UNA REVISIÓN HISTORIOGRÁFICA DE LA EJECUCIÓN DEL GUERRILLERO TOMÁS LAYMES*
sociedad india durante las guerras de la independencia. Nosotros pensamos que esta participación de la sociedad india campesina tanto en una como en otra de las dos grandes guerras peruanas fue sin duda tan variada como las situaciones concretas locales en las cuales se encontraban los indios campesinos en esas épocas. Por este hecho nos parece pues imposible generalizar tal o cual comportamiento a toda la sociedad india campesina cuando ésta presentaba ya, por un lado, una heterogeneidad cierta y que, por otro lado, se encontraba a menudo en situaciones concretas muy diferentes”.
Patrick Husson. De la guerra a la rebelión (Huanta, siglo XIX), 1992.
Introducción
Este artículo busca hacer una revisión del caso de la ejecución del guerrillero (1) Tomás Laymes en julio de 1882, como tema central dentro de una reflexión mayor sobre el origen y las formas del nacionalismo campesino a fines de la Guerra del Pacífico. En un marco aún más amplio, el trabajo podría inscribirse dentro de los esfuerzos que actualmente se orientan a hacer un tratamiento más detallado de ciertos temas polémicos de este conflicto internacional.
Esta revisión buscará fundamentarse en la trascripción y ubicación en contexto de un conjunto de referencias claves extraídas esencialmente de fuentes de la época. En general, la presente investigación ha puesto énfasis en la utilización de este tipo de documentos, tanto peruanos como chilenos. Dos de ellos, de corta extensión, pero muy relevantes para apreciar la realidad (o de la ausencia) de manifestaciones nacionalistas por parte de los campesinos a fines del conflicto han sido transcritos completos al final del presente trabajo. Se trata de dos textos breves suscritos por Cáceres en noviembre y diciembre de 1883, que ilustran sobre el carácter poco uniforme que revistió la lucha de los guerrilleros indígenas, particularmente en lo que se refiere a sus distintas motivaciones y a los elementos causales estructurales enraizados en las situaciones locales.
Cabe resaltar la importancia que ha tenido la consulta de materiales de prensa de Lima de la época, en especial el Diario Oficial, La Situación y El Comercio. Los dos primeros fueron redactados por periodistas y funcionarios chilenos de tiempos de la ocupación de Lima. También ha sido utilizado el periódico La Bolsa de Arequipa. De importancia aún mayor ha sido la lectura de los documentos suscritos por Cáceres que fueron difundidos (con muy buen criterio) en versión facsimilar por la Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú en el libro Cáceres: conductor nacional (1984).
El autor considera que gran parte de los desenfoques historiográficos suelen asentarse como producto de la repetición y combinación de conclusiones que han sido tomadas de un conjunto restringido de trabajos de investigación sobre un tema concreto. A nuestro entender, ello viene ocurriendo desde hace un tiempo con el episodio de la ejecución del guerrillero Laymes en 1884. El hecho de acudir a las fuentes de la época con el propósito de releerlas es un sano recurso para abrir nuevas vías que hagan posible acercarse a viejos problemas que han sido resueltos sólo en apariencia. De otro lado, al margen de la evidente importancia de poner en contexto, interpretar adecuadamente, y apreciar el trasfondo de un texto de la época, ello debe realizarse sin forzar su contenido. El significado explícito de un documento, tal como fue expresado por su autor o autores, no tiene necesariamente que ser desechado como falso. Además, si no se hace con rigor, el hecho de parafrasear un texto de la época puede llevar a traicionar su sentido exacto. Estos son los lineamientos bajo los cuales nos aproximaremos al estudio del caso Laymes.
