La revolución encabezada por el líder aprista Ricardo Revilla tuvo lugar en la ciudad de Cajamarca el 6 de enero de 1935.
A mediados de los años treinta, el mundo vivía inmerso en una atmósfera de violencia, de radicalismo ideológico y de intolerancia. La guerra civil estaba a punto de estallar en España y tiranías de diverso signo dominaban por doquier. En muchos lugares, fascistas, liberales, comunistas, socialistas y anarquistas luchaban entre sí con odio y apasionamiento por conseguir el poder.
El Perú no era ajeno a este ambiente de conmoción universal. A diferencia del partido de nuestros días, el APRA de los años treinta era una extraña combinación de elementos antiguos y modernos: caudillismo y fervor de masas, retórica marxista, acciones de fuerza que recordaban al anarquismo europeo y un vigoroso catolicismo popular crítico de la alta jerarquía religiosa del país. En su cúpula se encontraban jóvenes de las clases altas y medias pero también líderes obreros como el legendario Manuel Arévalo. En muchos sentidos, el APRA era heredera del radicalismo decimonómico de Manuel González Prada, con su énfasis en la depuración de las instituciones políticas, en la lucha contra la corrupción, y en la necesidad de integrar a todos los peruanos en un proyecto común, más allá del molde elitista que había caracterizado a la política peruana hasta entonces. De otro lado, pese a haber abrevado del marxismo doctrinario europeo, el partido aprista marcó, desde el comienzo, su distancia frente al stalinismo.
Los enemigos del APRA eran «la casta» (la oligarquía), sus «perros guardianes» (los militares) y los fascistas criollos de camisa de negra, copia del molde italiano de moda. El líder del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, vivía entonces en la clandestinidad, huyendo de los «soplones» del carnicero Damián Mústiga, jefe de los servicios de inteligencia del «general presidente» Oscar R. Benavides. Muchos líderes apristas y comunistas estaban en el exilio, particularmente en Chile y en la Argentina, y otros poblaban las cárceles del país. Oficialmente, el APRA llegó a ser un partido «internacional» o «marxista», fuera de la ley y, consecuentemente, puesto al margen de cualquier proceso electoral. En verdad, el APRA era, de lejos, el más grande partido de masas del Perú, tan hostil a la Internacional Comunista de la época como a los oligarcas y «cachacos» locales que enfrentaba día a día.
En esos días, para muchas personas ilustradas y con sentido social, era bueno y hasta casi natural ser aprista. Además del bloqueo sistemático de toda forma de elección limpia y abierta, los dirigentes apristas destacaban siempre el hecho (verificable a simple vista) de que unas pocas decenas de familias y de empresas extranjeras eran, literalmente, dueñas del Perú. En sus orígenes, el APRA no fue sino un esfuerzo de las incipientes clases medias —en especial del Norte— de lograr un espacio político y de modernización económica y democrática en ese Perú todavía decimonónico y civilista. De otro lado, las simpatías que por este partido asomaban con claridad entre suboficiales y rasos de las fuerzas armadas, atemorizaron y unieron, en tenaz alianza, a los jefes militares, al alto clero y a la oligarquía contra el «apro-comunismo».
La tradición familiar
Las que con el tiempo serían las dos ramas de mi familia vivían entonces en el departamento de Cajamarca, en dos bandos opuestos, dentro de un país ferozmente polarizado entre apristas y antiapristas. Mi familia paterna, los Pereyra, eran notoriamente adversos al APRA. Mi abuelo Emiliano no era un oligarca o un gamonal-terrateniente. Era, más bien, un comerciante, dueño de un establecimiento conocido en la ciudad de Cajamarca. Fue el introductor, en la Sierra Norte del país, de los vistosos equipos de sonido RCA Victor que entonces usaban pesados discos de acetato. Mi abuelo era, sin lugar a dudas, rara avis en el universo semifeudal y absolutamente parroquiano y provincial de la Cajamarca de entonces. No obstante, por ser amante de la estabilidad, y por su buena posición económica y social, era claramente un hombre del sistema. En cambio, mi familia materna, especialmente los Malpica, propietarios de la hacienda “Los Negritos”, en Hualgayoc, eran abiertos partidarios de la agrupación proscrita. Fanáticos o místicos, según el cristal con que se mire: extraños y atípicos terratenientes radicalizados y anticlericales, cuyas mujeres, sin embargo, rezaban a la Virgen y a los Santos con gran devoción. Sobresalía entre ellos mi tío abuelo Carlos Malpica Rivarola, quien era entonces un joven que no llegaba a los treinta años. Por otro lado, mi abuelo materno Andrés Plasencia Saldaña era juez y, en teoría, integrante del estado antiaprista, pero sus simpatías y su admiración se inclinaban secretamente por la doctrina aprista, por su líder perseguido y por los «mártires» del partido, fusilados o desaparecidos en las ruinas trujillanas de Chan Chan y en las serranías del Norte desde comienzos de los treintas.
