Entre abril y julio de ese año tuvo lugar la primera incursión chilena hacia la Sierra Central, encabezada por el comandante Ambrosio Letelier, quien se caracterizó por su corrupción, por la abusiva e indiscriminada imposición de cupos a nacionales y extranjeros, y por la brutalidad ejercida, especialmente, contra las poblaciones campesinas de Huánuco y de Junín. Esto fue, no cabe duda, un aviso para los habitantes de esa parte del país, que comenzaron a sentir una amenaza hasta ese momento desconocida.
Recuperado de una herida recibida en la batalla de Miraflores, el coronel Andrés A. Cáceres escapó de Lima bajo ocupación militar y subió a la Sierra a ponerse a las órdenes de Nicolás de Piérola. En abril, habiendo sido ascendido previamente a general de brigada por sus méritos en la defensa de Lima, fue nombrado por el dictador Jefe Superior Político y Militar de los Departamentos del Centro. En ese tiempo, coincidiendo con la expedición dirigida por Letelier —a la que casi no se pudo oponer resistencia— Cáceres apenas empezaba la organización de sus tropas regulares y de sus cuadros guerrilleros.
Para asombro de las fuerzas invasoras acantonadas en Lima bajo el comando de Patricio Lynch, muy pronto, a fines de 1881, todo un ejército peruano, organizado por Cáceres, ocupaba con tiendas de campaña la estrecha quebrada de Chosica. Los acontecimientos se precipitaron durante el último trecho del año cuando Francisco García Calderón, cabeza del régimen de La Magdalena, se negó altivamente a aceptar un tratado de paz que implicara la cesión formal de los territorios conquistados por Chile en el Sur del Perú durante las primeras fases de la guerra. Como represalia, García Calderón fue deportado a Chile y la autoridad pasó a manos del vicepresidente, el contralmirante Lizardo Montero, que entonces se encontraba en Cajamarca. Montero contaba con el respaldo del representante de los Estados Unidos en el Perú (que a la postre resultó efímero), dentro del ajedrez de poder de las potencias de la época, encabe- zadas por Inglaterra, que no dejaban de mirar con interés la guerra en el Pacífico, ávidas siempre por consolidar mercados, obtener materias primas y afirmar su influencia política en lo que para ellos era la lejana periferia del mundo.
En noviembre de 1881, acatando la voluntad de la mayor parte de las fuerzas peruanas del Norte, del Sur y las de su propio campamento de Chosica, Cáceres dio el paso de desconocer la autoridad de Piérola. Posteriormente, el 24 de enero de 1882, esperanzado en los ofrecimientos del Ministro de los Estados Unidos de presionar a Chile para obtener una paz sin cesión territorial, y no sin grandes dudas, optó por plegarse al régimen de Montero. Desde febrero de 1882, la autoridad del nuevo mandatario peruano se extendía, además de Arequipa y la Sierra Sur, a la Sierra Central, a cargo de Cáceres, y a la Sierra Norte, con base en el departamento de Cajamarca, bajo Miguel Iglesias, quien había recibido el mando en esta área de manos del propio Montero, el cual fijó temporalmente su gobierno en Huaraz. Apartado del poder, Nicolás de Piérola se había dirigido a Lima, donde residió por algún tiempo con la anuencia de las autoridades chilenas de ocupación.
Para comienzos de enero de 1882, una segunda expedición chilena había emprendido su marcha hacia la Sierra Central con el objeto de destruir a Cáceres. Luego de abandonar sus posiciones de Chosica y de permanecer por un breve tiempo en Jauja (donde reconoció a Montero el día 24), el jefe peruano esquivó el golpe y se batió hábilmente en retirada en el departamento de Junín, durante el primer combate de Pucará (el 5 de febrero), acantonándose por último en Ayacucho. Antes, en forma increíble, tuvo que dominar allí un motín militar encabezado por el coronel peruano Arnaldo Panizo, de simpatías pierolistas y declarado adversario del régimen de Montero que Cáceres acababa de reconocer. Ello había impedido hacer una resistencia más efectiva a los chilenos que avanzaban sobre Junín.