La revisión propuesta ha sido planteada de acuerdo con el espíritu de procurar situar a los actores sociales en los contextos concretos en los que debieron desenvolverse. Según esta aproximación, nos alejaremos de la literatura histórica de corte nacionalista o extremista y, en general, de toda tendencia que busque idealizar o romantizar a ciertos autores y grupos sociales. De muchas formas, esta perniciosa tendencia ha alcanzado por igual, en el pasado, a personajes como Andrés A. Cáceres (tomado como modelo institucional militar), y a las poblaciones andinas organizadas como fuerzas guerrilleras (consideradas como representantes del país auténtico y real, en perpetua sujeción al poder y a la opresión del estado republicano). Pocas actitudes han hecho (o hacen) más daño al trabajo historiográfico que la excesiva tendencia a esquematizar los comportamientos de ciertos personajes o grupos humanos o (en extremos verdaderamente graves) incluso a caer en el maniqueísmo. Todos los actores sociales e individuales tienen luces y sombras.
Veamos a continuación algunos antecedentes historiográficos relativamente recientes que pueden ser relevantes para el estudio del tema propuesto. En la época de la conmemoración de los centenarios del inicio de la Guerra del Pacífico (abril de 1879) y de las acciones militares de Marcavalle, Pucará y Concepción durante la llamada Campaña de La Breña (julio de 1882), la historiografía peruana y extranjera profundizó en distintos aspectos de la historia social y económica del conflicto, tanto en lo que se refiere al proceso mismo, como a sus antecedentes y consecuencias. Entre los historiadores que plantearon enfoques novedosos sobre el tema podría mencionarse a Heraclio Bonilla quien, en julio y diciembre de 1979, precisamente el año del centenario del comienzo del conflicto, publicó la nota A propósito de la Guerra con Chile y el artículo El problema nacional y colonial en el contexto de la Guerra del Pacífico (2). Como puede apreciarse de la lectura de ambos textos, que ya son analizables con cierta perspectiva, se trataba de trabajos que sin duda enriquecieron un panorama donde había abundado negativamente la literatura histórica de efemérides militares y que, en el mejor de los casos, salvo algunas notables excepciones, concentraba únicamente su atención en enfoques de historia política sin ahondar en los numerosos aspectos de la vida social de la época. Se trató, en general, de toda una generación de jóvenes investigadores que comenzaron a leer las fuentes primarias de la guerra con ojos de historiadores de la sociedad y de la economía. Entre los aspectos que llamaban su atención, podrían citarse, como ejemplos, las actitudes y comportamientos de la población china que trabajaba en las haciendas de la costa, y la compleja participación de los campesinos en el conflicto. Jorge Basadre no ahondó en muchos temas de historia social y económica pero, junto con un notable enfoque político, avanzó en aspectos tales como las conexiones internacionales y el tratamiento de la noción de Patria durante la guerra. La historiografía renovadora amplió considerablemente el campo de visión de los temas de la guerra y de los tiempos precedentes y posteriores, y mostró muchas divergencias con los enfoques llamados (no siempre en forma exacta) tradicionales del conflicto. También comenzaron a tener lugar debates en el seno mismo de la nueva historiografía, debido probablemente al carácter apasionado, excesivamente generalizador, e incluso prejuicioso, de muchas de las afirmaciones que se hicieron. Algunas de estas polémicas, las más de ellas totalmente informales, como la que giró en torno a la naturaleza expoliadora o positiva del Contrato Grace —esta vez en el ámbito específico de la historia económica— parecen haber sido ya esencialmente resueltas.
Una decantación semejante no se ha producido, ni de lejos, en el tema de la participación campesina durante la Guerra del Pacífico. Consciente o intuitivamente, todos los historiadores que han estudiado la movilización que el general Andrés A. Cáceres hizo de los campesinos como pilar esencial de la resistencia en la sierra contra los invasores chilenos (1881-1884), han sentido que este proceso rompía con muchos moldes del pasado. Se trataba, en efecto, de algo mucho más complejo que rebeliones como la de Huancané en 1866-1867 (Larson 2002: 110), que las tradicionales levas de campesinos, o que la participación de este sector de la sociedad en los conflictos locales que precedieron a la guerra con Chile. Un general serrano blanco, que arengaba en quechua a sus soldados y campesinos movilizados iniciaba una guerra novedosa que, sobre la base de un gran conocimiento del terreno, combinaba la acción conjunta de un pequeño ejército regular con la actividad de miles de guerrilleros indígenas (3).
