Librado Orozco Zapata y Hugo Pereyra Plasencia.
En 2005, la Academia Diplomática del Perú cumplió medio siglo de vida institucional. Este aniversario dio pie para realizar una reflexión sobre el carácter y la proyección del diplomático peruano y sobre las tareas que está llamado a cumplir dentro del marco del nuevo panorama socioeconómico del país y de los desafíos y oportunidades que se presentan en el actual sistema internacional. El presente artículo intenta ubicar la profesión diplomática en el Perú dentro de una perspectiva histórica. A partir de este enfoque, son planteados, de manera tentativa, algunos rasgos del nuevo perfil del diplomático peruano. En este empeño, se ha buscado integrar las funciones clásicas del diplomático, tradicionalmente descritas por los tratadistas internacionales, con aquéllas que son específicas de la realidad peruana.
El 18 de agosto de 1955, siendo Ministro de Relaciones Exteriores el Dr. David Aguilar Cornejo, fue expedido el Decreto Supremo nro. 326 mediante el cual se creó la Academia Diplomática del Perú. El 14 de noviembre del mismo año se llevó a cabo la ceremonia de inauguración de este centro superior de estudios. Su primer director fue el ilustre internacionalista don Alberto Ulloa Sotomayor, mientras que Gonzalo Fernández Puyó, entonces joven diplomático, fue nombrado como secretario de la nueva institución.
Este acontecimiento marcó el punto culminante del proceso de profesionalización de la carrera diplomática en nuestro país. Recordemos que desde mediados del siglo XIX, con claro sentido innovador, el distinguido canciller José Gregorio Paz Soldán había sentado los fundamentos legales y funcionales de la profesión diplomática. La obra de este ilustre personaje marcó, sin lugar a dudas, la fase fundacional de nuestra carrera. Con estos antecedentes, una nueva y promisoria etapa se iniciaba en 1955 con la creación de la Academia Diplomática.
Es justo recordar aquí al embajador Pedro Ugarteche, quien fue una de las personalidades que más abogó por la creación de un centro de formación profesional dedicado a la preparación de los miembros del Servicio Diplomático de la República. En el Proyecto de Ley Orgánica del Ministerio de Relaciones Exteriores que preparó en 1941 por encargo oficial, el embajador Ugarteche planteó por primera vez la creación de la Academia Diplomática. La idea germinó y, finalmente, como se ha visto, fue hecha realidad en la década siguiente.
El Perú fue uno de los primeros estados de América Latina que tuvo una Academia Diplomática. Se puso así a tono con las tendencias globales que aparecieron entre las dos guerras mundiales en las cancillerías de los principales países actores en las relaciones internacionales. El embajador Ugarteche ha recordado en alguna oportunidad que entonces se hablaba con claridad de la necesidad de vincular la actuación diplomática con la formación académica. En sus palabras, tenía lugar un movimiento de opinión pública en favor de la modernización del trabajo del funcionario diplomático conforme a nuevas orientaciones e ideas de la enseñanza científica de las Relaciones Internacionales.
Como lo han señalado los tratadistas clásicos de la diplomacia, esta actividad existe desde el momento mismo en que apareció, en los albores de la Humanidad, un sistema de relaciones entre comunidades organizadas. La diplomacia ha sido hasta hoy el instrumento clave que permite a los actores internacionales representar sus intereses y negociar entre ellos. A partir de la formación del moderno sistema internacional de estados con la Paz de Westphalia de 1648, la diplomacia moderna comenzó a adoptar los códigos, formalidades e instrumentos adecuados para una relación de mayor intensidad y contenido entre las naciones. La Revolución Industrial y los avances en las comunicaciones en el siglo XIX aportaron la base material para un reordenamiento de las relaciones entre los estados. En este contexto, la Diplomacia fue un instrumento fundamental para dar fluidez a las relaciones interestatales.
En el siglo XX, el panorama de las relaciones internacionales adquirió aún mayor complejidad. Los horrores de las guerras mundiales y la aceleración de los flujos económicos y financieros transnacionales que generaron crisis devastadoras como la de 1929, condujeron a la creación de foros multilaterales para afrontar desafíos de carácter mundial. Bajo este panorama, nació la disciplina de las Relaciones Internacionales como un intento de abordar con criterio científico y objetivo las relaciones que trascienden las fronteras nacionales. En esta nueva atmósfera internacional cayó por su propio peso la idea de que los agentes diplomáticos debían ser profesionales con una rigurosa preparación.
