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Reflexiones sobre el perfil del diplomático peruano contemporáneo

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Reflexiones sobre el perfil del diplomático peruano contemporáneo

Librado Orozco Zapata y Hugo Pereyra Plasencia.

En 2005, la Academia Diplomática del Perú cumplió medio siglo de vida institucional. Este aniversario dio pie para realizar una reflexión sobre el carácter y la proyección del diplomático peruano y sobre las tareas que está llamado a cumplir dentro del marco del nuevo panorama socioeconómico del país y de los desafíos y oportunidades que se presentan en el actual sistema internacional. El presente artículo intenta ubicar la profesión diplomática en el Perú dentro de una perspectiva histórica. A partir de este enfoque, son planteados, de manera tentativa, algunos rasgos del nuevo perfil del diplomático peruano. En este empeño, se ha buscado integrar las funciones clásicas del diplomático, tradicionalmente descritas por los tratadistas internacionales, con aquéllas que son específicas de la realidad peruana.

El 18 de agosto de 1955, siendo Ministro de Relaciones Exteriores el Dr. David Aguilar Cornejo, fue expedido el Decreto Supremo nro. 326 mediante el cual se creó la Academia Diplomática del Perú. El 14 de noviembre del mismo año se llevó a cabo la ceremonia de inauguración de este centro superior de estudios. Su primer director fue el ilustre internacionalista don Alberto Ulloa Sotomayor, mientras que Gonzalo Fernández Puyó, entonces joven diplomático, fue nombrado como secretario de la nueva institución.

Este acontecimiento marcó el punto culminante del proceso de profesionalización de la carrera diplomática en nuestro país. Recordemos que desde mediados del siglo XIX, con claro sentido innovador, el distinguido canciller José Gregorio Paz Soldán había sentado los fundamentos legales y funcionales de la profesión diplomática. La obra de este ilustre personaje marcó, sin lugar a dudas, la fase fundacional de nuestra carrera. Con estos antecedentes, una nueva y promisoria etapa se iniciaba en 1955 con la creación de la Academia Diplomática.

Es justo recordar aquí al embajador Pedro Ugarteche, quien fue una de las personalidades que más abogó por la creación de un centro de formación profesional dedicado a la preparación de los miembros del Servicio Diplomático de la República. En el Proyecto de Ley Orgánica del Ministerio de Relaciones Exteriores que preparó en 1941 por encargo oficial, el embajador Ugarteche planteó por primera vez la creación de la Academia Diplomática. La idea germinó y, finalmente, como se ha visto, fue hecha realidad en la década siguiente.

El Perú fue uno de los primeros estados de América Latina que tuvo una Academia Diplomática. Se puso así a tono con las tendencias globales que aparecieron entre las dos guerras mundiales en las cancillerías de los principales países actores en las relaciones internacionales. El embajador Ugarteche ha recordado en alguna oportunidad que entonces se hablaba con claridad de la necesidad de vincular la actuación diplomática con la formación académica. En sus palabras, tenía lugar un movimiento de opinión pública en favor de la modernización del trabajo del funcionario diplomático conforme a nuevas orientaciones e ideas de la enseñanza científica de las Relaciones Internacionales.

Como lo han señalado los tratadistas clásicos de la diplomacia, esta actividad existe desde el momento mismo en que apareció, en los albores de la Humanidad, un sistema de relaciones entre comunidades organizadas. La diplomacia ha sido hasta hoy el instrumento clave que permite a los actores internacionales representar sus intereses y negociar entre ellos. A partir de la formación del moderno sistema internacional de estados con la Paz de Westphalia de 1648, la diplomacia moderna comenzó a adoptar los códigos, formalidades e instrumentos adecuados para una relación de mayor intensidad y contenido entre las naciones. La Revolución Industrial y los avances en las comunicaciones en el siglo XIX aportaron la base material para un reordenamiento de las relaciones entre los estados. En este contexto, la Diplomacia fue un instrumento fundamental para dar fluidez a las relaciones interestatales.

