IMÁGENES DE SEVILLA

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IMÁGENES DE SEVILLA
(a la memoria de mi amigo Fernando Serrano Mangas)

Arribé a la estación de Cádiz, en Sevilla, una fría noche de enero de 1982. Conmigo se apearon del tren muchos madrileños que tenían también un parecido desconcierto de recién llegados: su dura pronunciación del castellano disonaba quizá más que la mía frente a la cantarina y rápida forma de hablar de los pobladores de la capital andaluza.

Las primeras vistas que tuve de Sevilla (tristes, de noche, con poca gente y en pleno invierno) no pudieron ser más opuestas a la imagen deslumbrante que yo guardo de ella hasta la actualidad. Lo primero que hice fue deambular con mi maleta en busca de alojamiento por un sector de calles estrechas y a veces ciegas que, tiempo después, conocería como el barrio de Santa Cruz. Entonces, con el aturdimiento de la reciente llegada, esa parte de la ciudad me dio la sensación de ser un auténtico laberinto del cual no podía salir. Sin embargo, a la vuelta de una esquina se me apareció de pronto, iluminada y esplendorosa, la torre de base musulmana que los sevillanos conocen como la Giralda. Sólo entonces, al llegar a una plazoleta, comprendí que me hallaba ya casi fuera del dédalo de callejuelas. Fue en ese momento cuando varios muchachos bien vestidos surgieron de algunos rincones mal iluminados y me preguntaron con toda naturalidad, y con la sonrisa en los labios, si yo tenía chocolate para venderles. Les dije que no comprendía por qué me hacían semejante pregunta, que acababa de llegar a la ciudad, y me alejé rápidamente de aquel lugar, no sin bastante confusión, con la creencia de que había sido objeto de una broma o de algún malentendido.

El asunto del “chocolate” se aclaró al día siguiente, entre carcajadas destempladas, nada menos que en los pasillos del Archivo General de Indias, luego de conocer a Antonio Dueñas y Maite Pita, los primeros jóvenes españoles —él cordobés y ella vasca— con los que alterné durante ese mi primer día completo en la ciudad. Mis flamantes amigos me dijeron que aquellos muchachos de la noche anterior debieron haberme tomado por uno de esos traficantes moros de hachís, droga resinosa conocida popularmente en la localidad como chocolate, que no pocos intelectuales bohemios, pasotas (jóvenes marginales) y pijos (hijos de familias acomodadas) de la ciudad tenían la costumbre de fumar mezclada con tabaco.

Mi llegada a Sevilla se había producido de manera poco planificada, y a consecuencia de un conjunto de circunstancias más bien fortuitas. Apenas cuatro meses antes, cuando estaba a punto de concluir mis estudios de Historia en Lima, el Instituto Riva-Agüero (donde trabajaba por las tardes) me ofreció la posibilidad de postular como candidato a una beca para hacer investigaciones de mi especialidad —la época virreinal— en alguna ciudad española, durante un año (que, a la postre, dado interesante de la experiencia, logré convertir casi en dos). Era una oportunidad nada desdeñable para el aprendiz de historiador que yo era entonces. Junto con la posibilidad de pasar todo un año hurgando en legajos centenarios, es muy probable que la simple curiosidad por conocer España haya pesado aún más en mi decisión de acogerme a la beca que entonces se me ofrecía de manera tan inesperada.

El Archivo de Indias funcionaba, en la década de 1980, en el hermoso local que antaño, en la época del apogeo de la ciudad, perteneció a la Lonja (o punto de encuentro público) de los mercaderes sevillanos. Dentro de este recinto, situado en pleno corazón de la vieja Hispalis, muy cerca de la gigantesca catedral y de la torre de la Giralda, se conservan miles de documentos que cuentan la historia del imperio español en ultramar, y que cubren el dilatado arco temporal que va desde los viajes colombinos hasta el fin de la presencia colonial española en Cuba, a fines del siglo XIX. Casi no hay tema, por estrambótico que parezca, para el cual no pueda obtenerse algún expediente ilustrativo dentro de este auténtico mar de papeles.

Al lado de los investigadores serios, algunos de los cuales eran verdaderas eminencias en la especialidad de historia virreinal (como el británico David Brading, el francés Nathan Wachtel, el estadounidense John Rowe, o el peruano Guillermo Lohmann Villena), no escaseaban tampoco en el Archivo de Indias personajes pintorescos. Recuerdo, por ejemplo, a aquel acaudalado norteamericano que se apareció un día en los pasillos del archivo buscando a un par de historiadores (que resultamos ser al final un amiga española y yo) para ocuparse de un trabajo harto especial: mientras buceaba durante uno de sus cruceros en yate por el Caribe, este magnate había encontrado casualmente cierta antiquísima pieza de artillería de bronce, y moría de curiosidad por identificar el naufragio al que debió pertenecer dicha culebrina (tal era el nombre técnico) con la que terminó topándose en circunstancias tan singulares. No encontramos mucho. Poco tiempo después, llegó al Archivo de Indias un experto en piratas y en tesoros ocultos en el fondo del mar, también pintoresco, pero en otro sentido. Se llamaba Fernando Serrano Mangas y era extremeño. Sólo que el acaudalado norteamericano ya había partido a su país hacía semanas. Quién habría dicho entonces que el “pirata” Fernando se iba convertir, con los meses y con los años, en uno de los grandes amigos verdaderos (muy pocos) que he tenido en mi vida. Su sobriedad cultural de extremeño era sólo una primera impresión. Lograda la confianza, conversábamos de todo y de todos, con locuacidad muy poco extremeña,  desde los grandes temas históricos hasta el plano de la “cotilla”, el chisme español, tan sabroso como los chipirones o las gambas al ajillo que comíamos (devorábamos, sería mejor decir, a nuestros veintes) en los bares de Sevilla.

