Las relaciones peruano-chilenas:
las circunstancias del presente y los ecos del pasado
Es un hecho empíricamente verificable que las relaciones bilaterales peruano-chilenas han tenido un desarrollo creciente en los últimos años, sobre todo en el ámbito económico. Los avances más notables se han producido en el terreno de las inversiones chilenas en el Perú. Aparte de sus efectos benéficos sobre la economía peruana, ello ha implicado, evidentemente, que muchos inversionistas chilenos hayan hecho suyas las esperanzadoras proyecciones de crecimiento y modernización de nuestro país. De hecho, invertir no es sólo obtener ganancias de corto o mediano plazo, sino también subirse a un carro extraño y asumir riesgos. Las transacciones comerciales vienen teniendo asimismo considerable importancia. Por otro lado, el país del Sur se ha convertido en un importante receptor de inmigrantes peruanos que buscan mejorar sus condiciones de vida. Pese a sus negativas repercusiones, la tragedia sufrida por Chile como consecuencia del reciente terremoto, no ha modificado en lo esencial las líneas maestras de esta situación.
Cabría observar ciertas coincidencias entre la situación actual y el dinámico aspecto que llegaron a tener las relaciones peruano-chilenas en ciertas etapas específicas, sobre todo en el tiempo que precedió a la infausta Guerra del Pacífico (1879-1883).
En la época del Virreinato, de las luchas por la Independencia, y de las repúblicas nacientes, las economías peruana y chilena fueron complementarias en muchos sentidos. Trigo chileno y azúcar peruana fueron intercambiados durante siglos. Pocos saben que –exactamente al revés de lo que ocurre en nuestros días- la economía peruana de la segunda mitad del siglo XIX, dinamizada por el guano, fue un auténtico imán para miles de obreros chilenos que, entre otras cosas, dieron un aporte esencial a la construcción de los ferrocarriles peruanos, en un tiempo histórico anterior al enganche de los campesinos de la Sierra. Entonces, pese a la ausencia de una frontera común, casi no había familia de las clases altas del Perú y de Chile que no exhibiera algún vínculo familiar, amical, intelectual o de negocios, respectivamente, en Santiago y en Lima. Muchos peruanos ilustres, como Ramón Castilla, Manuel González Prada, Nicolás de Piérola, Manuel Pardo y Alfonso Ugarte vivieron en Chile y lo conocieron de cerca. Lo mismo le ocurrió, en sentido inverso, a personalidades chilenas como Francisco Bilbao o Benjamín Vicuña Mackenna, que tanta acogida tuvieron en el Perú. Chile fue siempre tierra generosa para los exiliados políticos peruanos, como el Perú lo había sido en su tiempo con Bernardo O´Higgins. No sólo se trataba de la existencia de fuertes vínculos individuales. Para usar el lenguaje del historiador Braudel, la relación también se enraizaba, como se ha visto, en lo que podríamos llamar un plano estructural y de larga duración. El éxito relativo que tuvieron las relaciones peruano-chilenas antes de la Guerra del Pacífico tuvo que ver, precisamente, con esta afortunada coincidencia entre actitudes y acciones constructivas, muchas veces a nivel personal, y el peso de una realidad concreta propicia para el intercambio y una sana interdependencia.
El punto más alto de la amistad peruano-chilena antes de la Guerra del Pacífico fue, sin lugar a dudas, el tiempo de la Alianza contra la amenaza de la escuadra española, cuando marinos peruanos y chilenos combatieron codo a codo en el combate de Abtao (1866). Por otro lado, según revela su epistolario, Miguel Grau se contó entre los peruanos que, durante los meses iniciales de la guerra, creyeron que eran testigos y protagonistas de una pavorosa –y en cierto modo incomprensible- lucha fratricida.
No obstante, pese a la existencia de tantas bases y antecedentes para erigir una vinculación armónica, pocas relaciones bilaterales han sido, también, tan tortuosas y conflictivas como la peruano-chilena ¿Cómo se explica esto?
Lo primero que debe observarse es que, al lado de las complementariedades y armonías, también existieron focos de conflicto. El más antiguo fue la vieja rivalidad peruano-chilena por el dominio del Pacífico Sur. Uno de los primeros capítulos de esta rivalidad fue el peligro que, a ojos de la clase dirigente de Chile, representaba el proyecto de Andrés de Santa Cruz de unificar el Perú y Bolivia, que se materializó por poco tiempo, entre los años 1836 y 1839. La parte más lúcida de la clase dirigente de Chile (y no sólo Diego Portales, como usualmente se dice) consideró que la preeminencia de los puertos de la naciente Confederación, especialmente el Callao y Arica, representaba una amenaza para Valparaíso, principal puerto de un país cuyo comercio internacional había tenido un importante desarrollo prácticamente desde sus albores como estado-nación. A ello se añadía la percepción de que, por su potencialidad económica, un gran estado peruano-boliviano podía ser un peligro militar de mediano, o largo plazo. De hecho, como se conoce, Chile resolvió este problema interviniendo en el Perú, en apoyo del bando local enemigo de Santa Cruz, y acabó así de raíz con la joven Confederación, que iba a tener una predominante influencia boliviana sobre los dos estados –norteño y sureño- en que había sido dividido (no precisamente con buena intención) el Perú. Más de un autor ha sostenido que, aunque basado en sus intereses, Chile contribuyó en esa ocasión a preservar la integridad del Perú, y a evitar que cayera en la órbita de influencia de esa suerte de Napoleón local que fue el boliviano Andrés de Santa Cruz.