En el siglo XX, el panorama de las relaciones internacionales adquirió aún mayor complejidad. Los horrores de las guerras mundiales y la aceleración de los flujos económicos y financieros transnacionales que generaron crisis devastadoras como la de 1929, condujeron a la creación de foros multilaterales para afrontar desafíos de carácter mundial. Bajo este panorama, nació la disciplina de las Relaciones Internacionales como un intento de abordar con criterio científico y objetivo las relaciones que trascienden las fronteras nacionales. En esta nueva atmósfera internacional cayó por su propio peso la idea de que los agentes diplomáticos debían ser profesionales con una rigurosa preparación.

En el discurso de inauguración de la Academia Diplomática del Perú del 14 de noviembre de 1955, el Embajador Alberto Ulloa Sotomayor nos hacía ver que con la creación de esta institución en nuestro país la diplomacia volvía “a su lejano y alto punto de partida: el estudio de los intereses públicos, nacionales e internacionales, porque la interdependencia de la vida actual coloca, lenta o súbitamente, los intereses nacionales en el campo internacional”. El ilustre autor del libro Posición Internacional del Perú añadía que “la Diplomacia que nació del estudio para satisfacer las conveniencias de los príncipes, vuelve al estudio para satisfacer las conveniencias y las necesidades de los estados y del ser humano, cuyo servicio ha sustituido al de los primeros en la vida de relación.”

Ha transcurrido ya casi medio siglo desde que se creó la Academia Diplomática del Perú. El mundo ha seguido evolucionando y las relaciones internacionales han devenido en una suerte de telaraña en la que se da un cúmulo de vinculaciones entre diversos actores. Una nueva revolución científico-tecnológica ha transformado el orbe. Los flujos económicos, financieros, culturales y migratorios no reconocen ya, necesariamente, las fronteras tradicionales de los estados-nación. Sobre todo después del final de la Guerra Fría, los paradigmas diseñados por las Ciencias Sociales para describir y analizar los fenómenos internacionales fueron rápidamente rebasados por la cambiante realidad. Si bien el Estado sigue siendo el principal protagonista del sistema internacional, otros actores, como las organizaciones internacionales, las empresas, las organizaciones no gubernamentales y los propios individuos han adquirido mayor importancia en la escena contemporánea. Constituye un lugar común referirse a este panorama en términos de globalización. En nuestra era ya no es novedad afirmar que las distancias geográficas y culturales se han acortado y que el mundo ha devenido en una aldea global.

Se ha dicho en múltiples contextos y ocasiones que la globalización genera oportunidades y desafíos. A los países que no han terminado su despegue económico les brinda la posibilidad de conectarse a los flujos internacionales y, de esta manera, apuntalar su crecimiento. Sin embargo, si los estados no se articulan con eficiencia a las corrientes globales, corren el riesgo de convertirse en “naciones inviables”, para emplear la expresión acuñada por el embajador Oswaldo De Rivero en su clásico libro El Mito del Desarrollo.

Demás está decir que el desarrollo integral de un estado tiene su raíz en diversos factores. Entre ellos, se encuentran su política económica, su institucionalidad, su sistema social y sus valores culturales. Dentro de esta perspectiva, la acción diplomática en un país en vías de desarrollo puede servir como un elemento catalizador de este proceso. En la inauguración del año lectivo de la Academia Diplomática del Perú en 1979, el distinguido embajador y canciller Carlos García Bedoya nos hizo ver la importancia de contar con buenos cuadros diplomáticos para el logro de los objetivos de la política exterior. En su clase magistral, García Bedoya mencionó que todo país debía tener un concepto claro de sus intereses internacionales. Sobre esta base, debía dotar a los equipos encargados de manejar esos intereses. De esta manera, el país podía adquirir “una capacidad de negociación, una significación en el mundo” mucho mayores a las que correspondían, aparentemente, a su propia potencialidad interna.
Como un corolario de la tesis del embajador García Bedoya, podría decirse que, para un país como el Perú, el rigor y la excelencia en la formación de sus cuadros diplomáticos tienen una importancia incluso mayor que en las naciones desarrolladas. Iniciada en la academia, la preparación del diplomático peruano debe desarrollarse sin interrupción a lo largo de toda su carrera profesional.

Teniendo en cuenta el panorama actual de las relaciones internacionales y la realidad de nuestro país, ¿cuál debería ser entonces el perfil del diplomático peruano?