En el discurso de inauguración de la Academia Diplomática del Perú del 14 de noviembre de 1955, el Embajador Alberto Ulloa Sotomayor nos hacía ver que con la creación de esta institución en nuestro país la diplomacia volvía “a su lejano y alto punto de partida: el estudio de los intereses públicos, nacionales e internacionales, porque la interdependencia de la vida actual coloca, lenta o súbitamente, los intereses nacionales en el campo internacional”. El ilustre autor del libro Posición Internacional del Perú añadía que “la Diplomacia que nació del estudio para satisfacer las conveniencias de los príncipes, vuelve al estudio para satisfacer las conveniencias y las necesidades de los estados y del ser humano, cuyo servicio ha sustituido al de los primeros en la vida de relación.”
Ha transcurrido ya casi medio siglo desde que se creó la Academia Diplomática del Perú. El mundo ha seguido evolucionando y las relaciones internacionales han devenido en una suerte de telaraña en la que se da un cúmulo de vinculaciones entre diversos actores. Una nueva revolución científico-tecnológica ha transformado el orbe. Los flujos económicos, financieros, culturales y migratorios no reconocen ya, necesariamente, las fronteras tradicionales de los estados-nación. Sobre todo después del final de la Guerra Fría, los paradigmas diseñados por las Ciencias Sociales para describir y analizar los fenómenos internacionales fueron rápidamente rebasados por la cambiante realidad. Si bien el Estado sigue siendo el principal protagonista del sistema internacional, otros actores, como las organizaciones internacionales, las empresas, las organizaciones no gubernamentales y los propios individuos han adquirido mayor importancia en la escena contemporánea. Constituye un lugar común referirse a este panorama en términos de globalización. En nuestra era ya no es novedad afirmar que las distancias geográficas y culturales se han acortado y que el mundo ha devenido en una aldea global.
Se ha dicho en múltiples contextos y ocasiones que la globalización genera oportunidades y desafíos. A los países que no han terminado su despegue económico les brinda la posibilidad de conectarse a los flujos internacionales y, de esta manera, apuntalar su crecimiento. Sin embargo, si los estados no se articulan con eficiencia a las corrientes globales, corren el riesgo de convertirse en “naciones inviables”, para emplear la expresión acuñada por el embajador Oswaldo De Rivero en su clásico libro El Mito del Desarrollo.
Demás está decir que el desarrollo integral de un estado tiene su raíz en diversos factores. Entre ellos, se encuentran su política económica, su institucionalidad, su sistema social y sus valores culturales. Dentro de esta perspectiva, la acción diplomática en un país en vías de desarrollo puede servir como un elemento catalizador de este proceso. En la inauguración del año lectivo de la Academia Diplomática del Perú en 1979, el distinguido embajador y canciller Carlos García Bedoya nos hizo ver la importancia de contar con buenos cuadros diplomáticos para el logro de los objetivos de la política exterior. En su clase magistral, García Bedoya mencionó que todo país debía tener un concepto claro de sus intereses internacionales. Sobre esta base, debía dotar a los equipos encargados de manejar esos intereses. De esta manera, el país podía adquirir “una capacidad de negociación, una significación en el mundo” mucho mayores a las que correspondían, aparentemente, a su propia potencialidad interna.
Como un corolario de la tesis del embajador García Bedoya, podría decirse que, para un país como el Perú, el rigor y la excelencia en la formación de sus cuadros diplomáticos tienen una importancia incluso mayor que en las naciones desarrolladas. Iniciada en la academia, la preparación del diplomático peruano debe desarrollarse sin interrupción a lo largo de toda su carrera profesional.
Teniendo en cuenta el panorama actual de las relaciones internacionales y la realidad de nuestro país, ¿cuál debería ser entonces el perfil del diplomático peruano?
Existe una abundante literatura en torno a la definición del diplomático. A lo largo de la historia, en muchos tratados se ha escrito en torno a las aptitudes del “agente diplomático ideal”. De la misma forma, a nivel popular, existe una gama de imágenes muy diversas y estereotipadas sobre este métier, muchas de las cuales rayan en la anécdota y en la caricatura. Nos tomaría varias páginas repetir aquí la enorme cantidad de citas y frases que diversas personalidades han expresado para describir el quehacer diplomático. A modo de ejemplo, nos referiremos sólo a algunas de ellas. De manera claramente injusta, muchas veces se asocia a la diplomacia con la frivolidad y con la superficialidad. Con un tono sarcástico, alguna vez se dijo en Inglaterra que “la educación británica es la más exigente de todas; pero si alguien no logra tolerarla, siempre queda la alternativa de ingresar al servicio diplomático”. Para quienes identifican nuestra profesión con los cócteles y las reuniones sociales, tal vez no exista frase más hilarante que aquélla del diplomático y novelista francés Roger Peyrefitte quien señalaba que “los diplomáticos tienen garantizado su empleo por los siglos de los siglos, pues las computadoras no beben champán ni comen langosta”.