Establecido en Ayacucho, su ciudad natal, Cáceres se dispuso a acelerar la organización de sus fuerzas. Más al Norte, también desde febrero de 1882, y siempre continuando los malones contra las poblaciones campesinas «con todo su cortejo de horrores», los chilenos ocuparon La Oroya, Tarma, Cerro de Pasco y el eje Jauja-Huancayo hasta la zona fronteriza con el departamento de Huancavelica. Presos en sus cárceles mentales, y envenenando el ambiente local contra sus propios intereses, los oficiales y soldados chilenos acometían a las pacíficas comunidades campesinas peruanas con la misma voluntad de exterminio que habían mostrado, antes del conflicto, en las prácticas usuales de guerra contra los levantiscos mapuches del lejano Sur del Continente. Entre marzo y abril de 1882, las comunidades campesinas de Junín, con algún concurso de los terratenientes del área y de oficiales enviados por Cáceres, y con el claro respaldo de la Iglesia local, se levantaron contra sus opresores extranjeros. El episodio más dramático de esta lucha fue la defensa de Chupaca, el 19 de abril de 1882, donde hombres y mujeres débilmente armados resistieron con desesperación, casi hasta el exterminio, el feroz asalto de la caballería chilena.
Cáceres inició su ofensiva los primeros días de junio de 1882 y partió con su ejército desde Ayacucho rumbo al departamento de Junín, a tentar a la fortuna, en el que, sin duda, fue uno de los grandes momentos de la historia peruana. Muy poco antes de la salida de sus fuerzas, el primero de ese mes, se había dirigido a sus soldados, diciéndoles:
«Hace tres meses escasos que llegasteis a esta noble capital de gloriosos recuerdos históricos…Hoy la salud y la honra del Perú nos llaman al departamento de Junín, allí donde los pueblos han levantado la sagrada enseña de la nación contra el invasor…Vuestra misión no puede ser más noble y generosa… la victoria no podrá negaros sus favores…»
Para suerte de la causa nacional, las deserciones y los efectos desastrosos de las pestes de viruelas, tifoidea y fiebre amarilla que infestaban los cuarteles invasores, movieron al comando chileno de Lima a ordenar, el 16 de junio, un repliegue de sus fuerzas de solo parte de la zona ocupada en la Sierra. Muy probablemente enterado de esta situación pocos días después, Cáceres comenzó a dar los pasos necesarios para convertir este simple repliegue en una apurada retirada general chilena de toda la Sierra Central. Cáceres llegó a Izcuchaca, casi a las puertas del departamento de Junín, cuando las comunidades del área habían tomado las armas. Nueve días después, en el pueblo de Acostambo, el 29 de junio de 1882, Cáceres escribió un oficio a su amigo Tomás Patiño, Prefecto de Huancavelica, donde pueden leerse las siguientes palabras que reflejan el tenso ambiente de esos momentos:
«Tal ha sido el denuedo de nuestros guerrilleros, que tan solo armados de lanzas, no sólo han contenido a los opresores, sino que han marchado de frente, hasta hacerlos retroceder, dando muerte a lanzadas y despedazándolos. Ignoro las bajas del enemigo; sólo he visto con impresión algunas cabezas de ellos en las puntas de las lanzas que los indígenas traían como trofeos de guerra».
El mes siguiente, Cáceres dio la orden de ataque general de todas sus fuerzas sobre el departamento de Junín, que arremetieron con gran ímpetu sobre las avanzadas enemigas.
Con los buenos resultados de los combates en Marcavalle, Pucará (segundo) y Concepción (9-10 de julio de 1882), la campaña contra los invasores alcanzó su clímax. Como no se veía desde los días de la batalla de Tarapacá en la Campaña del Sur, los soldados chilenos retrocedían en pánico y arrojaban sus armas para correr mejor, acosados por grandes masas de guerrilleros y por las fuerzas regulares nacionales que atacaban en forma coordinada. En Concepción, un destacamento chileno que no quiso rendirse fue exterminado por campesinos enfurecidos a consecuencia de recientes agravios. En conjunto, fue el mejor momento del pequeño Ejército del Centro, así como de las fuerzas auxiliares indígenas de Junín y de Huancavelica, que se dirigían en quechua al taita Andrés A. Cáceres. El 19 de julio de 1882, apenas dos días después de que el ejército chileno del coronel Estanislao del Canto se retirara penosamente de la Sierra Central por pasos cubiertos de hielo cargando sus heridos y enfermos a cuestas, Cáceres ingresó en triunfo en Tarma en medio de repiques de campanas y rodeado del entusiasmo de sus compatriotas.