Existe una abundante literatura en torno a la definición del diplomático. A lo largo de la historia, en muchos tratados se ha escrito en torno a las aptitudes del “agente diplomático ideal”. De la misma forma, a nivel popular, existe una gama de imágenes muy diversas y estereotipadas sobre este métier, muchas de las cuales rayan en la anécdota y en la caricatura. Nos tomaría varias páginas repetir aquí la enorme cantidad de citas y frases que diversas personalidades han expresado para describir el quehacer diplomático. A modo de ejemplo, nos referiremos sólo a algunas de ellas. De manera claramente injusta, muchas veces se asocia a la diplomacia con la frivolidad y con la superficialidad. Con un tono sarcástico, alguna vez se dijo en Inglaterra que “la educación británica es la más exigente de todas; pero si alguien no logra tolerarla, siempre queda la alternativa de ingresar al servicio diplomático”. Para quienes identifican nuestra profesión con los cócteles y las reuniones sociales, tal vez no exista frase más hilarante que aquélla del diplomático y novelista francés Roger Peyrefitte quien señalaba que “los diplomáticos tienen garantizado su empleo por los siglos de los siglos, pues las computadoras no beben champán ni comen langosta”.

En la otra orilla, están quienes ven en la carrera diplomática un mar de sacrificios que no padecen sino quienes se encuentran dentro de ella. El embajador norteamericano Harry Schlaudeman señalaba que “la Diplomacia como profesión tiene muchos inconvenientes: es mal remunerada, normalmente los diplomáticos mueren pobres, la vida del diplomático es dura tanto en el aspecto personal como en el de su vida familiar; después de un tiempo las comidas y recepciones se vuelven tediosas y uno empieza a sentirse como un gitano, trasladándose constantemente de un lugar a otro.”

También hay quienes ven en la diplomacia la quintaesencia de la discreción y la mesura. Decía el actor inglés Peter Ustinov: “los diplomáticos son personas a las que no les gusta decir lo que piensan; a los políticos no les gusta pensar lo que dicen”.

Anécdotas y exageraciones aparte, es importante señalar que, en la hora actual, el perfil del diplomático peruano debe armonizar las cualidades clásicas de la profesión con las tareas propias del mundo de hoy. Para los autores más conocidos, como Harold Nicholson, el diplomático debe cumplir cuatro funciones fundamentales: observar, informar, negociar y representar. Roger Feltham señala que el diplomático debe contar con seis “habilidades funcionales” (functional skills). Ellas son:

1. Habilidad en la negociación
2. Habilidad en observar, analizar e informar
3. Habilidad en representar
4. Habilidad en la administración de una misión
5. Habilidad en comunicación y en la Diplomacia Pública
6. Habilidad para entender otras culturas (“cross cultural skills”)

Teniendo como marco el proceso socioeconómico del Perú y las actuales tendencias del sistema internacional, el diplomático peruano debe afirmar un perfil que tenga también presente las especificidades de la nación que representa. En otras palabras, debemos adaptar los criterios sentados por la doctrina clásica internacional a la historia y a la realidad actual de nuestro país. En este sentido, pensamos que los diplomáticos peruanos deben desarrollar siete funciones básicas:

1. Análisis de la realidad bajo observación y procesamiento de la información. Para efectos de la interpretación de la masa de datos, deben tenerse siempre en mente los intereses y las aspiraciones del Estado peruano. Para ello es vital que el agente diplomático tenga una sólida formación principalmente en Teoría de las Relaciones Internacionales, Ciencia Política, Economía Internacional, Derecho e Historia. Este punto es crucial porque aclara un prejuicio, muy extendido en nuestros días, que habla de la supuesta caducidad de la diplomacia como fuente de información de calidad frente a las facilidades comunicacionales que brinda el descomunal desarrollo mediático del mundo contemporáneo. Por el contrario, creemos que la diplomacia sigue teniendo una enorme importancia en este campo. En efecto, no basta con la información en simple formato periodístico. Es preciso tamizar, sistematizar y sintetizar la información en hipótesis y en conclusiones muy específicas que puedan ser útiles al estado y al gobierno para una adecuada toma de decisiones. Ello sin dejar de tener en cuenta que gran parte de la información relevante y fidedigna no se obtiene necesariamente de las fuentes mediáticas.