Las búsquedas consagradas a mi tema de estudio no dejaron de procurarme sorpresas. A cada paso, confundidos entre informes puramente burocráticos, aparecían expedientes que más parecían proporcionar materia prima para un relato literario que datos para las fichas de un historiador: desde solicitudes de arbitristas alucinados (o pícaros) que acompañaban a sus reportes mapas fantasiosos sobre minas o entradas desconocidas a la selva, hasta legajos que contaban historias de indios que eran comisionados para llevar a monarcas españoles contemporáneos de Lope de Vega, Góngora, Velázquez y Murillo (en viajes que debieron ser de Odisea), animales exóticos provenientes de sus lejanas posesiones peruanas. A la corte de Madrid arribaron, efectivamente, halcones andinos e incluso jaguares de la Montaña que, alguna vez -como consta en cierto documento-, se escaparon en los campos de Castilla, originando escándalos mayúsculos.

En el Archivo de Indias descubrí que el Inca Garcilaso de la Vega (quien precisamente pasó la mayor parte de su vida en Andalucía) no fue sino el más famoso de toda una serie de nobles indígenas que se aventuraron a hacer el viaje a través del Atlántico. Comprendí también las razones que llevaron a Guamán Poma de Ayala, el cronista indígena de los siglos XVI y XVII (o a quien haya sido verdaderamente), a dibujarse a sí mismo postrado frente al rey Felipe III, haciéndole entrega personal de su crónica, pues estoy casi seguro que‚ si existió como lo imaginamos, él concibió alguna vez el proyecto de embarcarse. No olvido tampoco curioso papel que leí entre los dictámenes del poderoso Consejo de Indias, donde se consigna una orden terminante de detención y de reembarque contra cierto “indio del Perú” que, en la Sevilla barroca de Valdés Leal, andaba —según parece sugerir el documento que comentamos— vagabundeando y de jolgorios, completamente olvidado de la gestión burocrática que lo había llevado a la Península. Por muchas razones, pese a los siglos que me separaban de ellos, no podía yo dejar de sentir simpatía frente a personajes tan humanos, y en los cuales, por momentos, parecía encontrar un reflejo de mi propia experiencia.

A decir verdad, las enormes satisfacciones que deparaba la investigación cotidiana en el Archivo de Indias daban paso, a la hora de salida, a otro tipo de experiencias muy diversas. Comenzaban entonces interminables tertulias y veladas que yo pasaba en compañía de numerosos amigos españoles e hispanoamericanos, y que tenían lugar tanto en el centro de la ciudad, como en la otra ribera del Guadalquivir, en el barrio de Triana, también entre fiestas y jolgorios, como le había sucedido trescientos años antes al indio peruano que descubrí en el archivo. Eran diversiones difíciles de esquivar, pues creo que Sevilla es y ha sido, casi desde tiempo inmemorial, una ciudad que siempre se encuentra celebrando algo, barrocamente, en el más exacto sentido que le podamos dar a esta palabra. Es un eterno retorno festivo que termina atrapándolo a uno casi irremediablemente, y que sin duda tiene que ver con las tradiciones heredadas del pasado fastuoso que tuvo la ciudad en sus diferentes épocas, muy particularmente del período que corre desde la llegada de los españoles a América hasta las primeras décadas del siglo XVII, cuando Sevilla y su gremio de mercaderes se convirtieron en un auténtico foco de poder mundial.