En la otra orilla, están quienes ven en la carrera diplomática un mar de sacrificios que no padecen sino quienes se encuentran dentro de ella. El embajador norteamericano Harry Schlaudeman señalaba que “la Diplomacia como profesión tiene muchos inconvenientes: es mal remunerada, normalmente los diplomáticos mueren pobres, la vida del diplomático es dura tanto en el aspecto personal como en el de su vida familiar; después de un tiempo las comidas y recepciones se vuelven tediosas y uno empieza a sentirse como un gitano, trasladándose constantemente de un lugar a otro.”
También hay quienes ven en la diplomacia la quintaesencia de la discreción y la mesura. Decía el actor inglés Peter Ustinov: “los diplomáticos son personas a las que no les gusta decir lo que piensan; a los políticos no les gusta pensar lo que dicen”.
Anécdotas y exageraciones aparte, es importante señalar que, en la hora actual, el perfil del diplomático peruano debe armonizar las cualidades clásicas de la profesión con las tareas propias del mundo de hoy. Para los autores más conocidos, como Harold Nicholson, el diplomático debe cumplir cuatro funciones fundamentales: observar, informar, negociar y representar. Roger Feltham señala que el diplomático debe contar con seis “habilidades funcionales” (functional skills). Ellas son:
1. Habilidad en la negociación
2. Habilidad en observar, analizar e informar
3. Habilidad en representar
4. Habilidad en la administración de una misión
5. Habilidad en comunicación y en la Diplomacia Pública
6. Habilidad para entender otras culturas (“cross cultural skills”)
Teniendo como marco el proceso socioeconómico del Perú y las actuales tendencias del sistema internacional, el diplomático peruano debe afirmar un perfil que tenga también presente las especificidades de la nación que representa. En otras palabras, debemos adaptar los criterios sentados por la doctrina clásica internacional a la historia y a la realidad actual de nuestro país. En este sentido, pensamos que los diplomáticos peruanos deben desarrollar siete funciones básicas:
1. Análisis de la realidad bajo observación y procesamiento de la información. Para efectos de la interpretación de la masa de datos, deben tenerse siempre en mente los intereses y las aspiraciones del Estado peruano. Para ello es vital que el agente diplomático tenga una sólida formación principalmente en Teoría de las Relaciones Internacionales, Ciencia Política, Economía Internacional, Derecho e Historia. Este punto es crucial porque aclara un prejuicio, muy extendido en nuestros días, que habla de la supuesta caducidad de la diplomacia como fuente de información de calidad frente a las facilidades comunicacionales que brinda el descomunal desarrollo mediático del mundo contemporáneo. Por el contrario, creemos que la diplomacia sigue teniendo una enorme importancia en este campo. En efecto, no basta con la información en simple formato periodístico. Es preciso tamizar, sistematizar y sintetizar la información en hipótesis y en conclusiones muy específicas que puedan ser útiles al estado y al gobierno para una adecuada toma de decisiones. Ello sin dejar de tener en cuenta que gran parte de la información relevante y fidedigna no se obtiene necesariamente de las fuentes mediáticas.
2. Negociación. Esta función ha sido consustancial al oficio del diplomático en todos los tiempos. En la hora actual, la negociación se ha hecho más compleja por la diversidad de temáticas que existen en el mundo globalizado. El diplomático debe estar en condiciones de participar en negociaciones bilaterales o multilaterales, con actores ya sea estatales o no estatales. Los principios de la negociación son universales. No obstante, cada temática requiere de una formación especial previa a la negociación propiamente dicha.
3. Representación adecuada de los intereses nacionales. Este es un concepto amplio que engloba también uno de los elementos clásicos de la diplomacia. En el mundo de hoy, la representación es fundamental para agilizar la comunicación y el flujo de información en la vida internacional. Entendemos por representación no sólo aquélla de corte tradicional, centrada en el protocolo y el ceremonial. Representar es también establecer, por ejemplo, una sólida vinculación con los medios políticos, económicos, culturales y sociales del país en el que el diplomático desarrolla su actividad.
4. Promoción de las oportunidades económicas, comerciales, financieras, así como el turismo receptivo y la transferencia de tecnología. Para el diplomático peruano ésta es una de sus principales funciones que lo vincula más directamente con las tareas orientadas al desarrollo de su país.