2. Negociación. Esta función ha sido consustancial al oficio del diplomático en todos los tiempos. En la hora actual, la negociación se ha hecho más compleja por la diversidad de temáticas que existen en el mundo globalizado. El diplomático debe estar en condiciones de participar en negociaciones bilaterales o multilaterales, con actores ya sea estatales o no estatales. Los principios de la negociación son universales. No obstante, cada temática requiere de una formación especial previa a la negociación propiamente dicha.

3. Representación adecuada de los intereses nacionales. Este es un concepto amplio que engloba también uno de los elementos clásicos de la diplomacia. En el mundo de hoy, la representación es fundamental para agilizar la comunicación y el flujo de información en la vida internacional. Entendemos por representación no sólo aquélla de corte tradicional, centrada en el protocolo y el ceremonial. Representar es también establecer, por ejemplo, una sólida vinculación con los medios políticos, económicos, culturales y sociales del país en el que el diplomático desarrolla su actividad.

4. Promoción de las oportunidades económicas, comerciales, financieras, así como el turismo receptivo y la transferencia de tecnología. Para el diplomático peruano ésta es una de sus principales funciones que lo vincula más directamente con las tareas orientadas al desarrollo de su país.

5. Comunicación adecuada de la realidad social del país y difusión de las manifestaciones de su cultura, arte e historia. En el mundo de hoy, los avances en la información han dado a la actividad diplomática una mayor exposición mediática. Se habla con cada vez mayor intensidad de la llamada Diplomacia Pública. En ese sentido, el diplomático moderno debe ser un permanente comunicador de las diversas facetas de la realidad de su país.

6. Asistencia y apoyo a las comunidades peruanas en el exterior. Desde comienzos de la década pasada, el número de peruanos que residen fuera de su país de origen ha crecido en forma exponencial. Por ello, la función consular ha debido adaptarse a esta nueva situación que requiere de una acción más eficaz y oportuna para asistir a los connacionales, y también para apoyarlos en el mantenimiento de su vínculo cultural y económico con el Perú.

7. Administración eficiente y transparente de los recursos del Estado. Al igual que en la empresa privada, los criterios de eficiencia y racionalidad en la asignación y administración de recursos deben estar presentes en la gestión del Estado. A lo largo de su carrera, el diplomático desarrolla, directa o indirectamente, tareas administrativas. Por ello, es fundamental que maneje con eficiencia y con absoluta transparencia los recursos humanos y materiales bajo su gestión.

De lo anterior fluye que el diplomático peruano de hoy debe ser un profesional que combine los atributos de diversas disciplinas. Decía el tratadista clásico de la Diplomacia, Harold Nicholson, que en el siglo XVI un embajador debía ser un consumado teólogo, perito en matemáticas, arquitectura, música, física, derecho civil y canónico; historiador, geógrafo, experto en ciencia militar y tener, además, un gusto refinado por la poesía. Sin duda, no podemos decir lo mismo de nuestra era. No obstante, trasladando a nuestros días el espíritu ecuménico que refleja la cita de Nicholson, referida al Renacimiento, no es exagerado afirmar que el diplomático de hoy, particularmente el de un país con las características del Perú, tiene que manejar con adecuada soltura el utillaje del economista, del politólogo, del historiador, del jurista, del comunicador social y del administrador.

También hay rasgos clásicos de la diplomacia que son intemporales. Uno de ellos es el uso apropiado del lenguaje escrito. No en vano la palabra Diplomacia tiene su etimología en el vocablo diploma, que significa documento doblado, con un mensaje escrito. Un informe político bien concebido y redactado ha sido siempre prueba genuina de la buena formación para un diplomático en todo tiempo y lugar. En nuestro ámbito, este talento, utilizado cotidianamente en las labores de la Cancillería de manera oculta para el gran público, se proyecta a veces en un ámbito académico. Ello ha ocurrido en el caso de la obra de grandes personalidades de la diplomacia peruana, cuyos escritos son todavía una importante referencia para las nuevas generaciones. A los nombres de grandes diplomáticos como Raúl Porras Barrenechea, se suman muchos valores que han dado un gran aporte intelectual a nuestra carrera.

