad de suprimir rápidamente, sin mayor proceso, todo tipo de peligro potencial que pudiera afectar la seguridad de los españoles? En la mentalidad impresionable y providencialista de ese tiempo, el temor de los españoles de ser aplastados por los indios debió de ahondarse por la coincidencia del descubrimiento de la rebelión con tres “temblores grandes” que se sintieron en Lima ese 16 de diciembre de 1666. Lo cierto es que esta situación dio paso a una auténtica cacería de presuntos implicados dentro y fuera de Lima. Preocupada por las posibles repercusiones de estos sucesos, la Audiencia dio órdenes urgentes a las autoridades del interior para buscar y rastrear al “inca” fugado y a sus cómplices en todos los rincones del reino.

Huancavelica, 1667

En efecto, los acontecimientos resonaron lejos de Lima. Por ejemplo, en la villa de Huancavelica, que era centro económico importante del Imperio español de la época, famoso por la producción del mercurio, esencial para un Virreinato platero. Todo ello consta en un documento fechado a comienzos de 1667, que ha permanecido inédito hasta hoy. De acuerdo con esta fuente, el 11 de enero de ese año, el gobernador de la villa de Huancavelica, Juan Bautista Moreto de Espinoza, comenzó a abrir, en compañía del teniente Fernando de Villalba, en forma paralela o sucesiva, al menos siete breves expedientes para hacer averiguaciones sobre hallazgos que, según ciertos indicios, habían podido tener relación con los acontecimientos de Lima. Los expedientes se encuentran incluidos, uno a continuación de otro, en el documento inédito antes mencionado. El escribano encargado de dejar registro de todas las averiguaciones, que fueron hechas en su mayoría con intérpretes de la lengua quechua, fue Carlos Antonio de las Casas.

“Dentro de pocos días se habían de acabar todos los españoles…”

El primer expediente tuvo su origen en una información confidencial que fue comunicada al gobernador de la villa de Huancavelica por el capitán Francisco Méndez Venegas, poseedor de un “asiento” (¿minero?) en el área: un indio a su servicio, llamado Diego Quispe, le había revelado que, hacia el 11 de diciembre de 1666 (días antes del descubrimiento de la rebelión india de Lima), algunos naturales asistentes a una reunión fúnebre privada habían comentado, de manera enigmática, que “dentro de pocos días se habían de acabar todos los españoles y habían de quedar solo los indios, porque los habían de matar a todos”. Cuando el documento habla de “españoles” se está refiriendo a la sociedad estamental de la época, vale decir, a los blancos, fuesen éstos europeos o no. Como se verá por el estudio que sigue, nada quedó claro. Llevado ante las autoridades españolas, el propio Diego Quispe confirmó la amenaza en su declaración del día 11 de enero, aunque amplió sus dimensiones al hablar de una conspiración de todos los sectores no blancos contra los españoles. Efectivamente, en la reunión por la muerte de su madre de un mes antes, había oído decir a un “cantor que dice ser del valle de Jauja […] que dentro de pocos días habían de juntarse negros mulatos e indios y habían de matar a todos los españoles; y que si acaso algún indio volviese por su amo lo matarían también”. Asimismo, Diego Quispe acusó a Jacinto Bernabé, llamado “el harpero” -otro asistente a la reunión- de haber hablado en los mismos términos.

Llevados a declarar a la fuerza, todos los acusados negaron haber hablado sobre la masacre de españoles, o imputaban este rumor a otros. Algunos llegaron a afirmar que no se había hablado nada acerca de una rebelión o conspiración contra los blancos, sino de la misteriosa aparición, en el puerto de Pisco de un “maldito” de nombre “Mantelillos”. Un testigo decía que Mantelillos “hablaba sin que le viesen”. Curiosamente, en otra parte del texto, el aparecido es citado también como “santo”. Cabe destacar que este personaje fantástico, mencionado por los indios de Huancavelica en 1667, aparece comentado en la literatura española del Siglo de Oro en la forma de un diablo. Debió tratarse de un personaje popular en todo el Imperio español de la época, conocido por igual en las Indias que en la Península. Con seguridad, por ejemplo, el diablo Mantelillos era conocido durante el siglo XVII en la Nueva España. Cabe destacar que, en el caso de los procesados en Huancavelica, la mención no tiene conexión aparente con el levantamiento descubierto en Lima. La cita a Mantelillos puede haber sido una cortina de humo, utilizada por los indios para evitar referirse, directa o indirectamente, a un tema que bien podía costarles vida, en caso de verse involucrados. No obstante, teniendo en cuenta la visión del mundo de entonces, también es posible que los indios que mencionaron este asunto simplemente se hayan creído esta historia de la llegada del diablo, y que la hayan repetido ante las autoridades con seriedad.

El principal sospechoso, un cantor de Jauja de pelo crespo, nunca fue ubicado. Jacinto el harpero, quien lo había acusado, terminó pretextando -con la ayuda del protector de naturales Francisco de Miralles- que había hecho declaraciones estando ebrio. El 29 de enero de 1667, Luis de Monares, alcalde mayor de los naturales, Ignacio Chipana, alcalde ordinario de la parroquia de la Ascensión, y el “maestro cantor” Francisco Tenisela (o Teneycela, según su firma), apoyaron esta interpretación. Tenisela y Chipana aclararon que habían participado de la reunión social (para ver un asunto del “aderezo” de la iglesia de la parroquia) de la cual Jacinto Bernabé había sido sacado violentamente por Luis de Monares para prestar declaración ante las autoridades el 11 de enero.

De manera brusca, sin mayor explicación, las autoridades suspendieron las pesquisas.

Buscando a los hijos del curaca inga de Quiquijana

El segundo expediente se refiere a la averiguación realizada por el gobernador de Huancavelica para ubicar a dos hijos del curaca de Quiquijana. Ellos habían partido de Lima, rumbo a su tierra, más o menos por el tiempo en que las autoridades de la Audiencia descubrieron la “rebelión de los indios” en la capital en diciembre de 1666. Desde la perspectiva de las autoridades españolas, cada viajero podía ser sospechoso de portar cartas reservadas, o de ser miembro activo del levantamiento. De allí la minuciosidad de las indagaciones para dar con el paradero de los hijos del curaca.