Existe cierta coincidencia entre los investigadores, ratificada constantemente por las fuentes, sobre el origen de la participación campesina en la campaña de La Breña. La causa fundamental parece haber sido el tipo de guerra de exterminio que comenzaron a hacer las expediciones chilenas que ingresaron a la sierra a partir de la expedición del comandante Ambrosio Letelier, que tuvo lugar entre abril y julio de 1881 (Bulnes 1955 [1911-1919]: 20-25). Haciendo probablemente eco de Jorge Guillermo Leguía (1939: 31-32) y de otros autores, Manrique (1981: 106 y s.) ha señalado que los oficiales de Chile, así como la parte profesional de la tropa de ese país, habían hecho su entrenamiento militar previo en el sur, actuando contra los “indios bravos” araucanos, en enfrentamientos caracterizados por el saqueo y hasta el exterminio de los oponentes. El más famoso de los jefes chilenos que se enfrentó a Cáceres, el coronel Estanislao del Canto (1840-1923), comenzó su carrera militar en las campañas de “pacificación de la Araucanía” (Frías Valenzuela: 397). Los oficiales chilenos eran expertos en este tipo de guerra de arrasamiento e identificaron equivocadamente, por simple percepción superficial, a los laboriosos y por lo general pacíficos indios peruanos con los levantiscos mapuches de la frontera sur de Chile. Se trató de un error cuyas consecuencias políticas y militares generaron más de un problema a la causa de los invasores. La brutalidad de las incursiones chilenas, acompañada de la constante exigencia de doncellas (un elemento constante que repiten las fuentes de la época y que seguramente se remontaba también a las tradiciones de las guerras mapuches), hizo comprender a los campesinos que se estaban enfrentando a una amenaza sin precedentes. Así se explica claramente que muchos de ellos consideraran a Cáceres y a su Ejército del Centro como protectores o, en todo caso, como aliados en la lucha contra un enemigo común.
Aparte del origen, mucho más difícil resulta precisar la naturaleza de la participación campesina durante la campaña de la sierra, así como el tratamiento de la aparición de varias formas de nacionalismo dentro de este sector, tema general del presente trabajo, aparte del asunto focal referido a la ejecución de Laymes. Gran parte de las discrepancias sobre el fenómeno del nacionalismo campesino fueron mencionadas en el artículo de Bonilla El campesinado indígena y el Perú en el contexto de la Guerra con Chile (Bonilla 1990). Planteemos ahora las preguntas que consideramos esenciales: ¿fueron guerrilleros que defendían el terruño como su Patria, con un patriotismo incluso más sincero que el de muchos terratenientes?, ¿comenzaban a creer en algo más grande que la simple patria chica de sus pueblos y comunidades o fueron sólo desencadenadores de feroces odios de raza?, ¿qué unió a los guerrilleros y a Cáceres?, ¿cuál fue el peso de los orígenes regionales y de las situaciones locales de los guerrilleros en el tipo de su participación en la guerra?, ¿dio Cáceres la espalda a sus guerrilleros al terminar la Guerra del Pacífico?
Intentemos reconstruir ahora el episodio focal de este trabajo, vale decir, la ejecución de Laymes en julio 1884. En la medida de que ello sea posible, esta reconstrucción será hecha utilizando fuentes de la época.
1. La ejecución del guerrillero Tomás Laymes
“…ni suscribo la tesis según la cual «los grandes hombres son casi
invariablemente hombres perversos»” (Carr 1972: 72).