Otro rasgo clásico de la diplomacia es la maestría en la expresión oral. Ella se manifiesta no sólo en los discursos públicos sino también, quizá de manera más diáfana, en las – muchas veces tensas – negociaciones multilaterales y en las diversas entrevistas y encuentros que cotidianamente debe sostener el agente diplomático en el puesto donde se encuentra destacado.

En suma, como reza el viejo proverbio, hablamos de “vino nuevo en odres viejos”, donde los rasgos de la tradición y la novedad se funden para que la diplomacia funcione como un instrumento práctico y de mucha utilidad a una nación que busca su despegue económico dentro de un marco sostenible y de cohesión social. Como los antiguos embajadores venecianos en la corte de Felipe II o del Rey de Francia, los modernos diplomáticos peruanos son de igual manera los ojos y los oídos de su estado en el exterior. Son agentes conscientes de la diversidad de su nación y de las enormes potencialidades de la colectividad que representan. Por ello, deben estar en capacidad y en disposición de recoger, de manera rigurosamente selectiva, aquellos aportes que provienen del mundo exterior que puedan ser útiles al proyecto nacional, tanto en el corto como en el mediano plazo, particularmente en lo que se refiere a la meta de la superación de la pobreza. Es necesario que apoyen la expansión comercial, la captación de inversión extranjera, la transferencia de tecnología y el incremento de los flujos de turismo receptivo. También deben estar compenetrados con la necesidad de dotar de seguridad a su país, particularmente frente a los desafíos transnacionales que más directamente afectan al Perú, tales como el tráfico ilegal de estupefacientes, la corrupción y el deterioro del medio ambiente. Finalmente, la diplomacia peruana debe ser reflejo de la solidez de la institucionalidad democrática interna, así como medio privilegiado de integración con los países vecinos y con las demás naciones que conforman el ámbito sudamericano y hemisférico.

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IMÁGENES DE SEVILLA

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IMÁGENES DE SEVILLA
(a la memoria de mi amigo Fernando Serrano Mangas)

Arribé a la estación de Cádiz, en Sevilla, una fría noche de enero de 1982. Conmigo se apearon del tren muchos madrileños que tenían también un parecido desconcierto de recién llegados: su dura pronunciación del castellano disonaba quizá más que la mía frente a la cantarina y rápida forma de hablar de los pobladores de la capital andaluza.

Las primeras vistas que tuve de Sevilla (tristes, de noche, con poca gente y en pleno invierno) no pudieron ser más opuestas a la imagen deslumbrante que yo guardo de ella hasta la actualidad. Lo primero que hice fue deambular con mi maleta en busca de alojamiento por un sector de calles estrechas y a veces ciegas que, tiempo después, conocería como el barrio de Santa Cruz. Entonces, con el aturdimiento de la reciente llegada, esa parte de la ciudad me dio la sensación de ser un auténtico laberinto del cual no podía salir. Sin embargo, a la vuelta de una esquina se me apareció de pronto, iluminada y esplendorosa, la torre de base musulmana que los sevillanos conocen como la Giralda. Sólo entonces, al llegar a una plazoleta, comprendí que me hallaba ya casi fuera del dédalo de callejuelas. Fue en ese momento cuando varios muchachos bien vestidos surgieron de algunos rincones mal iluminados y me preguntaron con toda naturalidad, y con la sonrisa en los labios, si yo tenía chocolate para venderles. Les dije que no comprendía por qué me hacían semejante pregunta, que acababa de llegar a la ciudad, y me alejé rápidamente de aquel lugar, no sin bastante confusión, con la creencia de que había sido objeto de una broma o de algún malentendido.

El asunto del “chocolate” se aclaró al día siguiente, entre carcajadas destempladas, nada menos que en los pasillos del Archivo General de Indias, luego de conocer a Antonio Dueñas y Maite Pita, los primeros jóvenes españoles —él cordobés y ella vasca— con los que alterné durante ese mi primer día completo en la ciudad. Mis flamantes amigos me dijeron que aquellos muchachos de la noche anterior debieron haberme tomado por uno de esos traficantes moros de hachís, droga resinosa conocida popularmente en la localidad como chocolate, que no pocos intelectuales bohemios, pasotas (jóvenes marginales) y pijos (hijos de familias acomodadas) de la ciudad tenían la costumbre de fumar mezclada con tabaco.