Cuando tuvo lugar la revolución del líder aprista Revilla en 1935, mi padre tenía cinco años y mi madre cuatro. Ambos estaban en la ciudad de Cajamarca con sus respectivas familias, a pocas cuadras de distancia uno del otro, sin saber que algún día se casarían.
Tiempos violentos
Mi abuelo Emiliano Pereyra Muñoz era conservador. Encontré una vez el borrador de una carta que le dirigió por esos años José de la Riva-Agüero, instándolo, según se deduce de su fraseo, a unirse a la convergencia antiaprista. No obstante, en una ciudad tan pequeña como era la Cajamarca de los años treinta, mi abuelo tenía inevitablemente algunos amigos apristas, entre ellos, Nazario Chávez Aliaga quien era, además, su compadre. En una ocasión, Chávez Aliaga fue alojado en la casa de mi abuelo, acompañado por dos amigos. Mi padre recuerda cómo los tres compañeros colgaban en un perchero sus cintos, con sus respectivos revólveres y balas, al entrar al comedor. Era la única condición que mi abuelo había puesto a sus amigos apristas para que lo visitaran en su casa.
Tragos de aguardiente en los Baños del Inca
Mi tío Juan Pereyra, hermano mayor de mi padre, me contó una vez que, pese a la posición política de su familia, él era muy amigo de Revilla, el líder aprista. «Lo encontré de casualidad en la mañana de la revolución en los Baños del Inca. Estaba tomando aguardiente con varios de sus compañeros apristas. Me dijo: “Juanito, anda a tu casa, no salgas y no hagas preguntas”».
Fue la última vez que mi tío Juan vio con vida a su amigo Revilla.
Un niño impaciente se asoma para ver la revolución
Seguramente —no lo he podido reconstruir con claridad— Revilla comenzó su levantamiento donde solían iniciarse todas las insurrecciones y motines de la época: tratando de tomar el cuartel o la estación policial de la ciudad. No obstante, algo falló y los tiros y los gritos se generalizaron. En el segundo piso de su casa, el niño Hugo Pereyra Sánchez y su madre, Rosaura, comenzaron a oír, cerca de las dos de la tarde de ese domingo, las detonaciones y los silbidos de las balas. A mi padre, el pequeño Hugo de cinco años, lo abrasaba la curiosidad. Debido a su insistencia, y pese al tiroteo, mi abuela aceptó, a regañadientes, asomarlo por el balcón durante unos pocos segundos. En ese fugaz vistazo, mi padre recuerda haber topado su mirada con dos personajes que marchaban rápido por la calle, ambos con mandil blanco y con una cruz roja en el brazo, llevando en su camilla a un herido. Mi padre reconoció en uno de ellos a un amigo de su hermano Emiliano, un joven de pelo rubio ensortijado de apellido Silva Mejía. Demás está decir que si una bala hubiera acertado en la cabeza de ese niño asomado por el balcón, yo no estaría escribiendo ahora estas líneas.
La bala que casi mata a mi abuela Isabel
Mi madre y mi abuela, Isabel Malpica Rivarola, pasaban una temporada en la ciudad de Cajamarca, alojadas en la casa de la familia Becerra, antiguos propietarios de la hacienda «Los Negritos». Allí reinaban, con mayor razón, la exaltación y la angustia: siendo un levantamiento aprista, más de un familiar tenía que estar involucrado. En ese momento, ya pasadas las doce del día, mi abuela Isabel y su medio hermano Augusto consideraron prudente no salir a la calle en busca de noticias y permanecieron en el umbral de la puerta, al final de un pasadizo profundo que conectaba con la calle. Desde esta posición, podían ver y sentir el caos que reinaba en la ciudad. De pronto, frente a ellos, en la boca del pasadizo que daba a la calle, un soldado se detuvo bruscamente, vio a mi abuela y a su hermano parados en la puerta, levantó su fusil y les disparó. Todo ocurrió tan rápido que los hermanos no tuvieron tiempo para reaccionar. La bala había pasado entre ambos.