A las cuatro de la tarde del jueves 2 de julio de 1884, el guerrillero Tomás Laymes y tres de sus subordinados fueron fusilados en la plaza de Huamanmarca de la ciudad de Huancayo. La ejecución fue hecha de acuerdo a la sentencia emitida por un tribunal militar que contó con la aprobación de Cáceres. Laymes había venido operando como comandante de las montoneras de los pueblos de Chongos Alto, Carhuacallán, Huasicancha, Vilca, Calca y Putaca, “todos pertenecientes a la provincia de Huancayo” (4). El desenlace contrastaba notoriamente con el tenor de un oficio que Cáceres había dirigido desde Ayacucho, con fecha 28 de febrero de 1884, al comandante militar de la zona occidental de Huancayo, Tomás Bastidas, donde decía que el jefe de los guerrilleros de Chongos Altos (probablemente Laymes o un subordinado suyo) le había informado que Bastidas amenazaba con desarmar y ejercer hostilidad contra ellos. Cáceres ordenaba a Bastidas que se abstuviera de “fomentar cualquier rencilla entre los guerrilleros” y que, en su calidad de comandante militar, les hiciera “comprender los verdaderos e importantes fines de la institución guerrillera” (5). Esta actitud de Cáceres cambió bruscamente el 26 de junio cuando, ya desde Huancayo, dirigió al mismo Bastidas (y a otros jefes) un oficio circular impreso, aunque con su firma de puño y letra, donde informaba sobre la “prisión y sometimiento a juicio de los Jefes de guerrillas D. Tomás Laymes, Faustino Vílches y Gaspar Santistevan”. Este oficio, dirigido principalmente a los guerrilleros que habían combatido en “Marcavalle y Concepción contra las fuerzas de Chile, en nombre y para prestigio del Perú”, decía en su parte central lo siguiente:
“Desde hace mucho tiempo ha venido recibiendo este Despacho repetidos partes de crímenes y escándalos de todo género perpetrados por el referido Laymes y sus Tenientes.
Estos individuos, olvidando la noble misión que debían desempeñar en los pueblos y lejos de servir de garantía a la vida y a la propiedad de los vecinos, lo han atropellado todo, cometiendo asesinatos alevosos, incendiando y saqueando poblaciones enteras y ejercitando bárbaras venganzas personales.
La monstruosidad misma de los crímenes que se me denunciaban, me hacía dudar de ellos, y me contrajo a reunir todas la piezas de acusación contra Laymes investigando por conductos respetables la verdad de las cosas.
Existían ya estos antecedentes, cuando el referido Laymes alentado, sin duda, por la impunidad en que quedaban sus delitos, llevó su audacia hasta desobedecer las órdenes que en repetidas ocasiones le impartí y romper salvo-conductos que llevaban mi firma; agregando a su desobediencia palabras irrespetuosas que ponían de manifiesto sus hábitos de indisciplina y sus propósitos de sedición.
Ante una conducta tan reprobable que tendía a desmoralizar los pueblos y a bastardear el objeto de la noble institución de las guerrillas que tantos días de gloria han conquistado para el Perú, he ordenado [la prisión] y sometimiento a juicio de Laymes, Vilches y Santiste[van] [roto] además todas las medidas conducentes a prevenir desórdenes en las fuerzas [roto].
Es tiempo ya de que la justicia ejerza su imperio sobre todos: lo mismo para el rico [roto: ¿que?] [pa]ra el pobre; para el Jefe como para el subalterno.
Los guerrilleros no son una horda de bandoleros sin ley y sin respeto a la autoridad. Ellos son los ciudadanos armados en defensa de los más santo y más noble que pueda existir en una sociedad civilizada; el honor de la Patria, el derecho de propiedad y la vida del hombre.
Manifestar propósitos contrarios como lo han hecho Laymes y sus tenientes, es presentarse como una turba sin Dios, sin Patria y sin conciencia, entregada al torrente devastador de todas las malas pasiones” (6).
Cáceres suscribía este oficio (7) a Bastidas y a otros jefes guerrilleros apenas veinte días después de haberse dirigido por escrito al jefe de las fuerzas chilenas de Jauja reconociendo el Tratado de Ancón como hecho consumado, en alusión a la aprobación de este instrumento por la Asamblea iglesista que tuvo lugar en marzo de 1884 (Basadre 1983 t. VII: 5 y s.).