5. Comunicación adecuada de la realidad social del país y difusión de las manifestaciones de su cultura, arte e historia. En el mundo de hoy, los avances en la información han dado a la actividad diplomática una mayor exposición mediática. Se habla con cada vez mayor intensidad de la llamada Diplomacia Pública. En ese sentido, el diplomático moderno debe ser un permanente comunicador de las diversas facetas de la realidad de su país.
6. Asistencia y apoyo a las comunidades peruanas en el exterior. Desde comienzos de la década pasada, el número de peruanos que residen fuera de su país de origen ha crecido en forma exponencial. Por ello, la función consular ha debido adaptarse a esta nueva situación que requiere de una acción más eficaz y oportuna para asistir a los connacionales, y también para apoyarlos en el mantenimiento de su vínculo cultural y económico con el Perú.
7. Administración eficiente y transparente de los recursos del Estado. Al igual que en la empresa privada, los criterios de eficiencia y racionalidad en la asignación y administración de recursos deben estar presentes en la gestión del Estado. A lo largo de su carrera, el diplomático desarrolla, directa o indirectamente, tareas administrativas. Por ello, es fundamental que maneje con eficiencia y con absoluta transparencia los recursos humanos y materiales bajo su gestión.
De lo anterior fluye que el diplomático peruano de hoy debe ser un profesional que combine los atributos de diversas disciplinas. Decía el tratadista clásico de la Diplomacia, Harold Nicholson, que en el siglo XVI un embajador debía ser un consumado teólogo, perito en matemáticas, arquitectura, música, física, derecho civil y canónico; historiador, geógrafo, experto en ciencia militar y tener, además, un gusto refinado por la poesía. Sin duda, no podemos decir lo mismo de nuestra era. No obstante, trasladando a nuestros días el espíritu ecuménico que refleja la cita de Nicholson, referida al Renacimiento, no es exagerado afirmar que el diplomático de hoy, particularmente el de un país con las características del Perú, tiene que manejar con adecuada soltura el utillaje del economista, del politólogo, del historiador, del jurista, del comunicador social y del administrador.
También hay rasgos clásicos de la diplomacia que son intemporales. Uno de ellos es el uso apropiado del lenguaje escrito. No en vano la palabra Diplomacia tiene su etimología en el vocablo diploma, que significa documento doblado, con un mensaje escrito. Un informe político bien concebido y redactado ha sido siempre prueba genuina de la buena formación para un diplomático en todo tiempo y lugar. En nuestro ámbito, este talento, utilizado cotidianamente en las labores de la Cancillería de manera oculta para el gran público, se proyecta a veces en un ámbito académico. Ello ha ocurrido en el caso de la obra de grandes personalidades de la diplomacia peruana, cuyos escritos son todavía una importante referencia para las nuevas generaciones. A los nombres de grandes diplomáticos como Raúl Porras Barrenechea, se suman muchos valores que han dado un gran aporte intelectual a nuestra carrera.
Otro rasgo clásico de la diplomacia es la maestría en la expresión oral. Ella se manifiesta no sólo en los discursos públicos sino también, quizá de manera más diáfana, en las – muchas veces tensas – negociaciones multilaterales y en las diversas entrevistas y encuentros que cotidianamente debe sostener el agente diplomático en el puesto donde se encuentra destacado.
En suma, como reza el viejo proverbio, hablamos de “vino nuevo en odres viejos”, donde los rasgos de la tradición y la novedad se funden para que la diplomacia funcione como un instrumento práctico y de mucha utilidad a una nación que busca su despegue económico dentro de un marco sostenible y de cohesión social. Como los antiguos embajadores venecianos en la corte de Felipe II o del Rey de Francia, los modernos diplomáticos peruanos son de igual manera los ojos y los oídos de su estado en el exterior. Son agentes conscientes de la diversidad de su nación y de las enormes potencialidades de la colectividad que representan. Por ello, deben estar en capacidad y en disposición de recoger, de manera rigurosamente selectiva, aquellos aportes que provienen del mundo exterior que puedan ser útiles al proyecto nacional, tanto en el corto como en el mediano plazo, particularmente en lo que se refiere a la meta de la superación de la pobreza. Es necesario que apoyen la expansión comercial, la captación de inversión extranjera, la transferencia de tecnología y el incremento de los flujos de turismo receptivo. También deben estar compenetrados con la necesidad de dotar de seguridad a su país, particularmente frente a los desafíos transnacionales que más directamente afectan al Perú, tales como el tráfico ilegal de estupefacientes, la corrupción y el deterioro del medio ambiente. Finalmente, la diplomacia peruana debe ser reflejo de la solidez de la institucionalidad democrática interna, así como medio privilegiado de integración con los países vecinos y con las demás naciones que conforman el ámbito sudamericano y hemisférico.