Revilla agoniza
Casi por ese mismo momento del día, Angelita, criada de mi abuela Isabel, que había salido a recoger agua, tuvo la oportunidad de contemplar, de manera totalmente casual, un espectáculo trágico: dos militares arrastraban a Revilla de los brazos por la calle, ya muerto o agonizante, como si fuera un muñeco de trapo. Había fracasado la revolución en la ciudad de Cajamarca ese 6 de enero de 1935.
La toma de Chota
Pocos días después, en otra parte de la región cajamarquina, en el pueblo de Chota, tenía lugar un desenlace totalmente distinto en la historia del levantamiento aprista del departamento. La tradición de mi familia, corroborada por otros testimonios, es muy precisa: armado con un revólver, mi tío abuelo Carlos Malpica Rivarola entró solo al local del destacamento policial de la localidad, y redujo a los guardias sin disparar un tiro. Tomó Chota durante algunas horas para la revolución aprista, se apoderó de las armas y se retiró. El fracaso de la insurrección en la capital del departamento convirtió esta hazaña en un esfuerzo inútil. Desde entonces, hasta mediados de los años cuarenta, mi tío Carlos prácticamente desapareció. Varias veces los «soplones» —policías reclutados entre el hampa— irrumpieron sorpresivamente en la casa hacienda de los Malpica. Nunca encontraron, por entonces, ni al joven líder perseguido, ni descubrieron los ejemplares del periódico Chan Chan, que permanecían escondidos debajo de los tablones de la sala.
Habla La Tribuna clandestina
La «edición extraordinaria clandestina de protesta» de La Tribuna, fechada en Lima, el 25 de enero de 1935, decía lo siguiente:
La revolución de Cajamarca, que continúa en Cutervo y en Chota, ha venido a desmentir una vez más las afirmaciones del gobierno que declara diariamente que «la república está totalmente tranquila». Nosotros hemos dicho y repetimos que esto no es cierto. El Perú está en revolución. Junín, Ayacucho, Huancavelica y Cajamarca, después de los asaltos victoriosos, mantienen una parte de cada departamento en rebelión. Mientras tanto, el bien cebado general presidente, no hace sino provocar más y más a la Nación entera (…) Cajamarca ha insurgido en defensa de las libertades públicas atropelladas por la Tiranía (…) Los cien valientes apristas se apoderaron del cuartel de la Guardia Civil a la 1 de la tarde con la ayuda de varios números de ese cuerpo y de la policía. El objeto del golpe, tomar doscientos fusiles, se obtuvo. En la refriega murió el Jefe aprista c. Revilla, quien valerosamente dirigió el asalto. Cayeron con él ocho, pero los doscientos fusiles están ahora en Chota y Cutervo, provincias que se hallan sublevadas (…) La revolución continúa, pues, en el departamento de Cajamarca (…) El Perú sojuzgado por el Civilismo, va insurgiendo, provincia por provincia.»
La oligarquía
Con los medios de prensa totalmente bajo su control, el gobierno oligárquico-militar ocultó, y posteriormente ahogó en la memoria colectiva, la realidad y el recuerdo del levantamiento de Revilla. Para el diario El Comercio de la familia Miró Quesada, poco o nada estaba sucediendo en el interior del país. Aunque triunfante en 1935, como lo había sido desde comienzos de siglo contra toda amenaza a su hegemonía y, posteriormente, hasta los años cincuenta, la oligarquía peruana —rígida como pocas en América Latina— comenzó a morir naturalmente, sin pena ni gloria, desde el golpe militar izquierdista de 1968. Hoy día, sus hijos y nietos, muchos de ellos empobrecidos, o por lo menos irrelevantes en asuntos de política, deambulan por Lima añorando los viejos tiempos de gloria del club Nacional y del Hotel Bolívar.
Final
Mi tío abuelo Carlos Malpica Rivarola, el protagonista de la toma de Chota, falleció de cáncer casi cincuenta años después de su hazaña en ese pequeño pueblo de la Sierra peruana. En el marco de una vida política difícil que lo condujo en los cuarentas al encarcelamiento en la isla penal de El Frontón, al horror de la represión, de la tuberculosis y de los culatazos, y al exilio en Guatemala, llegó a ser, no obstante, alto dirigente del APRA, dos veces alcalde de Cajamarca y Presidente de la Cámara de Senadores.
Murió pobre, en 1985, en un hospital del Estado.