Muy poco tiempo antes de su oficio del 6 de junio al jefe chileno, en un día no precisado del mes anterior, Cáceres había ingresado a Huancayo en viaje desde sus acantonamientos de Ayacucho, atravesando líneas de guerrilleros en armas y en medio de una gran tensión que reinaba en esa ciudad y en todo el departamento de Junín, en general. Según los comentarios del corresponsal de El Comercio, Manuel A. Ferrandis, y otras informaciones aparecidas posteriormente en este periódico, ello se debía a que los “guerrilleros de los pueblos vecinos” comandados por el “sanguinario caudillo” Tomás Laymes, habían tratado de saquear Huancayo aprovechando la retirada de los chilenos. Según el citado corresponsal, los guerrilleros habían abrigado este propósito “durante seis meses”, vale decir desde diciembre de 1883 (8).
Según otras fuentes, los últimos meses de 1883 fueron de particular violencia campesina en la Sierra Central y en otras áreas del Perú entre las que cabe citar a los valles de Santa y Cañete (9). Como explicación de esta “amenaza de convulsiones sociales”, en el caso del centro, Ferrandis decía que “todos estos pueblos habrían buscado en la venganza una compensación a las exacciones de que han sido víctimas durante la invasión chilena” (10).
El ingreso de Cáceres en Huancayo había sido precedido en pocos días, probablemente también en mayo, por el de su secretario, el coronel Arturo Morales Toledo. Acompañado de una pequeña escolta, y pese a la “actitud hostil” de los guerrilleros, este alto oficial se había presentado al jefe de ellos, concentrados en Quebrada Honda (a legua y media de Huancayo), “exigiendo se retirasen a sus pueblos” e impidiendo así los desbordes sociales (11). Hay fuertes indicios de que el interlocutor de Morales Toledo haya sido el propio Laymes quien, durante el juicio que se le comenzó en junio de 1884 declaró que “habría saqueado la ciudad de Huancayo a no impedírselo la actitud resuelta de la juventud de esta ciudad y también la oportuna llegada del ejército del general Cáceres, sucesos que le impidieron castigar severamente a los argollistas” (12). Este último término era usado repetidamente por los guerrilleros para referirse a los que colaboraban con los chilenos, aunque para esa época ya había sido generalizado por los guerrilleros más belicosos a la totalidad de los sectores blancos y urbanos, fuesen colaboracionistas o no. Con estos antecedentes, el 25 de junio de 1884 (el día anterior a la difusión del ya citado oficio circular de Cáceres sobre el caso) Laymes ingresó a Huancayo por orden de Cáceres “al mando de mil quinientos indios más o menos […] la cuarta parte con rifles de precisión y el resto con lanzas o chuzos, entre ellos doscientos bien montados”. Una vez efectuado el acuartelamiento de esta tropa, Laymes y sus lugartenientes fueron reducidos a prisión por sorpresa (13). Interesa conocer ahora quién había sido Laymes, y cuál fue el camino que lo condujo hacia su cruento final.
2. La trayectoria de Laymes
¿Cómo era Laymes y cuáles eran sus señas generales de identidad? El reporte periodístico de su ejecución, publicado el 19 de julio de 1884 en el diario El Comercio de Lima, que tiene todas las trazas de haber sido redactado por un testigo de su juicio y ejecución, describe lo siguiente:
“Presentóse éste ante el jurado, y vimos en él un hombre de regular estatura, musculoso, delgado, lampiño, de color mestizo, ojos pardos, mirada serena, nariz aguileña, boca grande y labios delgados. Tomada la instructiva dijo: (en muy mal castellano) que se llamaba Tomás Laynes [sic], que era natural de la provincia de Huanta, de treinta y un años de edad y casado” (14).
Este testimonio indica que si bien Laymes era en términos de la cultura un campesino pobre, racialmente era sin lugar a dudas un mestizo. De otro lado, Laymes había nacido más al sur, en Huanta, en un espacio socioeconómico diferente (15). Ambos datos son muy interesantes porque, para comenzar, ponen en duda la imagen que lo ha presentado algunas veces como una suerte de héroe popular indio.