Pero esta crisis fue solo la antesala de un problema mucho más complejo. Me refiero a la violenta apropiación por parte de Chile, en 1879, de los ricos territorios salitreros de la Antofagasta boliviana y de la Tarapacá peruana (además de Tacna y Arica en los años posteriores) durante la larga y sangrienta Guerra del Pacífico, que un historiador estadounidense ha descrito hace muy poco como una Tragedia Andina. Se puede sostener que al menos una parte influyente de la clase dirigente chilena de ese tiempo, fuertemente vinculada a los intereses salitreros, vio en la resolución favorable de ese conflicto no sólo la posibilidad de afirmar y “cerrar” por el Norte el perfil de las fronteras de su país, sino también de proveerse, a expensas del Perú y de Bolivia, de valiosos ingresos provenientes del salitre. Ellos iban a permitir –como de hecho permitieron- acabar con las crónicas dificultades financieras que azotaban a Chile, erigirse en un poder naval que durante algún tiempo rivalizó incluso con el de los EEUU, y sentar las bases de su desarrollo empresarial a largo plazo.
Para empeorar las cosas, casi desde el inicio de la guerra, el Estado chileno, ya dominado por un espíritu bélico y expansionista, creó y difundió, en un plano internacional, con el apoyo de sus más ilustres intelectuales, la versión de que Chile se había visto en la obligación de defenderse ante un supuesto plan del Perú y Bolivia para destruirlo, como si la guerra no hubiera puesto en evidencia la vulnerabilidad de ambas naciones andinas desde el comienzo de las hostilidades. En realidad, fue Chile el país que declaró la guerra al Perú, y el que contó al comenzar el conflicto con una marina que era al menos dos o tres veces más poderosa que la peruana, en un tiempo en que el dominio del mar era decisivo. Por otro lado, esta versión maneja la idea de que la conquista de los territorios salitreros peruanos no fue un proyecto que existió al inicio de la guerra, sino que surgió durante el conflicto, y que fue siempre vista como una compensación económica por los gastos de defensa de Chile. Aunque sea difícil de creer, esta es la imagen que el chileno promedio maneja hoy día para explicarse el origen y el desenlace de la Guerra del Pacífico. Más de un historiador chileno, como ocurre en el caso de Sergio Villalobos, sigue difundiendo lo esencial de la versión que muestra a Chile como una víctima que supo defenderse, que deforma a todas luces la verdad histórica. Con un sentido de objetividad, resulta incorrecto sostener que los gobernantes de Chile, Bolivia y el Perú tuvieron el mismo grado de responsabilidad en el desencadenamiento del conflicto. Además de su abierta distorsión de la realidad histórica, aceptar este punto de vista sería tan absurdo como intentar convencer hoy día al pueblo francés de que sus líderes tuvieron tanta culpa como los dirigentes alemanes en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial. Los europeos de hoy saben muy bien de dónde provinieron la agresión y el deseo de conquista territorial –al margen de los resentimientos, originados en el desenlace de la Primera Guerra Mundial, que los provocaron parcialmente. El caso de la actual amistad germano-francesa grafica lo útil que puede ser la aceptación transparente de las responsabilidades históricas como uno de los pilares para afirmar una integración sana, permanente y constructiva. En sentido inverso, como ejemplo de las consecuencias negativas que puede acarrear la deformación histórica, la China y el Japón experimentan dificultades en el desarrollo de sus relaciones bilaterales a causa del insuficiente reconocimiento, por parte del segundo de los países citados, de su participación en ciertos episodios trágicos de la última conflagración mundial.
En términos muy generales, puede sostenerse que la política chilena con relación al Perú ha oscilado entre la preeminencia de las visiones de Diego Portales y la de Bernardo O`Higgins. La primera afirma el recelo geopolítico y una visión más bien estrecha del interés nacional, esencialmente basada en el aprovechamiento de las debilidades de los vecinos. Su producto más reciente es la extraña cerrazón que vienen mostrando los gobernantes chilenos en el tema de la delimitación marítima entre ambos países. Basándose en argucias jurídicas, la posición chilena condena a Tacna a disponer sólo de un espacio marítimo insignificante. Lo mismo puede decirse del registro internacional del nombre del pisco y de la frecuente apropiación de ciertas referencias andinas tradicionalmente asociadas al Perú. Podría entenderse, por ejemplo, que sea destacada la personalidad andina de productos como la chirimoya o la lúcuma, pero de ningún modo es aceptable que sean presentados en los mercados mundiales como frutos exclusivamente chilenos.