De los interrogatorios se puede deducir que Joan y Pedro Atahualpa, respectivamente hijo mayor y menor del curaca de Quiquijana, habían llegado a Lima en los primeros meses de 1665 para ver asuntos legales de su pueblo y también habían conseguido “algunas provisiones” de las autoridades. Habían estado viviendo en una casa situada en la esquina del “tambo de la Guaquilla”, propiedad de un “mulato gordo” residente en la capital. Partieron de Lima rumbo a su tierra, en el área del Cusco, aparentemente llamados por su progenitor. En el Camino Real, a la altura del tambo de Picoy, se encontraron en una disyuntiva. Los viajeros creyeron haber escogido correctamente el camino hacia el Cusco, pero la realidad era que, desde el citado tambo, habían tomado la vía hacia Huancavelica. Cuando se percataron de ello, volvieron sobre sus pasos. Los jóvenes viajaban en compañía de un servidor llamado Augustín Condori, indio natural del pueblo de Acos, de la provincia de Quiquijana, quien estaba enfermo. Este personaje declaró que “su curaca” era Sebastián Tito Condemayta Inga, presunto padre de los jóvenes Joan y Pedro. Precisamente cuando el grupo llegó al paraje de Dos Cruces, hacia los primeros días de enero de 1667, a Augustín Condori le “apretó la enfermedad” y se vio obligado a separarse de los hijos del curaca, que continuaron solos su camino, en dirección hacia “Guamanga o Chinchero”, puntos previos antes de su destino final en el área del Cusco.

Ayudado por un “mulato mayordomo” y por otro hombre, que se apiadaron de él, Augustín Condori fue llevado al molino de Diego de Figueredo, en el área de Huancavelica. Su presencia fue detectada allí por el gobernador y el teniente de Huancavelica, quienes ordenaron apresarlo para ser llevado ante ellos el 11 de enero de 1667. En el expediente, las autoridades españolas señalaron que sabían que el indio enfermo había estado acompañando a otros dos que “pasaron a toda prisa a las partes de arriba”, en alusión a los hijos del curaca de Quiquijana. Iniciaron así un expediente para averiguar si el grupo había tenido algo que ver “en el tratado que tenían hecho los indios de Lima, o si iban a hacer algunas diligencias tocantes a la conjuración”. Augustín Condori declaró no saber nada de las alteraciones de Lima y únicamente comentó que había oído hablar a los hijos del curaca de Quiquijana, en el Baratillo (o mercado) de Lima, sobre el rumor de que los indios serían pronto esclavizados, “herrados” en el rostro y vendidos, y que los hermanos Atahualpa habrían escuchado esto “junto a las casas del Cabildo”. Los interrogatorios se interrumpieron por la enfermedad del sospechoso.

El 14 de enero, el alférez Ignacio de Arroyo y Francisco de Córdova, “soldados de la guarda de a caballo” llegaron a Huancavelica y señalaron al gobernador que tenían orden “del real gobierno para llevar a Lima a todos los indios que de un mes a esta parte hubiesen salido de dicha ciudad”. Sabían de un indio enfermo que se encontraba preso, que había sido hallado en un molino cerca, en alusión a Augustín Condori. Una vez identificado, pidieron que les fuera entregado para cumplir así con la orden superior. No obstante, al día siguiente, el médico cirujano del hospital real de la villa de Huancavelica, Joan de la Torre, opinó que, debido a su deplorable estado de salud, Augustín Condori corría el riesgo de perder la vida si emprendía el viaje a Lima. Ante esta situación, el gobernador de Huancavelica ordenó remitir a Lima un testimonio escrito con sus indagaciones y dispuso que Augustín Condori fuera retenido preso, aunque con cuidados médicos. Asimismo, escribió al corregidor de la provincia de Huanta, Martín de Ilzarbe, para proceder a ubicar y detener a los hermanos Atahualpa. El corregidor cumplió su cometido, pero remitió desde Huanta a Huancavelica únicamente a Joan, por estar Pedro “enfermo con riesgo de la vida”.

Joan Atahualpa fue presentado al gobernador y al teniente de Huancavelica el 29 de enero de 1667. Negó tener conocimiento de las alteraciones de Lima y también que hubiera sabido del rumor sobre la esclavización de los indios. Comentó que en el tiempo que había estado en Lima (en calidad de “indio forastero y sin amigos”) desde los primeros meses de 1665, había estado ocho meses enfermo en el hospital de Santa Ana, y que después había ido a trabajar y a recuperarse a la chacra que Joseph Rubio arrendaba en Guanchiguaylas a las monjas de la Encarnación. Declaró haber obtenido “provisiones” para su pueblo y que los trámites pendientes quedaban en manos del “protector fiscal y de su agente Isidro Manrique”. Careado posteriormente con Juan Atahualpa, el enfermo Augustín Condori cambió su versión y dijo que no había oído hablar de la esclavización de los indios al hijo del curaca, sino a “otros indios forasteros” en Lima. El 31 de enero de 1667, el médico cirujano del hospital real opinó que la enfermedad Augustín Condori iba “cogiendo fuerza y empeorando”. Ante esta situación, las autoridades lo pusieron “en depósito” en el hospital a cargo de fray Joan López, padre prior de dicha institución.

Aquí se detiene el expediente.

El misterioso Lucas Pariacho Poma

El tercer expediente es una causa al indio Lucas Pariacho Poma. Comienza el 15 de febrero de 1667, bruscamente, cuando este personaje se encontraba ya preso en la cárcel real de Huancavelica. La ausencia en el documento de una parte donde Lucas Pariacho declare su identidad, hace sospechar que el texto está incompleto en su parte inicial. En la fecha indicada, el gobernador Moreto de Espinoza declaró que el personaje en cuestión había estado previamente preso en el pueblo de Huando, donde aparentemente había comenzado su detención. Después, había sido llevado a Huancavelica. Moreto señaló que había escrito a Cristobal Nauencopa, alcalde ordinario del pueblo de Huando, “hiciese diligencia para saber de dónde vino [Lucas Pariacho Poma] a dicho pueblo, y si vino de la ciudad de Lima”. Luego de una barroca y sumisa introducción (“…ha sido mucha suerte gozar de su buena salud de vuesamerced la cual aumente el cielo, como este su menor criado de vuesamerced pido y es menester para mi amparo”), Nauencopa había respondido por carta al gobernador diciéndole que, en todo el tiempo en que había permanecido en Huando antes de su captura, Lucas Pariacho Poma había declarado que “venía de Lima”, aunque sin haber precisado cuándo había salido de allí. Por otro lado, Nauencopa comentó haber hallado “entre las estampas del preso” una carta “de su tierra”, que remitía adjunta a su misiva al gobernador.

Se trataba de la carta que un tío de Lucas Pariacho Poma, de nombre Francisco Cáceres, le había dirigido desde el pueblo de Pusillan (¿en el hinterland arequipeño?), con fecha 13 de septiembre de 1664. La carta, presentada en original, tenía al menos dos partes rotas. Cáceres, cacique principal y gobernador de ese pueblo, se dirigía a su sobrino, entonces residente en Lima, quien vivía allí probablemente en calidad de estudiante. Lucas Pariacho Poma, ausente de su pueblo por siete años, se había dirigido previamente a su tío para solicitar a él y a su padre su genealogía, pues quería mostrar en Lima quién era y de quién descendía. Había remitido su carta al pueblo de Pusillan probablemente mediante un “chasque” o cartero de la época, en agosto de ese año. En conjunto, la carta de respuesta de Cáceres, incluida en el expediente (dejando de lado la circunstancia de las extrañas partes rotas), no era un documento subversivo, pero sí tenía un tono abiertamente pesimista y de queja, pues describía la explotación a la que estaban sometidos los habitantes del pueblo de Pusillan a manos del corregidor del área. Con lenguaje elocuente, el tío curaca le decía a su sobrino que no debía pensar en retornar a su pueblo, donde sólo iba a sufrir pobreza.