“¿Es que acaso estamos en Carnaval?”, recuerdo haber pensado durante una de mis salidas matinales de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos (donde entonces vivía), cuando me topé con la chica que habitaba la casa del frente, como siempre ocurría a esa hora del día: estaba vestida con un traje desmesuradamente fiestero, rojo con motas blancas, y lleno de bobos y encajes. Era el mes de abril, casi inmediatamente después de Semana Santa, y mi sorpresa fue aún mayor cuando descubrí que la calle de Las Sierpes (especie de Jirón de la Unión sevillano) y todas las demás arterias del Centro estaban en realidad llenas de mujeres vestidas de manera parecida. La razón de este espectáculo multicolor era bastante simple: estaba contemplando el atavío tradicional que las mujeres sevillanas se ponen en tiempos de la Feria de Abril. Localizada físicamente en un inmenso recinto surcado de vías por donde transitan caballos y hasta carruajes, la parte más vital de la Feria tiene lugar en realidad al interior de las muchas casetas (excluyentes o públicas, aristocráticas o populares, familiares o con contenido político) que allí son montadas, y donde se conversa, se bebe fino y se baila y canta hasta el agotamiento al ritmo de rumbas y sevillanas. Este evento contagia con su espíritu al conjunto de la urbe y es, en verdad, la simple continuación profana del crescendo festivo que se inicia anteriormente con la Semana Santa. Está bien empleado aquí el término festivo, y no sólo con relación al temperamento de la Feria, sino al de la misma Semana Santa, pues la presencia de penitentes descalzos con capirotes, y de esas espaldas llagadas de los cargadores de las muchas imágenes (o pasos) que salen en procesión, no opaca en lo absoluto la alegría que transmite el desplazamiento multitudinario de la Macarena o de la Virgen de Triana (vírgenes rivales y con identidades propias a las que los andaluces cantan saetas que suenan como oraciones musulmanas, y a las que lanzan gritos de “¡guapa, guapísima!”, como si se tratara de reinas de belleza en un concurso). Ello tiene, en verdad, poco que ver con el carácter más bien trágico que suelen manifestar las procesiones peruanas, aún considerando la evidente ligazón histórica que une ambas tradiciones.

La Semana Santa y la Feria de Abril son ocasión perfecta para observar las tradiciones sincréticas y abiertas al mestizaje de una sociedad con un pasado sumamente denso y complejo. Allí se funden aportes bereberes, celtíberos, cartagineses, greco-romanos, germánicos, musulmanes, cristianos y judíos, y cuyo reflejo se advierte hoy en día, a simple vista, no sólo en las tradiciones culturales, sino incluso en los múltiples tipos raciales que se encuentran en la ciudad. Extraordinaria fusión y evidente vocación asimilativa de una cultura que tanto parece diferenciarse del temperamento de las sociedades del norte de Europa. Tradición y vocación sincréticas que, pese al trauma de la Conquista, explican también con claridad la profunda huella dejada por España en países como el nuestro, así como el importante contraste que distingue a este tipo de colonización de la que practicaron en su momento otros pueblos europeos. Por último, una tradición sincrética tampoco exenta de conflictos (que por momentos me hicieron recordar las ambivalentes actitudes peruanas en torno de lo indio), pues, por ejemplo, ninguna muchacha sevillana, aunque sea morena y bella como una Scherezade, y aunque mueva las manos al bailar con sensualidad francamente oriental, acepta rara vez que se la considere como descendiente de las mujeres de Al-Andalus y, en general, que se la asocie con los años del predominio musulmán. No en vano el pináculo de la Giralda, símbolo de Sevilla, sobrepuesto como lo está efectivamente al cuerpo esencialmente musulmán de dicha torre, representa, en verdad, el triunfo del Cristianismo, de manera parecida a lo que ocurrió en el Cusco con los templos españoles construidos sobre las ruinas incaicas. En todo caso, conflictivo y contradictorio o no, me quedó muy claro que el orgullo por la tradición local, por su recreación e importancia integradora, no era incompatible con el bienestar económico, que entonces, en el apogeo de la primavera democrática de la era posterior a Franco, se manifestaba de manera tan evidente en Andalucía y en toda España.

Esos meses estupendos que pasé en Sevilla culminaron para mí, realmente, una tarde de fines de septiembre de 1983, que pasé con amigos entrañables, en un bar-restaurante situado cerca de la Torre del Oro, casi mirando al río Guadalquivir, y no muy lejos de la celebérrima plaza de toros o Maestranza. Venía de finalizar mi última jornada de investigación en el Archivo de Indias, y sabía que me quedaba poco tiempo en la ciudad, pues mi beca había expirado el mes anterior. Fue precisamente en ese lugar, que parecía escogido deliberadamente para recrear la imagen tradicional que se tiene de Sevilla, cuando me invadió por completo una extraña sensación de haber pertenecido siempre a esa ciudad que tan bien me había acogido, como nunca imaginé que pudiera sucederme en algún lugar fuera del Perú.

Abandoné Sevilla pocos días después, presa de una irreprimible tristeza, desde la estación ferroviaria de Córdoba (que ya no existe), una todavía muy calurosa noche de comienzos de otoño. De vuelta en el Perú, todo volvió a la normalidad, a la familia, a los estudios, al trabajo. Pero la intensidad de la vida nunca borró del todo el recuerdo de la ciudad andaluza. Su imagen se me aparece en los momentos más inesperados, casi siempre entre los puentes de Triana y de San Telmo, frente a la Torre del Oro, deslumbrante con los naranjas y rojizos de la aurora, envuelta en aroma y frescor, sobre el espejo del Guadalquivir.

 

Lima, 21 de enero de 2015

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