El 13 de julio de 1882, por la misma época de los triunfos de Cáceres en el Centro del país, el departamento de Cajamarca fue escenario de la exitosa acción de San Pablo contra una fuerza chilena merodeadora, como clara expresión de la cólera y del hastío del pueblo frente a los abusos del invasor. La desolación que trajo al departamento la operación punitiva chilena que siguió a San Pablo, y las enormes dificultades para contrarrestar la marea destructiva en ese terrible tiempo de desmoralización y de desorden social, estuvieron entre las motivaciones que tuvo Miguel Iglesias para ponerse a la cabeza de una corriente de opinión orientada a buscar la paz con Chile, de la cual —como revela el epistolario de Cáceres— llegó a ser consciente el mismo caudillo ayacuchano. El 31 de agosto de 1882, el mismo día en que Montero hacía su ingreso a la sede del gobierno constitucional en Arequipa luego de permanecer por unos meses en Huaraz, Iglesias lanzó desde su hacienda de Montán, en Cajamarca, un manifiesto donde se mostraba partidario de firmar la paz con Chile para terminar con la ocupación del país. Comenzaron a confluir, de un lado, un estilo de colaboración con los chilenos que en algunos casos asumió la forma de una abierta traición y, de otro, la necesidad cada vez más imperiosa del país vencedor de poner término a una ocupación ya demasiado larga y que empezaba a ser costosa por el agotamiento de los recursos del país luego de más de tres años de guerra. Preocupaba además a los dirigentes chilenos el elemento de incertidumbre que había introducido la inesperada resistencia de Cáceres, al extremo de haberles hecho considerar en agosto de 1882, luego de la precipitada evacuación chilena de la Sierra Central, la posibilidad de un retiro de todas sus fuerzas detrás de la Línea de Sama en el Sur del Perú.
Cáceres se distanció violentamente de Iglesias (a quien alguna vez llegó a llamar «teniente chileno»), y lo responsabilizó de la ruptura de la unidad de los peruanos en torno al gobierno de Arequipa que era, además, el nexo con la aliada República de Bolivia. Desde inicios de 1883, con el propósito de iniciar conversaciones para arribar al ansiado acuerdo político que confirmara las conquistas de Chile en el Sur, el gobierno ese país reconoció al régimen de Cajamarca todavía de manera informal. Luego de unos meses de vacilación, el presidente Domingo Santa María había terminado por convencerse de la utilidad que la actitud de Iglesias tenía para su causa. De hecho, las primeras conversaciones tuvieron como punto de partida la cesión incondicional de Tarapacá a Chile, que Iglesias y sus partidarios aceptaban como precio para obtener la paz.
Las Conferencias de Chorrillos entre los chilenos y los representantes de Iglesias tuvieron lugar en marzo, abril y mayo de 1883, precisamente por los días en que Cáceres ejercía mayor presión con sus fuerzas regulares y guerrilleras en las sierras aledañas a Lima. En febrero, con su lucidez característica, Santa María había expresado, refiriéndose a Cáceres: «ese montonero es el verdadero Arequipa hoy». Con ello quería decir que sus más temibles adversarios eran Cáceres, el Ejército del Centro y sus guerrilleros, y no las fuerzas peruanas acantonadas en la sede del gobierno de Lizardo Montero.
Ayudado indirectamente por la actividad incesante de Cáceres en la Sierra, José Antonio de Lavalle, el representante clave de Iglesias en las negociaciones diplomáticas, consiguió introducir la figura del plebiscito para el caso de Tacna y Arica. Aunque en la forma precaria que dictaban esas terribles circunstancias de derrota nacional, Lavalle pudo así salvar estos territorios de una simple fórmula de venta forzada que el presidente chileno había llegado a exigir antes del comienzo de las negociaciones. A inicios de mayo, en medio de la impaciencia chilena, el primer borrador del futuro tratado de paz fue aprobado por Miguel Iglesias. Entre abril y mayo de 1883, Santa María concentró nerviosamente sus actividades militares en el objetivo de destruir a Cáceres, cuyas debilitadas fuerzas terminaron replegándose a Tarma. Las tropas chilenas recibieron órdenes de acelerar su marcha hacia el interior en cuanto concluyó la cuarta y última de las Conferencias de Chorrillos, el 3 de mayo. Pese a los esfuerzos de sus soldados y guerrilleros para oponerse a la abrumadora «red de hierro» enemiga que empujó al pequeño ejército peruano hacia los departamentos del Norte del país, y luego de la proeza que representó trasmontar la cordillera Blanca en el paso de Llanganuco, Cáceres fue finalmente derrotado en Huamachuco el 10 de julio, donde estuvo a punto de perecer. A raíz del encuentro y de los fusilamientos ordenados por el coronel Alejandro Gorostiaga, el vencedor de la jornada, casi mil nacionales perdieron la vida. El jefe chileno no hacía sino cumplir las órdenes de Lynch, para quien Cáceres y sus valientes soldados eran montoneros, situados al margen de las leyes de la guerra, a los que había simplemente que exterminar. Huamachuco fue una de las más sangrientas batallas de la guerra, y una hecatombe que conmovió a todo el Perú, inclusive a muchos partidarios de Iglesias, el gran adversario nacional de Cáceres en ese momento. En el plano político, el trágico desenlace fortaleció al caudillo cajamarquino y dejó las manos libres a Chile para atacar a Montero en el Sur.