El 14 de marzo de 1667, llegaron a Huancavelica dos soldados enviados por el maestro de campo Pedro de Garay, corregidor de la provincia de Jauja. Se trataba del cabo Lorenzo de Mesa y del “barrachel de campaña” Pedro de Valenzuela. Venían a recoger a dos presos: el ya citado Lucas Pariacho Poma e Ignacio Callapaguacari (“por otro nombre don Pedro”), para llevarlos a Jauja, aparentemente por orden (o por lo menos con la anuencia) del gobernador de Huancavelica. Los soldados se llevaron también consigo “un testimonio de los autos hechos contra don Ignacio Callapaguancari en siete fojas, y otro testimonio hecho contra Lucas Hacho por otro nombre don Lucas Pariacho Poma en ocho fojas en que van dos cartas originales, la una escrita por don Cristobal Nabincopa alcalde ordinario del pueblo de Guando su fecha en dicho pueblo en doce de febrero desde año de sesenta y siete para el señor gobernador, y otra de don Francisco de Cáceres…” Ambas cartas ya han sido comentadas pero los dos testimonios a Lucas Pariacho e Ignacio Callapaguancari han desaparecido.

¿Dos plateros acusados de hacer “una insignia de las que usaba el inga”? ¿Una corona de plata y coletos de cuero para la rebelión?

Pese a sus pequeñas dimensiones, el cuarto, sexto y séptimo expedientes tienen material suficiente para conocer la esencia de las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades españolas. El quinto es apenas un fragmento, lo que hace difícil reconstruir el contexto y el día preciso en que se inicia. Comienza con las declaraciones de un indio, de quien no conocemos su nombre. Por la ubicación de este quinto expediente fragmentario en el documento, la averiguación debe haber ocurrido durante los primeros meses de 1667. La declaración del indio anónimo se refiere, en tono de queja, a la obligación de trabajar “a pesar de tener provisión del gobierno”. En la única parte interesante de este fragmento, el indio es preguntado si conoce a don Gerónimo Lorenzo Limaylla. A ello “respondió que es verdad que le conoce de haber aprendido juntos el oficio (¿?) cuando eran muchachos en Lima y que era principal del valle de Jauja y ahora dicen que está en España…” Limaylla aparece citado en otras fuentes de la época como un curaca de mucho prestigio quien, en efecto, llegó a hacer un viaje a la Península. Se sabe que presentó allí un largo memorial, que hoy se conserva en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Lo que no queda en absoluto claro es la relación entre Limaylla y la rebelión supuestamente tramada por los indios de Lima.

Los expedientes cuarto y séptimo contienen los interrogatorios -realizados por separado- a los plateros Sebastián Llancan y Fernando Quispialán, ambos naturales del valle de Jauja, que por entonces ejercían su oficio en Huancavelica. Se los acusaba de haber hecho “una insignia de las que usaba el inga”. La declaración de Fernando Quispialán, realizada el 7 de febrero de 1667, es la menos interesante, porque el expediente se interrumpe a poco de haber comenzado. Este personaje declaró que era “natural del pueblo de la Concepción del valle de Jauja, del ayllo Lurin Guanca”, de cincuenta años de edad “poco más o menos” y que era “oficial platero” y había usado dicho oficio en la parroquia de San Cristóbal “de la otra banda del río” de la villa de Huancavelica.

El expediente (cuarto) correspondiente al otro platero está completo y es más detallado. Se inicia, el 9 de febrero de 1667, con la denuncia que realizó la viuda Bernarda de Padilla, moradora en Huancavelica. Ella declaró que habiendo ido a la parroquia de la Ascensión a buscar un platero para reparar un “topo” (alfiler para sostener la manta), había entrado en la casa del indio platero Sebastián Llancan y había observado que éste se encontraba sacando una réplica de una corona de plata de Nuestra Señora de Acobamba. Asimismo, vio que estaba trabajando sobre una planchita de plata del tamaño de una cuartilla de papel con las armas del “Rey nuestro señor”, adornada con una corona y leones. Interrogado por doña Bernarda sobre la naturaleza de este trabajo, Sebastián Llancan le comentó que se la había mandado hacer Francisco “el cantor”, que vivía detrás de la iglesia de la Ascensión y que “en el valle de Jauja todos los indios tienen esta insignia y que era para cuando hubiese guerra ponerla en la bandera y levantarla…”. Sobre la corona, Bernarda de Padilla dijo que el platero le había señalado vagamente que estaba haciendo esta réplica “para Nuestra Señora”.

El mismo 9 de febrero, Sebastián Llancan fue reducido a prisión y conducido ante el gobernador de la villa. Declaró su nombre, oficio y ser asimismo natural del pueblo de Apata en el valle de Jauja, del ayllo Lurin Guanca, casado y de 42 años de edad. Señaló que vivía en la parroquia de la Ascensión, junto a la carnicería. Sobre el trabajo en la plancha de plata, denunciado por la viuda Padilla, dijo que, en efecto, había hecho una “planchita de un yeme de largo” y había esculpido en ella dos leones a los lados, una cruz al medio y una corona encima. También corroboró que el trabajo se lo había mandado hacer Francisco Tenisela, “cantor” que vivía a espaldas de la iglesia de la Ascensión, y que ya se lo había entregado hacía como una semana, o sea a comienzos de febrero de 1667. Cabe recordar que este maestro cantor es el mismo que fue mencionado en el primer expediente. El 29 de enero, había defendido a su amigo Jacinto Bernabé, “el harpero”, señalando que sus declaraciones no tenían valor porque las había realizado estando borracho. Llama la atención que Francisco Tenisela aparezca primero como amigo de un indio acusado de haber hecho declaraciones subversivas y que, pocos días después, aparezca encargando una insignia de plata “para cuando hubiese guerra”. En cuanto a la insignia, el platero indicó saber, por boca de Francisco Tenisela, que eran las “armas” que el Rey les había otorgado a los indios cañaris del valle de Jauja para presentarse ante el gobernador. Señaló también, que Tenisela había añadido que “aquellas armas usaban antiguamente en tiempo de guerra y las tenían los cañares de dicha provincia (de Jauja) y hoy en día las tienen y cuando salen acompañando al corregidor de dicha provincia van con ellas dichos cañares…”. Se sabe que los cañaris descendían de mitimaes norteños, provenientes del actual Ecuador, que habían sido trasplantados en el valle de Jauja por los cuzqueños antes de la llegada de los españoles.