Mi llegada a Sevilla se había producido de manera poco planificada, y a consecuencia de un conjunto de circunstancias más bien fortuitas. Apenas cuatro meses antes, cuando estaba a punto de concluir mis estudios de Historia en Lima, el Instituto Riva-Agüero (donde trabajaba por las tardes) me ofreció la posibilidad de postular como candidato a una beca para hacer investigaciones de mi especialidad —la época virreinal— en alguna ciudad española, durante un año (que, a la postre, dado interesante de la experiencia, logré convertir casi en dos). Era una oportunidad nada desdeñable para el aprendiz de historiador que yo era entonces. Junto con la posibilidad de pasar todo un año hurgando en legajos centenarios, es muy probable que la simple curiosidad por conocer España haya pesado aún más en mi decisión de acogerme a la beca que entonces se me ofrecía de manera tan inesperada.

El Archivo de Indias funcionaba, en la década de 1980, en el hermoso local que antaño, en la época del apogeo de la ciudad, perteneció a la Lonja (o punto de encuentro público) de los mercaderes sevillanos. Dentro de este recinto, situado en pleno corazón de la vieja Hispalis, muy cerca de la gigantesca catedral y de la torre de la Giralda, se conservan miles de documentos que cuentan la historia del imperio español en ultramar, y que cubren el dilatado arco temporal que va desde los viajes colombinos hasta el fin de la presencia colonial española en Cuba, a fines del siglo XIX. Casi no hay tema, por estrambótico que parezca, para el cual no pueda obtenerse algún expediente ilustrativo dentro de este auténtico mar de papeles.

Al lado de los investigadores serios, algunos de los cuales eran verdaderas eminencias en la especialidad de historia virreinal (como el británico David Brading, el francés Nathan Wachtel, el estadounidense John Rowe, o el peruano Guillermo Lohmann Villena), no escaseaban tampoco en el Archivo de Indias personajes pintorescos. Recuerdo, por ejemplo, a aquel acaudalado norteamericano que se apareció un día en los pasillos del archivo buscando a un par de historiadores (que resultamos ser al final un amiga española y yo) para ocuparse de un trabajo harto especial: mientras buceaba durante uno de sus cruceros en yate por el Caribe, este magnate había encontrado casualmente cierta antiquísima pieza de artillería de bronce, y moría de curiosidad por identificar el naufragio al que debió pertenecer dicha culebrina (tal era el nombre técnico) con la que terminó topándose en circunstancias tan singulares. No encontramos mucho. Poco tiempo después, llegó al Archivo de Indias un experto en piratas y en tesoros ocultos en el fondo del mar, también pintoresco, pero en otro sentido. Se llamaba Fernando Serrano Mangas y era extremeño. Sólo que el acaudalado norteamericano ya había partido a su país hacía semanas. Quién habría dicho entonces que el “pirata” Fernando se iba convertir, con los meses y con los años, en uno de los grandes amigos verdaderos (muy pocos) que he tenido en mi vida. Su sobriedad cultural de extremeño era sólo una primera impresión. Lograda la confianza, conversábamos de todo y de todos, con locuacidad muy poco extremeña,  desde los grandes temas históricos hasta el plano de la “cotilla”, el chisme español, tan sabroso como los chipirones o las gambas al ajillo que comíamos (devorábamos, sería mejor decir, a nuestros veintes) en los bares de Sevilla.

Las búsquedas consagradas a mi tema de estudio no dejaron de procurarme sorpresas. A cada paso, confundidos entre informes puramente burocráticos, aparecían expedientes que más parecían proporcionar materia prima para un relato literario que datos para las fichas de un historiador: desde solicitudes de arbitristas alucinados (o pícaros) que acompañaban a sus reportes mapas fantasiosos sobre minas o entradas desconocidas a la selva, hasta legajos que contaban historias de indios que eran comisionados para llevar a monarcas españoles contemporáneos de Lope de Vega, Góngora, Velázquez y Murillo (en viajes que debieron ser de Odisea), animales exóticos provenientes de sus lejanas posesiones peruanas. A la corte de Madrid arribaron, efectivamente, halcones andinos e incluso jaguares de la Montaña que, alguna vez -como consta en cierto documento-, se escaparon en los campos de Castilla, originando escándalos mayúsculos.