Poco antes del desastre de Huamachuco, el 23 de junio de 1883, mientras el ejército peruano se replegaba entre los grandes nevados de la Cordillera Blanca en Áncash, un Congreso convocado por Montero en Arequipa había dado una ley por la que se autorizaba una negociación de paz con Chile sobre la base de la cesión de Tarapacá.
Con tenacidad inaudita, Cáceres retornó al Centro a fines de ese mismo mes de julio dispuesto a continuar la resistencia. Sorteó una cacería humana llevada a cabo por chilenos y colaboracionistas que casi estuvo a punto de eliminarlo físicamente en Tarmatambo, donde se defendió a tiros de revólver. Desde Ayacucho, el 12 de agosto de 1883, escribió al gobierno de Montero en Arequipa: «…el desastre sufrido, lejos de abatir mi espíritu, ha avivado, si cabe, el fuego de mi entusiasmo». Sin embargo, y pese al intacto dinamismo de sus guerrilleros, no le fue posible rehacer su ejército por la devastación generalizada. Una última expedición chilena encabezada por el coronel Martiniano Urriola había subido a la Sierra Central desde mediados de 1883 con el propósito de obstaculizar una eventual reorganización militar peruana en los departamentos de Junín, Huancavelica y Ayacucho, área considerada por los chilenos, con gran claridad, como el «nidal» de Cáceres.
En otro ámbito, los propios enemigos, admirados del desempeño del Ejército del Centro en la campaña de Huamachuco, se encargaban, paradójicamente, a través de su prensa, de acrecentar la fama del guerrero ayacuchano entre la población peruana. De hecho, a comienzos de agosto, Cáceres había ingresado a su ciudad natal como un héroe. Iba naciendo así, de manera gradual, el líder político de años posteriores.
A inicios de octubre de 1883, presionado por las fuerzas chilenas de Urriola, Cáceres se refugió en Andahuaylas. Poco después, consideró la posibilidad de viajar a Arequipa para coordinar la resistencia con Montero, en medio de la confusión que comenzaba a apoderarse del gobierno. No obstante, ya era tarde. El 20 de octubre de 1883, dos días después de ser reconocido finalmente por Chile, el gobierno de Miguel Iglesias cedió a ese país el rico territorio salitrero del Sur. El Tratado de Ancón recogía esencialmente los acuerdos alcanzados previamente en las Conferencias de Chorrillos. El instrumento era doblemente traumático pues, junto con el territorio, era entregada a Chile, en los hechos, la población nacional de Tarapacá, de antiquísimas raíces históricas asociadas al Perú, a la que se añadían las de Tacna y Arica, cuyos territorios quedaban retenidos por diez años hasta la realización de un plebiscito.
Cuando todavía estaba fresca la tinta del tratado de paz, y liberado del problema militar que representaba Cáceres en el Centro, el presidente Santa María procedió a dar el siguiente paso dentro de su gran esquema geopolítico: la destrucción del gobierno de Arequipa encabezado por Montero, el aislamiento de Bolivia del mar, la liquidación de la unión peruano-boliviana y el descarte definitivo de toda posibilidad de un arreglo de paz que hubiese podido ser realizado a través de la Alianza. Luego de un confuso levantamiento popular arequipeño, que obstaculizó todo intento de contener a la expedición chilena, Montero abandonó la ciudad asediada y, de paso por Puno, alcanzó a delegar el poder en el segundo vicepresidente Andrés A. Cáceres (nombrado en este cargo por el Congreso de Arequipa) antes de refugiarse en Bolivia. El 29 de octubre de 1883, por la noche, una fuerza de 1,300 soldados chilenos inició la ocupación de Arequipa.