Con relación a la corona de plata de Nuestra Señora de Acobamba, Sebastián Llancan señaló que ella le había sido encargada por las mismas “hermanas de Nuestra Señora de Acobamba” “y que después de tenerla hecha le trajeron otra para que la viese y que se la entregó para que la llevasen al pueblo de Acobamba, presumiblemente para ser usada el día de la fiesta del lugar, que se había llevado a cabo el día 2 de febrero. Dijo haber entregado esta segunda corona a una india llamada Ana Isabel, quien había sido la que se la había mandado hacer.

El expediente concluye aquí, sin ningún interrogatorio a que hubiera sido sometido Francisco Tenisela ni la misteriosa india Ana Isabel.

El sexto expediente comienza señalando que el gobernador Moreto de Espinosa había recibido nuevas de que “un indio curtidor del pueblo de Acoria” había “aderezado muchos pellejos para coletos…” El coleto era un arma defensiva de guerra, que protegía el tórax. El 2 de marzo de 1667, se mandó llevar a la cárcel real de Huancavelica al indio de nombre Juan Pascual Vega. Éste declaró que era natural del Cusco, que había sido criado en el pueblo de Acoria de la provincia de Angaraes y que era ladino en la lengua española y casado con Andrea de Godoy. Indicó que antes de ser curtidor había sido sastre. Negó haber preparado recientemente pellejos para “coletos”, y sólo admitió que, hacía dos años, había hecho uno de vaca “para aprender”, el cual había vendido hacía un año en el tambo de Picoy “a un español arriero del Cusco”. Concluyó diciendo que normalmente curtía suelas para sustentarse, en “muy poca cantidad”.

El expediente se detiene allí.

Apreciaciones generales

¿Esclavos indios?

¿Surge alguna evidencia, o al menos algún indicio, sobre el origen de todas estas conmociones, desde el tiempo del descubrimiento del complot en Lima el 16 de diciembre de 1666? En la averiguación referida a los hijos del curaca de Quiquijana, se puede apreciar que por entonces se había difundido un rumor entre las poblaciones andinas –que aparentemente no tenía base- sobre la inminente esclavización de los indios. En palabras de la época, ello quería decir que los indios iban a ser “herrados en el rostro”, como lo eran entonces los esclavos negros. Esta expresión podría referirse a la infamante condición de ser marcados en la cara con un hierro al rojo vivo y de convertirse en mercancías humanas, como lo habían sido los indios de las Antillas. Como hemos visto, el mencionado Augustín Condori declaró que, estando en el Baratillo de Lima, había oído decir a los hijos del curaca de Quiquijana que ellos, a su vez, “habían oído decir que habrán de herrar a los indios y los habían de vender y que lo habían oído junto a las casas de Cabildo de Lima y que no sabe si lo oyeron a españoles o a indios…”. Es probable que este rumor haya sido la fuente de una suerte de temor colectivo en el seno de las poblaciones indias, que estaban interconectadas en todo el vasto espacio del Virreinato por mecanismos de difusión oral., o por medio de cartas, en el caso de los indios letrados.

La amenaza de los indios nobles

¿Temían los españoles un levantamiento que hubiera sido organizado y dirigido por los indios nobles (curacas), particularmente aquellos descendientes de los incas? Sus acciones y sus minuciosas pesquisas parecen sugerirlo así. Más interesante aún es constatar el orgullo que los propios curacas parecen haber tenido sobre su status dentro de la sociedad indígena. En la carta, ya mencionada, fechada el 13 de septiembre de 1664, suscrita por Francisco de Cáceres, “cacique principal y gobernador” del pueblo de Pusillan (en el valle de Puquisillani, ¿del espacio arequipeño?), éste le recomienda a su sobrino Lucas Pariacho Poma, que “no te acompañes con malas compañías y dar gusto a vuestro maestro o con quien estuvieres y hablar a derechas y ser cortesano”, porque “todo eso debe hacer uno siendo noble…” Como se dijo en otro pasaje de este estudio, el sobrino, entonces residente en Lima quizá en calidad de estudiante, había pedido a su tío ayuda para que su padre le remitiese su “filigaçion” (¿filiación genealógica?). Ante este pedido, el curaca Cáceres le respondió que cuando su padre (quien había ido a Potosí “a cobrar el tributo de Su Magestad”) retornara, “se hará la filiación yo también iré al pueblo a hacer diligencias y conque firmaremos y firmarán todos los principales y declararán quién(es) fueron nuestros abuelos; con eso no te harán molestias ninguna nadie y sabrán quién eres…” En otras palabras, Luchas Pariacho Poma, que era presuntamente molestado en Lima por su condición de indio, deseaba exhibir una genealogía donde constara su condición de noble.

¿Viviendo en medio de una epidemia mortal?

Por otro lado, a juzgar por el documento de Huancavelica, algunos de los indios procesados estaban enfermos de gravedad, o lo habían estado en un pasado reciente. En su declaración, Joan Atahualpa llega a decir a sus interrogadores que “es de edad de veinte o veinte y un años aunque parece de más por estar con las enfermedades y trabajos que ha pasado, avejentado”. En el tiempo en que estuvo en Lima, entre comienzos de 1665 y fines de 1666, Joan llegó a pasar ocho meses en el hospital de indios de Santa Ana de la capital, aquejado por un mal desconocido. Recordemos también que el otro de los hermanos Atahualpa, de nombre Pedro, enfermó en Huanta y no pudo ser conducido preso a Huancavelica para declarar ante el gobernador. En otro pasaje del expediente, es llamado a declarar el médico cirujano del hospital real de la villa de Huancavelica, Joan de la Torre, para certificar si el indio Augustín Condori estaba en condiciones de viajar a Lima. Su respuesta es negativa: la enfermedad era tan grave, que el indio no resistiría el largo viaje. Cabe observar que son los indios los que caen enfermos, no los españoles. También hay que observar que los tres indios antes citados habían salido juntos de Lima en diciembre de 1666, por lo que podría deducirse que se trataba de un mal que golpeaba a los naturales que vivían en la capital, o que el contagio se originaba allí. Lamentablemente, los síntomas del mal (salvo ocasionalmente menciones a “calenturas” o fiebres) no se describen. ¿Estaban los protagonistas de la época, hacia 1666-1667, inmersos en otro ciclo epidémico semejante a los que habían afectado a la población andina desde el tiempo de la Conquista? ¿Habrá sido ésta una causa muy específica del malestar generalizado? ¿O era un asunto limitado a Lima y sin mayores consecuencias?