En el Archivo de Indias descubrí que el Inca Garcilaso de la Vega (quien precisamente pasó la mayor parte de su vida en Andalucía) no fue sino el más famoso de toda una serie de nobles indígenas que se aventuraron a hacer el viaje a través del Atlántico. Comprendí también las razones que llevaron a Guamán Poma de Ayala, el cronista indígena de los siglos XVI y XVII (o a quien haya sido verdaderamente), a dibujarse a sí mismo postrado frente al rey Felipe III, haciéndole entrega personal de su crónica, pues estoy casi seguro que‚ si existió como lo imaginamos, él concibió alguna vez el proyecto de embarcarse. No olvido tampoco curioso papel que leí entre los dictámenes del poderoso Consejo de Indias, donde se consigna una orden terminante de detención y de reembarque contra cierto “indio del Perú” que, en la Sevilla barroca de Valdés Leal, andaba —según parece sugerir el documento que comentamos— vagabundeando y de jolgorios, completamente olvidado de la gestión burocrática que lo había llevado a la Península. Por muchas razones, pese a los siglos que me separaban de ellos, no podía yo dejar de sentir simpatía frente a personajes tan humanos, y en los cuales, por momentos, parecía encontrar un reflejo de mi propia experiencia.

A decir verdad, las enormes satisfacciones que deparaba la investigación cotidiana en el Archivo de Indias daban paso, a la hora de salida, a otro tipo de experiencias muy diversas. Comenzaban entonces interminables tertulias y veladas que yo pasaba en compañía de numerosos amigos españoles e hispanoamericanos, y que tenían lugar tanto en el centro de la ciudad, como en la otra ribera del Guadalquivir, en el barrio de Triana, también entre fiestas y jolgorios, como le había sucedido trescientos años antes al indio peruano que descubrí en el archivo. Eran diversiones difíciles de esquivar, pues creo que Sevilla es y ha sido, casi desde tiempo inmemorial, una ciudad que siempre se encuentra celebrando algo, barrocamente, en el más exacto sentido que le podamos dar a esta palabra. Es un eterno retorno festivo que termina atrapándolo a uno casi irremediablemente, y que sin duda tiene que ver con las tradiciones heredadas del pasado fastuoso que tuvo la ciudad en sus diferentes épocas, muy particularmente del período que corre desde la llegada de los españoles a América hasta las primeras décadas del siglo XVII, cuando Sevilla y su gremio de mercaderes se convirtieron en un auténtico foco de poder mundial.

“¿Es que acaso estamos en Carnaval?”, recuerdo haber pensado durante una de mis salidas matinales de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos (donde entonces vivía), cuando me topé con la chica que habitaba la casa del frente, como siempre ocurría a esa hora del día: estaba vestida con un traje desmesuradamente fiestero, rojo con motas blancas, y lleno de bobos y encajes. Era el mes de abril, casi inmediatamente después de Semana Santa, y mi sorpresa fue aún mayor cuando descubrí que la calle de Las Sierpes (especie de Jirón de la Unión sevillano) y todas las demás arterias del Centro estaban en realidad llenas de mujeres vestidas de manera parecida. La razón de este espectáculo multicolor era bastante simple: estaba contemplando el atavío tradicional que las mujeres sevillanas se ponen en tiempos de la Feria de Abril. Localizada físicamente en un inmenso recinto surcado de vías por donde transitan caballos y hasta carruajes, la parte más vital de la Feria tiene lugar en realidad al interior de las muchas casetas (excluyentes o públicas, aristocráticas o populares, familiares o con contenido político) que allí son montadas, y donde se conversa, se bebe fino y se baila y canta hasta el agotamiento al ritmo de rumbas y sevillanas. Este evento contagia con su espíritu al conjunto de la urbe y es, en verdad, la simple continuación profana del crescendo festivo que se inicia anteriormente con la Semana Santa. Está bien empleado aquí el término festivo, y no sólo con relación al temperamento de la Feria, sino al de la misma Semana Santa, pues la presencia de penitentes descalzos con capirotes, y de esas espaldas llagadas de los cargadores de las muchas imágenes (o pasos) que salen en procesión, no opaca en lo absoluto la alegría que transmite el desplazamiento multitudinario de la Macarena o de la Virgen de Triana (vírgenes rivales y con identidades propias a las que los andaluces cantan saetas que suenan como oraciones musulmanas, y a las que lanzan gritos de “¡guapa, guapísima!”, como si se tratara de reinas de belleza en un concurso). Ello tiene, en verdad, poco que ver con el carácter más bien trágico que suelen manifestar las procesiones peruanas, aún considerando la evidente ligazón histórica que une ambas tradiciones.