En noviembre de 1883, enterado de la caída de Arequipa, Urriola decidió abandonar el escenario de la Sierra Central. Durante gran parte de su retirada, las tropas chilenas fueron hostigadas por los guerrilleros huantinos del terrateniente-coronel (y probablemente primer cacerista) Miguel Lazón. A fines de ese mes, Cáceres abandonó Andahuaylas y retornó a Ayacucho. En esas amargas semanas finales de 1883, golpeado por la noticia de la ocupación de Arequipa, rodeado de un núcleo de militares y civiles incondicionales en medio de una relativa popularidad nacional de Iglesias, Cáceres firmó algunos de sus documentos más célebres, entre los que sobresale la Nota al Honorable Cabildo de Ayacucho, donde se refirió a las causas que habían conducido al desastre nacional y donde elogiaba, en los términos más expresivos, la generosidad y la valentía de sus guerrilleros.
Los últimos días de diciembre de 1883, sostenido por un pequeño ejército de menos de mil hombres y por sus leales fuerzas irregulares indígenas, Cáceres rechazó una oferta de Miguel Iglesias, el «Presidente Regenerador», para deponer las armas y aceptar el tratado de paz con Chile. Este gesto fue el primer anuncio claro de la tormentosa guerra civil que asolaría el Perú en los dos años siguientes. Pese a haber recibido formalmente el poder por parte de Montero, Cáceres decidió por entonces continuar en su viejo cargo de Jefe Superior Político y Militar de los Departamentos del Centro, asociado a sus días de gloria en la lucha contra los chilenos. No obstante, en los hechos, mantuvo su jurisdicción rebelde al régimen de Montán. En la postrera carta que firmó ese año, Cáceres escribió:
«Cuando se ha pasado por Tarapacá y por Huamachuco, no se puede retroceder sin mengua: no quiero profanar con mis plantas, en ese extraño retroceso, las cenizas de tantas víctimas augustas, ni empañar con una monstruosa deserción las glorias que he podido conquistar para mi patria en sus desgracias».
Difícilmente podía imaginarse una situación más dura para la República: estaban acabadas las esperanzas de una resistencia efectiva, gran parte de las zonas más desarrolladas del país, sobre todo de la Costa, permanecían ocupadas por los invasores sin perspectivas de retiro inmediato, y un gigantesco desorden social dominaba el interior. Para empeorar cosas, comenzaban a asomar sobre el Perú los negros nubarrones de una confrontación civil.
Los desastres de la guerra, la destrucción del país y el pavoroso espectáculo de la división entre los peruanos, habían desencadenado en Andrés A. Cáceres, hacia fines de la Campaña de la Sierra, como se dijo antes, una reflexión sobre los orígenes de la derrota. En general, en sus diversos escritos de los años 1882 y 1883, Cáceres se refirió a algunos de los problemas centrales del país, entre los que destacaban la miopía partidista, la marginación y la explotación de las poblaciones campesinas, y la necesidad de afianzar un sentido más nacional, sobre todo en las «clases directoras de la sociedad». Las cartas y documentos oficiales suscritos por Cáceres en esa época dejan sentir, entre líneas, la inevitable comparación entre el orgulloso Perú de la preguerra, heredero del Virreinato y de las glorias del tiempo del Libertador Castilla y del 2 de mayo, y el país desolado, destruido y anarquizado de finales del conflicto. No obstante, sobre este lúgubre telón de fondo, resplandecen en los textos del general ayacuchano su patriotismo, su valentía y su indudable abnegación. También se perfilan en esas páginas las personalidades de los valerosos civiles que siguieron a Cáceres, así como el heroísmo de sus jefes, oficiales, soldados y guerrilleros, representantes todos ellos de los más diversos sectores sociales del país, unidos en una misma causa nacional, combatiendo sin cesar a los invasores entre los abismos de los Andes
(En su versión inicial, ligeramente distinta de la presente, este texto fue publicado como capítulo primero del libro Andrés A. Cáceres y la Campaña de la Breña (1882-1883). Lima: Asamblea Nacional de Rectores, diciembre de 2006 pp. 35-42. Los textos en itálicas corresponden a palabras de Cáceres.)