Malestar social

Aunque sólo se trata de una especie de ventana que permitiría atisbar un todo, una fuente de 1664, ya mencionada, incluida en el expediente, habla de un claro malestar social y económico en cierta área específica del Virreinato. Surge aquí la clásica imagen de la explotación de los indios a manos de los corregidores, o gobernadores de las provincias en el siglo XVII. Como se comentó en otra parte de este texto, la fuente es una carta que el curaca Francisco Cáceres, entonces habitante de un área vinculada a la economía de Arequipa, en el Sur, escribe a su sobrino Lucas Pariacho Poma, que entonces vivía en Lima. El dramatismo de este texto no es en lo absoluto fingido. Se trata de una carta que fue obtenida por las autoridades para probar supuestas actividades subversivas, y que no había sido escrita para ser de conocimiento público. No hay alusiones directas o indirectas a algún levantamiento, pero sí se siente el amargo tono de queja de un curaca sureño orgulloso de sus ancestros, pero también abrumado por el hecho de que todas las casas del pueblo de Pusillan, incluso la suya propia, se encontraban por los suelos, sin nadie quien las mantuviera, debido a la total dedicación de los indios del lugar a las “granjerías” del corregidor. Según la carta, esta situación obligaba al viejo curaca a estar retirado en el valle de Puquisillani. El corregidor “envía a Arequipa por vino y envía a San Antonio a cargar sal, otros van a sacar sal a la laguna de Azángaro; también tiene matanzas de machorra y [a] otros envía a Paucartambo por coca para despachar a Potosí y otros van por harina a Cochabamba también envía a Potosí con carneros de Castilla y el teniente por otra parte, conque no hay quien asista en el pueblo sino las mujeres viejas aunque hubiera dos mil indios no alcanza para tanto trabajo y si no enteramos nosotros para tantos trabajos van los alcaldes y principales; ni gobernador está seguros [sic] porque no hay indios ni alcanza para tantos servicios hasta las viejas que están en el pueblo y viejos; reparte [n] vino para que beban cada botija diez pesos [como] si fueran lleno todavía se puede recibir vienen vacías que no tienen dos pesos de vino conque los pobres viejos no pueden […]; y así los caciques y principales pagan tributo y otros servicios personales de su bolsa y otros tantos servicios que hay en el pueblo conque los principales no tienen para tanto ni para comer ellos no alcanzan porque las haciendas que tenían todo se ha perdido en estas cosas del corregidor tenientes, conque nosotros quisiéramos ir a Chuquisaca o Lima a alcanzar algún provisión para descanso de [los] pobres indios nos vemos tan pobres no tenemos con qué aviarnos y de esta manera está ya perdido el pueblo y así te aviso que no pretendas venir a este pueblo para pasar pobrezas y desdichas: más vale pasar en tierras extrañas…” Además de las denuncias, salta a la vista en esta carta que el pueblo de Pusillan tenía estrecha relación no sólo con Arequipa, sino con el Alto Perú, centro de la economía platera. La expresión “tierras extrañas” se refiere a la ciudad de Lima. En otras palabras, el tío señala que es preferible vivir como forastero que padecer pobreza. De haber sido este malestar común a Pusillan y a la mayor parte de los pueblos del interior, al menos desde 1664, ¿no habrá sido esta situación, aunada a un posible rebrote epidémico, causa suficiente para animar a muchos indios a rebelarse a fines de 1666?

Aspectos de la vida cotidiana

Independientemente de la materia bajo estudio, y como ya debe haber sido advertido, el expediente completo es un rico venero para ilustrar distintos aspectos de la vida cotidiana de la época. La fuente habla igual de la ropa que usaba un hijo de curaca (con “paño de Quito”), que de las brutales prácticas judiciales de la época. En general, este viejo texto escrito en letra procesal encadenada da vida a toda una estampa del Perú del siglo XVII.

Varios de los indios de Huancavelica declararon ser “forasteros” originarios del área de Jauja. Otro indio ya citado, Diego Quispe, declaró vivir en Huancavelica, pero ser “natural de Oropesa provincia de los Aimaraes”. Por su importancia económica, no resulta raro que Huancavelica haya sido entonces una especie de imán para la población indígena de otras áreas. Juan Pascual Vega, indio curtidor ladino en la lengua española, declaró ser natural del Cusco. En términos más generales, esta fuente refuerza la idea de que la población andina se encontraba dispersa y entremezclada, vale decir, fuera de sus regiones y pueblos de indios o “reducciones”. Del expediente parece quedar muy claro que había bastantes indios “forasteros” que vivían en la propia capital limeña. Como suele ocurrir, para dolor de cabeza de las autoridades españolas, la realidad era mucho más rebelde y compleja que la situación ideal promovida y ordenada por las leyes.

Entre los oficios, se mencionan aquéllos tradicionales, como es el caso del “maestro sastre”, del “oficial platero”, del ollero o del curtidor de cueros, pero también aparecen “cantores” y al menos un “harpero”. Estas últimas menciones son lógicas, por la importancia que la música tenía en los rituales barrocos de ese tiempo. También hay un “Gregorio el pintor”, aunque, a decir verdad, no se sabe si era de brocha gorda o de pintura artística. Es curioso también el cuidado que tenían las “parroquias” de indios en el cuidado físico de sus iglesias. El expediente menciona a un tal Joseph de Gobea, como “maestro cantero”, pero no aparece claro si era indio o español.

En cuanto a los asuntos de género, tan en boga hoy en día, la abrumadora mayoría de personajes, ya sean indios, de castas o españoles, es masculina. No hay mujeres citadas directa o indirectamente, salvo los casos de la viuda Bernarda de Padilla (que acusó al indio platero en febrero de 1667 de hacer un emblema de plata “para la guerra”), de las “hermanas” de Nuestra Señora de Acobamba, de una “india Anna Ysabel” (que habrían mandado hacer una “corona” de plata para su Virgen) y de la madre fallecida del indio Diego Quispe (personaje clave del primer expediente), en cuya reunión fúnebre, realizada en una casa particular de Huancavelica, alguien había hablado de una inminente matanza de españoles, menos de una semana antes de que el complot de los indios fuera descubierto en Lima en diciembre de 1666. Bernarda de Padilla es la única mujer de carne y hueso que aparece declarando ante las autoridades.

Queda muy clara la brutal actitud autoritaria de los magistrados y burócratas de entonces (que existía también, por cierto, en la España de la época), amainada por una que otra reacción de caridad cristiana, vinculada a la atención de enfermedades. Tampoco es infrecuente que el protector de los indios se encuentre presente durante los interrogatorios.

También es obvio el exhaustivo y rígido control a que estaban sometidas las poblaciones andinas, que afectaba incluso, como hemos visto, al sector privilegiado de los curacas, o señores étnicos, a quienes también se llama “caciques” (a la manera caribeña). Como se puede ver, este control era ejercido no sólo dentro de los conglomerados urbanos de la época, sino especialmente en todos los tambos y caminos conocidos que vinculaban a Lima con las localidades sureñas del interior.

¿Tenían las autoridades españolas inseguridad y temor?