La Semana Santa y la Feria de Abril son ocasión perfecta para observar las tradiciones sincréticas y abiertas al mestizaje de una sociedad con un pasado sumamente denso y complejo. Allí se funden aportes bereberes, celtíberos, cartagineses, greco-romanos, germánicos, musulmanes, cristianos y judíos, y cuyo reflejo se advierte hoy en día, a simple vista, no sólo en las tradiciones culturales, sino incluso en los múltiples tipos raciales que se encuentran en la ciudad. Extraordinaria fusión y evidente vocación asimilativa de una cultura que tanto parece diferenciarse del temperamento de las sociedades del norte de Europa. Tradición y vocación sincréticas que, pese al trauma de la Conquista, explican también con claridad la profunda huella dejada por España en países como el nuestro, así como el importante contraste que distingue a este tipo de colonización de la que practicaron en su momento otros pueblos europeos. Por último, una tradición sincrética tampoco exenta de conflictos (que por momentos me hicieron recordar las ambivalentes actitudes peruanas en torno de lo indio), pues, por ejemplo, ninguna muchacha sevillana, aunque sea morena y bella como una Scherezade, y aunque mueva las manos al bailar con sensualidad francamente oriental, acepta rara vez que se la considere como descendiente de las mujeres de Al-Andalus y, en general, que se la asocie con los años del predominio musulmán. No en vano el pináculo de la Giralda, símbolo de Sevilla, sobrepuesto como lo está efectivamente al cuerpo esencialmente musulmán de dicha torre, representa, en verdad, el triunfo del Cristianismo, de manera parecida a lo que ocurrió en el Cusco con los templos españoles construidos sobre las ruinas incaicas. En todo caso, conflictivo y contradictorio o no, me quedó muy claro que el orgullo por la tradición local, por su recreación e importancia integradora, no era incompatible con el bienestar económico, que entonces, en el apogeo de la primavera democrática de la era posterior a Franco, se manifestaba de manera tan evidente en Andalucía y en toda España.

Esos meses estupendos que pasé en Sevilla culminaron para mí, realmente, una tarde de fines de septiembre de 1983, que pasé con amigos entrañables, en un bar-restaurante situado cerca de la Torre del Oro, casi mirando al río Guadalquivir, y no muy lejos de la celebérrima plaza de toros o Maestranza. Venía de finalizar mi última jornada de investigación en el Archivo de Indias, y sabía que me quedaba poco tiempo en la ciudad, pues mi beca había expirado el mes anterior. Fue precisamente en ese lugar, que parecía escogido deliberadamente para recrear la imagen tradicional que se tiene de Sevilla, cuando me invadió por completo una extraña sensación de haber pertenecido siempre a esa ciudad que tan bien me había acogido, como nunca imaginé que pudiera sucederme en algún lugar fuera del Perú.

Abandoné Sevilla pocos días después, presa de una irreprimible tristeza, desde la estación ferroviaria de Córdoba (que ya no existe), una todavía muy calurosa noche de comienzos de otoño. De vuelta en el Perú, todo volvió a la normalidad, a la familia, a los estudios, al trabajo. Pero la intensidad de la vida nunca borró del todo el recuerdo de la ciudad andaluza. Su imagen se me aparece en los momentos más inesperados, casi siempre entre los puentes de Triana y de San Telmo, frente a la Torre del Oro, deslumbrante con los naranjas y rojizos de la aurora, envuelta en aroma y frescor, sobre el espejo del Guadalquivir.

 

Lima, 21 de enero de 2015

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