La segunda visión toma su nombre de ese gran amigo del Perú que fue el Libertador de Chile, y se enraíza en toda la multitud de elementos que nos han unido, pese a todo, hasta la fecha. Sólo el tiempo podrá decirnos cuál de estas visiones prevalecerá.
Paradójicamente, en un tiempo de apremiantes necesidades energéticas, de liberalización comercial y de dinamismo en la inversión, y apreciada en perspectiva secular, el desencadenamiento de la Guerra del Pacífico fue un grave error para Chile y reflejó, en su momento, una visión miope de sus intereses de largo plazo en el marco de sus relaciones con el Perú. En primer lugar, porque el negocio del salitre dejó de ser lucrativo desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando, agobiado su país por las restricciones del comercio, los químicos y empresarios alemanes desarrollaron los fertilizantes sintéticos y, consecuentemente, arruinaron a los exportadores chilenos de este producto. (Diferente fue la situación de los antiguos territorios bolivianos, donde Chile encontró riquísimos yacimientos de cobre). En segundo lugar, porque la guerra, sentida por los peruanos como una agresión injusta, abrió un abismo de desconfianza y echó por la borda todo el enorme capital de familiaridad y de cooperación que había existido entre el Perú y Chile antes de 1879.
¿Qué hacer entretanto? El sentido común dicta que sigamos profundizando nuestra asociación económica, que sin duda genera riqueza y trabajo para ambas partes. No obstante, sería un craso error aferrarse a la ingenua idea de que la vigorización de la vinculación económica peruano-chilena disolverá, por sí sola, los resquemores y dudas respecto de Chile que aún anidan en los peruanos de hoy. Una auténtica amistad sólo podrá cimentarse cuando los dirigentes de ese país añadan a sus loables esfuerzos de asociación económica, una decidida voluntad de encarar y revisar, sobre todo en el plano de la cultura y de la educación popular, ciertos aspectos delicados de su pasado, en especial relacionados con el origen económico de la Guerra del Pacífico, el cual, (con honestidad que es justo destacar) han llegado a reconocer algunos prestigiosos intelectuales chilenos, entre los que destaca Luis Ortega. Por su parte, los peruanos deben abandonar de una vez por todas las absurdas ideas de que Chile es un “enemigo natural” del Perú y de que toda la nacionalidad chilena fue responsable del desencadenamiento de la Guerra del Pacífico, cuando en verdad sólo fue una porción influyente de su clase dirigente la que consiguió que el estado y el pueblo chilenos hicieran suyos sus propios intereses y perspectivas económicas, basados en la explotación del salitre.
No cabe duda de que la actual visión justificadora que sobre la Guerra del Pacífico tiene el pueblo chileno, que ha sido manejada por generaciones, alimenta prejuicios y arrogancias que bien deberían ser arrojados al desván de la Historia. Asimismo, el resentimiento del Perú, enraizado en su visión histórica colectiva, se proyecta en la forma de actitudes que son muchas veces irracionales. Por ejemplo, es justo indignarse ante el armamentismo chileno, pero resulta también miope, y hasta estúpido, ignorar el vasto potencial de integración así como las obvias complementariedades que siempre han existido entre el Perú y Chile. Algunos de los gestos que se lanzan periódicamente de un lado a otro son hirientes pero, por lo general, asumen un carácter pintoresco cuando son vistas en la perspectiva panorámica de nuestras historias milenarias. No obstante, la revisión de la Historia dista mucho, en este caso, de ser un ejercicio estéril porque, de muchas maneras, los ecos del pasado no dejan de sentirse en el presente.
Dicen algunos historiadores que, en lo peor de la Campaña de la Sierra de la Guerra del Pacífico, específicamente en 1883, muchos soldados chilenos comenzaron a peruanizarse y a desertar, como consecuencia del alargamiento de la ocupación del Perú, lo que no dejó de ser en su momento un grave –y paradójico- problema para la dirigencia invasora, interesada en apurar el final de un conflicto que comenzaba a costar demasiado al erario chileno. Varios de estos desertores se plegaron al ejército peruano y pelearon con el general Andrés A. Cáceres en la batalla de Huamachuco y en otros encuentros y escaramuzas. A final del conflicto, encariñados con el país, considerable número de soldados chilenos decidieron no tomar el barco de retorno y permanecer en el Perú, donde fundaron familias. Independientemente de la curiosidad del dato histórico en sí, ello viene a propósito de la afinidad que puede llegar a existir entre nuestros pueblos, incluso en medio de circunstancias tan terribles.
Buenos Aires, 6 de abril de 2010