No se menciona con esas palabras en el texto, pero se percibe entre líneas: a poco más de un siglo de la Conquista, las autoridades virreinales ejercían una supervisión tan firme y completa sobre las viejas poblaciones andinas derrotadas, que ella parecía revelar cierta inseguridad, temor y hasta, quizá, una mala conciencia soterrada. No era de extrañar, porque los blancos eran minoritarios y basaban su autoridad no sólo en sus espadas, picas y arcabuces, o en el aplomo que les daba la conciencia de pertenecer a la civilización dominadora, sino en una deliberada política orientada a dividir a los indios, negros y castas. Y, particularmente, a fragmentar a los distintos sectores indios. Para los españoles, la invocación al Inca era muy peligrosa porque se orientaba en el sentido de la unificación indígena. En el largo plazo, no se equivocaban: más de un siglo después, el símbolo incaico surgiría amenazante tanto en el levantamiento de Túpac Amaru II, como en la posterior insurrección del cacique Pumacahua y de los hermanos Angulo. Ambas conmociones fueron masivas y muy sangrientas. Volviendo al siglo XVII, más en sus gestos y actos que en sus palabras, las autoridades parecían manifestar dudas sobre la propia legitimidad de su dominación sobre la tierra, y mostraban un recelo especial frente a los curacas y sus familias.

Sin embargo, para el levantamiento descubierto en Lima en diciembre de 1666, no se aprecia con precisión si quienes estaban, literalmente, buscando un Inca huido (en este caso, para capturarlo y ejecutarlo) eran solamente las nerviosas autoridades virreinales, o si también lo hacían los integrantes de los pueblos andinos, sólo que en un sentido distinto; vale decir, tratando de hallar algún símbolo o emblema de rebelión que unificara a toda la nación india, cuya feroz división había facilitado tanto la Conquista en el siglo XVI. Pocos años antes, en 1663, en el pueblo de Churín, al noreste de Lima, había ocurrido un suceso singular: hastiados por el trabajo forzado en el obraje local, miles de indios habían rodeado la población al grito de “fuera los españoles de esta tierra, que es de nuestro rey inga”. Pero, en el caso del documento que comentamos, correspondiente a los años 1666-1667, no hay ni una sola línea que permita siquiera sospechar la existencia explícita, en el seno de las poblaciones andinas, de un sentimiento de renacimiento de la autoridad de los incas. El hecho de que se sienta que algo se está ocultando durante los interrogatorios, no es una prueba para afirmar la existencia objetiva de este sentimiento. De hecho, la fuente de este supuesto reverdecimiento es –en el caso concreto de este documento- más la paranoia de las autoridades virreinales que una esperanza india soterrada o manifiesta.

Armando el rompecabezas

Quedan, no obstante, demasiadas cosas en el aire. El conjunto de toda la documentación referida a estas conmociones (del cual el expediente de Huancavelica es sólo una de las piezas) incluye la mención de al menos dos hijos de curaca de nombre Atahualpa, de un prófugo que se hacía llamar Gabriel Manco Cápac, y de un curaca cusqueño, de nombre Sebastián Tito Condemayta, que descendía de los incas. Con diferencia de pocos años (entre 1656 y 1663), el nombre del inga, o rey inga, había sido invocado en contextos de alteraciones aborígenes en puntos del territorio del Virreinato tan alejados entre sí como el Tucumán y el área de Churín, en la sierra de Lima. Además, para los españoles, la amenaza asociada al nombre “inca” o “inga” (ya sea encarnada en una persona o como símbolo) era muy antigua. En el siglo XVI, Francisco Pizarro había mandado ejecutar al inca Atahualpa. Cuatro décadas después, ante una gran muchedumbre de indios, el virrey Toledo decapitó en el Cusco al primer inca Túpac Amaru. Creyó haber acabado así con la popularidad de los incas, aunque todo hace pensar que el efecto fue precisamente el inverso. A comienzos del siglo XVII, el oidor Juan de Solórzano Pereyra –antecesor relativamente lejano de Moreto de Espinoza en el gobierno de Huancavelica- escribió en su Política Indiana que los indios guardaban secretamente el recuerdo de su Inca.

Volviendo al expediente de Huancavelica, y tocando otros aspectos poco claros, hay, como se ha visto, personajes enfermos como si se estuviera desarrollando entonces una epidemia que se ensañaba particularmente contra los indios y no contra los españoles. Asimismo, corrían rumores de una posible esclavización de las poblaciones andinas y de una inminente –y sangrienta- rebelión contra los españoles protagonizada por los indios. También se hablaba de una alianza de éstos con los negros y mulatos, lo que era particularmente amenazante en una ciudad como Lima, donde el número de los pobladores de origen africano alcanzaba la mitad de la población. En todo caso, la alarma y el nerviosismo de los blancos se perciben a flor de piel. La cacería fue no sólo contra personas concretas, sino que se orientó también a buscar símbolos, como lo atestiguan de manera fehaciente las pesquisas contra los plateros de Huancavelica.

No hemos considerado el momento en sí, en tiempos de un interinato a cargo de la Audiencia, vale decir sin la presencia, la indudable autoridad y el prestigio de un virrey. ¿Podía ser percibida acaso la ausencia de un representante del rey como un vacío de poder, peligroso para las autoridades españolas, pero también propicio para un levantamiento general desde la perspectiva de los curacas descontentos?

Como se dijo antes, hay muchas cosas que hacen ver que había algo grave y de grandes proporciones que escapa hoy a nuestro conocimiento. Lo que sí parece fuera de duda es que, al margen de alguna evidencia de violencia o de rebelión, la imagen idealizada de los incas sí era de uso cotidiano más o menos por ese tiempo: lo patentizan, por ejemplo, esas ilustraciones de época, asociadas a centros de culto católico y a manifestaciones artísticas de los propios indios, donde aparece la sucesión de imágenes de los reyes españoles al lado de las representaciones idealizadas de los incas de la lista tradicional, desde el mítico Manco Cápac hasta el trágico Atahualpa. De todos modos, la idea de los incas estaba allí, flotando en el ambiente, como bien lo expresó -con tanta brillantez- Alberto Flores Galindo.


Historia de un hallazgo documental

Son pocos los papeles que nos permiten reconstruir, en conjunto, los extraños sucesos de 1666 y 1667. Ya hemos mencionado el Diario de Lima de Mogaburu. A esta fuente se añaden documentos dispersos en archivos peruanos y españoles. Desafortunadamente, los autos seguidos en Lima que condujeron a la ejecución de los ocho indios en enero de 1667, no han sido encontrados en ninguna parte. El documento de Huancavelica, ya mencionado, es uno de los pocos que se refieren a las repercusiones de los sucesos de la capital en el interior. Su hallazgo merece ser evocado con algún detalle.