Nota del general Andrés A. Cáceres al Honorable Cabildo de Ayacucho
“Ayacucho, Noviembre 29 de 1883
Honorable Cabildo:
Esta Jefatura Superior ha tenido la patriótica satisfacción de recibir el oficio colectivo de ese Honorable Cabildo de fecha 20 de los corrientes.
Cuando todo el país es desmoralización i desconcierto; cuando la ruina de nuestras instituciones no reconoce otra causa que la falta absoluta del sentido moral; cuando los grandes móviles sociales han desaparecido ante el empuje de los innobles propósitos i de los mezquinos i personales intereses, es ciertamente consolador i de fecunda enseñanza el glorioso contraste que ofrecen el pueblo de Acostambo i los demás del Centro de la República levantándose con toda la altivez de la dignidad nacional herida pero no humillada, con toda la desesperación del patriotismo que no se detiene ni ante el sacrificio, resueltos a morir combatiendo contra los enemigos de fuera i de dentro del Perú.
La resistencia que hasta el último instante hacen los pueblos por salvar la integridad i el honor nacional merecerá un lugar en las pájinas [sic] brillantes de la historia del Perú, así como ha merecido ya el aplauso i la admiración sincera del mundo, cuyo alto criterio no juzga de las causas humanas por el éxito que tienen sino por la justicia que defienden.
En el trájico [sic] poema de nuestra guerra de cuatro años, los que mantenemos nuestra mente i nuestro corazón, tenemos forzosamente que desprender esta verdad que implica el remedio de nuestra rejeneración [sic] en el porvenir.
Dos clases de elementos ha contado el Perú en la lucha sangrienta a que Chile lo provocara. El elemento de los capitalistas i el de los audaces: compuesto el primero de comerciantes enriquecidos con la fortuna pública, i el segundo de empleados civiles i militares sin talento i sin carácter encumbrados por su propia miseria a la sombra de revoluciones injustificables que han desmoralizado la República.
Con bases tan efímeras, con medios de acción tan nulos, el resultado de la contienda tenía que ser fatalmente el que ha sido: una serie de derrotas ignominiosas i de estériles sacrificios individuales que sirven como de puntos luminosos en la oscura noche de nuestros infortunios sin ejemplo.
Mas cuando el vigor del patriotismo parecía haberse extinguido por completo; cuando el hundimiento del Perú amenazaba revestir los oprobiosos caracteres de la cobardía, entonces las grandes virtudes cívicas que no existían en las clases directoras de la sociedad reaparecen con más prestijio [sic] i esplendor que nunca en el corazón generoso de los pueblos, de esos mismos pueblos a quienes se titulaba masas inconscientes i a los que menospreciaban siempre, haciendo gravitar sobre ellos en la época de la paz los horrores del pauperismo i la ignorancia, i en el de la guerra los sacrificios i la sangre.
Por mi parte, jamás olvidaré esta lección que puede calificarse de providencial, i desde cualquier punto en que me arroje el destino, tendré una palabra de aplauso i un sentimiento de admiración para los pueblos del Centro i especialmente para el distrito de Acostambo que tantas pruebas de grandeza i valor ha dado en estos últimos años.
Reciba el Honorable Cabildo la expresión de mis respetos i del profundo dolor que esperimento [sic] por las nuevas víctimas de la guerra en esa comunidad, i tenga en todo caso presente que el sacrificio de hoy ha de ser la gloria de mañana.
ANDRÉS A. CÁCERES.
Al Honorable Cabildo de Ayacucho”.
(Fuente: Pascual Ahumada Moreno, Guerra del Pacífico. Recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia (tomo VIII). Valparaíso: Imprenta de la Librería del Mercurio de Recaredo S. Tornero. 1891, p. 329. Véase también el diario limeño La Prensa Libre del martes 1 de enero de 1884 (p. 2). Esta última fuente peruana menciona que el documento fue publicado originalmente en el periódico El Perú de Ayacucho. La versión aquí reproducida respeta la ortografía del siglo XIX. Debido a un aparente error de las primeras reproducciones periodísticas, referido a la exactitud de su título, es probable que esta célebre Nota de Cáceres haya sido dirigida, en realidad, al Honorable Cabildo de Acostambo.)
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