En los primeros meses de 1980, siendo estudiante de Historia en la Universidad Católica, tuve ocasión de hacer un viaje de investigación al departamento de Huancavelica. Esta expedición académica había sido financiada por la Compañía Minera Buenaventura, la cual, por entonces, trabajaba allí los yacimientos de plata de Huachocolpa y Julcani. El nexo entre esta compañía y el grupo de estudiantes que pudieron viajar, fue el profesor de Filosofía Alberto Benavides Ganoza. A su generosidad debimos esta estupenda oportunidad de investigación histórica en el terreno. El grupo llegó a la ciudad de Huancavelica desde el departamento de Junín en el llamado “tren macho” (que tenía que detenerse y tomar impulso en ciertos trechos por lo accidentado del terreno). Huancavelica, la capital, era entonces una localidad esencialmente andina, libre todavía de influencias “modernas”, originadas en la Costa. El departamento era, en general, tierra muy alta con pueblos y activas comunidades andinas, como Anchonga, a cuya localidad llegamos en plena fiesta, con música y colorido. También había poblaciones situadas en zonas bajas y cálidas (como Lircay) y punas donde zorros de ojos brillantes cruzaban los caminos por las noches y donde grandes grupos de auquénidos corrían a la desbandada, al paso de los vehículos, en lo que se nos aparecía –con no poco deslumbramiento- como una especie de imagen emblemática del Perú.

Para nuestra sorpresa, no había entonces en la ciudad de Huancavelica un archivo histórico departamental. Interrogadas sobre la existencia de documentos del Virreinato, las autoridades municipales nos llevaron a un depósito, abrieron su puerta y prendieron la luz. Ante nuestros ojos había decenas de pilas de documentos, casi todos de los siglos XVI y XVII, de muy diferente naturaleza. El hallazgo nos conmovió, porque, junto con las iglesias de piedra de la ciudad, se trataba de restos elocuentes de los años de gloria de la localidad, cuando Huancavelica, la ciudad del mercurio, llegó a ser uno “de los dos ejes del reino”, en palabras del virrey Francisco de Toledo. El otro eje había sido Potosí, y su Cerro Rico de plata, en el Alto Perú.

Retornando al episodio del depósito municipal, recuerdo que me acerqué a la pila de documentos que tenía más cerca, y revisé el primer legajo, que era de naturaleza notarial. El segundo documento era el cuadernillo (de sólo 30 folios) que contenía las averiguaciones que había dirigido el gobernador de la villa de Huancavelica desde enero de 1667, que han sido estudiadas en este trabajo. Bastó leer, bajo la luz tenue de las lámparas, en esa preciosa letra procesal encadenada del siglo XVII, la expresión “se habían de acabar todos los españoles y habían de quedar solo los indios” en el recto del primer folio, para captar inmediatamente la atención. Más de 300 años después de la redacción del documento, diversos hechos, personas e instituciones, que habían permanecido en el olvido durante tanto tiempo, volvían otra vez a la vida.

De vuelta en Lima, el Dr. Franklin Pease, nuestro profesor de Etnohistoria Andina en la Universidad Católica, se interesó mucho por este documento. Tanto, que viajó a Huancavelica y fotografío el material ya ubicado con el objeto de convertirlo en microfilm. A mediados de 1980, me pidió que trascribiera el texto en tres rollos numerados como “4”, “5” y “6”. Una vez concluido el trabajo le devolví los rollos, que todavía deben encontrarse entre sus documentos personales. El recordado Dr. Pease, quien falleció en 1999, utilizó este documento al menos una vez, para un artículo que publicó en una revista quiteña sobre el tema del mesianismo andino. Yo conservé una copia del documento trascrito que, treinta años después, en mis momentos de descanso como cónsul peruano en Buenos Aires, ha servido para preparar estas líneas, que dedico a la memoria de mi maestro.

Para concluir, recuerdo que el Dr. Pease me transmitió una observación sobre el número del año en que fue descubierta la conjuración de los indios de Lima, que hasta ahora me intriga: ¿no habrá sido 1666, con su repetición de tres veces seis, objeto de alguna creencia de tipo cabalístico, o incluso apocalíptica y diabólica, que haya predispuesto a los indios a conjurar y a los españoles a estar en guardia? ¿Será necesario acudir a algún Umberto Eco o a algún otro gran erudito que nos aclare este asunto? Teniendo en cuenta que estamos hablando de la era barroca, y de acuerdo con la mentalidad de la época, ¿no habrá estado el demonio Mantelillos asomando su pícaro rostro sobre el escenario e influyendo sobre todo sin que nos hayamos dado cuenta? ¿No creían acaso algunos indios de Huancavelica que el mismo diablo había desembarcado en el puerto de Pisco a fines de ese enigmático año 1666?

Buenos Aires, 19 de mayo de 2010

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Mi abuela Rosaura

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Mi abuela Rosaura

A juzgar por muchas fotos antiguas, mi abuela celendina Rosaura Sánchez Horna fue en su juventud una mujer distinguida y hermosa. Y también muy especial, y de extraño magnetismo con los animales, al menos si nos atenemos a un viejo recuerdo familiar que conserva mi hermano Carlos (y que a mí se me ha borrado totalmente) que la muestra recibiendo a su azor de garras afiladas en su brazo sin protección, cuando le daba de comer, luego de llamarlo haciendo sonar el cuchillo en una roca. No obstante, si no hubiera sido por su eterno vestido de luto, y por una cierta dureza que muy rara vez asomaba en su rostro, yo la recordaría como lo más parecido a la abuela de un cuento, siempre llena de cariño. Es la imagen del retrato que le hizo el fotógrafo Pestana, con su delicado cabello ya esencialmente cano, con una mirada tranquila aunque desbordando fuerte y definida personalidad. Y como a punto de esbozar una sonrisa.

De todos mis abuelos, es de Rosaura de quien tengo menos noticias sobre sus antepasados. Su partida de bautismo, firmada y rubricada por Juan de D. Pereyra, dice lo siguiente: “María Rosaura Sánchez, hija legítima de Wenceslao Sánchez y de Lucía Horna, de raza blanca, bautizada por el párroco Fidel Chávez. Fueron sus padrinos don Tomás Horna y doña Manuela Castañeda, bautizada el 1 de marzo de 1889, de un día de nacida”. No lo dice, pero la fecha tópica debe ser el pueblo de Celendín, en Cajamarca. Mi padre fue el último de sus siete hijos y, consecuentemente, la distancia cronológica entre ella y yo fue siempre grande. Desde temprana edad, yo sabía que el único pariente vivo de mi abuela era su hermano Eleuterio, pianista y músico aficionado y autodidacto, a quien por cierto yo jamás conocí. Él casi nunca visitaba a su hermana, seguramente debido a su ancianidad. No hubo tíos o primos Sánchez u Hornas que enriquecieran con sus relatos la historia de esa rama de la familia. Entre los pocos recuerdos que ella transmitió se encuentra el de su matrimonio a los quince años con mi abuelo Emiliano (que entonces tenía diecisiete), que ocurrió en 1904. También el de los ataques de hordas de bandoleros sobre Celendín, su pueblo natal de la sierra cajamarquina, que probablemente ella misma presenció cuando era una niña de menos de diez años, a fines del siglo XIX. Y nada más, como si el tiempo se hubiera tragado la memoria de sus ancestros.

Su recuerdo está íntimamente asociado a la casa que habitó hasta su muerte en Lima, en el barrio de Breña. Mi abuelo Emiliano Pereyra Muñoz la había comprado en tiempos del presidente Leguía, cuando se estableció temporalmente en la capital para ser congresista por Cajamarca. (Una vez encontré en uno de los rincones de esa casa, totalmente apolillada, una inmensa fotografía de Augusto B. Leguía, que evidentemente correspondía a los tiempos de la Patria Nueva y de exaltación del gobernante.) No sé si esté recordando bien, pero creo que mi padre nació precisamente en esa casa, en 1929, a diferencia de sus siete hermanos, que lo hicieron en Cajamarca, donde mi abuelo tenía sus negocios.

De la casa de Breña recuerdo vivamente su gran puerta de madera de dos hojas, su amplio pasillo de entrada, el altísimo techo y sus bonitos decorados. Y también (no sé por qué la memoria es selectiva) me viene a la mente la copia en color de un cuadro europeo que bien podría haber llevado por título “La Oración del Campesino al Amanecer”, así como una fotografía con marco de madera, en blanco y negro (y discretamente coloreada), de mi decimonónico bisabuelo Juan Pereyra, de vago parecido con mi padre, con su ceño fruncido y con amplísimo mostacho (¿qué será de ese retrato?). De niño, cuando todavía vivían mis dos abuelos paternos en esa casa tan grande, me llamaba mucho la atención el escritorio de mi abuelo Emiliano, con ventana corrediza, donde, a pesar del paso de los años, veo en mi memoria facturas, proformas y algo así como el aura ya casi desvanecida de una intensa actividad mercantil. Aunque yo conocí a mis abuelos en plena era psicodélica y de los astronautas, a fines de la década de 1960, se habría podido decir -ahora lo veo con claridad- que el tiempo se había congelado en esa casa en los años treinta, cuarenta o cincuenta, en un tiempo que aparecía mejor y más estable.

Mi abuelo Emiliano era un hombre sumamente serio, notoriamente meticuloso y (creo) bastante melancólico. Alguien me dijo una vez que no volvió a sonreír de veras desde que su hijo (mi tío) Héctor, el único de los hermanos Pereyra Sánchez que heredó su vocación empresarial, murió en Cajamarca de meningitis en 1935. Conservo, entre mis papeles, el ejemplar -ya amarillento- de un periódico cajamarquino de la época, en cuyo editorial mi abuelo recuerda a su hijo Héctor, al cumplirse un mes del fallecimiento. Aunque, ciertamente, las horas de gloria de mi abuelo ya habían pasado cuando yo lo traté, no dejo de evocarlo, en los años sesenta, en la fábrica de helados que tenía no lejos de su casa de Breña, donde todo era ruido y actividad (como debió ser en la Revolución Industrial), y en cuyo patio se amontonaban decenas y decenas de triciclos repartidores (que infructuosamente, por la excesiva distancia entre asiento y pedales, intentábamos manejar con mi hermano). En el interior de la fábrica, veo a mi abuela Rosaura haciendo, incesantemente, canutos y canutos de monedas, y riéndose cada vez que la mirábamos con ojos curiosos mi hermano y yo. Veo también, en el ambiente de esa casa de Breña, las honras fúnebres de mi abuelo, que se realizaron a fines de la década de 1960: mi abuela de negro en el centro de la sala con sus hijas Susana, Irene y Consuelo, y con parientes mujeres, también de negro, junto a ella, apretujadas una junto a la otra, como dándose apoyo mutuamente; la última imagen de mi abuelo Emiliano en su féretro rodeado de flores y de cirios ardientes; los impecables cargadores de la funeraria Guimet; hombres con sombrero de ala ancha como en los años cuarenta; un mar de acentos, voces y modismos cajamarquinos. Se me aparece claramente la salida del féretro de la casa de Breña y la llegada al cementerio de La Planicie.

A partir de entonces, hasta su muerte en 1978, mi abuela vivió en la casa de Breña en compañía de mi tía Consuelo y de su familia. Los domingos, mi padre, mi hermano y yo la visitábamos por la tarde. De esa época, que coincide en gran parte con mis años de la Secundaria y los primeros de la Universidad, datan los recuerdos más intensos y detallados que guardo de ella: mi abuela abriendo botellas de vidrio de Inca Kola en el comedor de la casa que nos ofrecía con un “¿quieren una soda?” ; mi abuela y su loro hablador que una vez estuvo a punto de perecer ahogado en la tina que -por alguna razón que a mí me parecía inexplicable- estaba siempre llena de agua; mi abuela y su pequeño mono selvático que se le subía al hombro; mi abuela rezando incesantemente -no sé por qué siempre en la oscuridad- echada en su gigantesca cama de impresionante cabecera y pies de bronce, de donde colgaban infinidad de relicarios, medallitas, rosarios, estampitas y hasta un cilicio de penitente, que parecían provenir de un tiempo remoto, incluso anterior a ella. Mi abuela sacando cosas rarísimas de baúles antiquísimos -sobre todo de uno de ellos- de donde alguna vez salió un fuete de gamonal, un revólver Colt y una pistola automática belga todavía utilizables, imágenes en bulto de santos probablemente virreinales, una muela fosilizada de mamut encontrada a la vera de un río de Celendín, cadenas de oro, anillos, la primera moneda de la República (un cuartillo de bronce) y godos (monedas de plata) de la época colonial, que alguna vez fueron desenterrados como parte de un tesoro que fue descubierto en la ciudad de Cajamarca. Y también, por cierto, mi abuela agonizando, dando a plenitud sus últimos respiros, en la misma cama gigantesca junto a mi padre sollozando inconsolable.

Pero sin lugar a dudas, y por alguna razón que desconozco, guardo de ella una imagen que se me aparece de modo recurrente y que se asocia a nuestra partida cada vez que la visitábamos los domingos. Ni bien mi padre arrancaba, mi hermano y yo nos arrodillábamos en el asiento trasero de nuestro automóvil y la veíamos a través de la ventana: mi abuela, vestida siempre de negro, con sus grandes anteojos de marco metálico, con sus aretes, y con sus hermosos cabellos cenizos recogidos, aparece en la puerta de su casa de Breña, con una sonrisa y un rostro absolutamente serenos y equilibrados, sin la menor traza de euforia o de tristeza, haciéndonos adiós con su mano derecha.

Nueva York, octubre de 2007

(Publicado en la revista electrónica Celendín, pueblo mágico, con dirección: http://celendin.free.fr/PuebloMagico/page15/page101/page101.html.
A raíz de su publicación, por lo menos un pariente cercano de mi abuela Rosaura se puso en comunicación conmigo para darme noticias –hasta ese momento desconocidas por mí- sobre los ancestros de la rama familiar Sánchez)
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