Las primeras informaciones más o menos seguras sobre la vida de Laymes se encuentran en las Memorias del comandante José Gabino Esponda, militar de carrera, mestizo del pueblo de Sicaya, quien fue uno de los activos colaboradores de Cáceres en la organización de las guerrillas en tiempos de la segunda incursión chilena a la Sierra Central (febrero-julio 1882). Refiere Esponda en este fragmento que refiere hechos ocurridos entre febrero y marzo de 1882:
“ Inicié la ardua tarea de fomentar guerrillas por los pueblos de Chongos Alto y Huasicancha. En este último hallé al cabo primero Tomás Laimes, quien formara en la primera compañía del batallón «Manco Cápac Nro. 81» en las jornadas de San Juan y Miraflores y el que entusiastamente cooperó conmigo en la formación de las guerrillas” (Esponda 1936: 21-22).
Estas acciones se dinamizaron, y terminaron en un alzamiento general de los pueblos situados en el eje Jauja-Huancayo, particularmente luego de la emboscada con galgas de Sierralumi contra un destacamento chileno a comienzos de marzo de 1882, llevada a cabo por la comunidad de Comas (Manrique 1981: 150). Los campesinos precariamente armados, entre los que debieron encontrarse Laymes y sus fuerzas del área de Colca, en compañía de los jefes militares enviados por Cáceres, enfrentaron la feroz represión chilena:
“Para dominar la insurrección, Canto resolvió hacer una excursión combinada por ambas orillas del río de Jauja, o sea una correría o malón al estilo de los que se usaban con los araucanos […] Todos los grupos sumaban once compañías de infantería, cuatro de caballería y cuatro piezas de montaña. Su total aproximado debía ser alrededor de 1.200 hombres. Era una expedición en forma que todas las comunidades reunidas con sus muchos miles de combatientes no podrían resistir. La expedición salió el 19 de abril [de 1882] y anduvo diez días recogiendo cuanto encontraba en pueblos y campos. No tuvo que sostener ningún combate digno de mención sino encuentros aislados, pero la razzia tuvo por resultado arrebatar a los indígenas sus últimos recursos” (Bulnes 1955 [1911-1919]: 150).
Otra fuente chilena, escrita a menos de un mes de los dramáticos sucesos de abril de 1882, es un poco más sincera sobre las dificultades que este levantamiento acarreó a las fuerzas ocupantes:
“Hay constancia de que no han sido los indios los que por sí solos han levantado el grito de rebelión, sino que han obedecido a inspiraciones de ciertos sacerdotes y de oficiales que dicen pertenecer al ejército del general Cáceres. La prueba de ello es que el cura de Huaripampa cayó, lanza en mano, animando a sus combatientes y exhortándolos a no rendirse jamás. Confirma también lo que decimos, el hecho de haberse capturado al coronel Samaniego y a varios oficiales, los que fueron pasados por las armas con todas las solemnidades de estilo en la plaza de Huancayo” (16).
Un testigo peruano de la época, el terrateniente Luis Milón Duarte, recogió los mismos acontecimientos desde otro punto de vista probablemente más cercano a la matanza que realmente ocurrió. Duarte llegó a ser un colaboracionista convencido de la inutilidad de la continuación de la guerra luego de la caída de Lima. Su Exposición de 1884 es una fuente excepcional escrita aproximadamente dos años después de los sucesos que hemos referido. En esencia, Duarte habla en ella del efecto que las penetraciones invasoras tuvieron para despertar la belicosidad de las comunidades, así como del desencadenamiento del levantamiento de los pueblos aliados del Mantaro contra las tropas chilenas, que tuvo su etapa de mayor tensión entre marzo y abril de 1882. El espíritu de este texto, de sabor antiindígena da, paradójicamente, una idea bastante objetiva sobre la primera experiencia militar de cierta envergadura que debieron experimentar los recién organizados guerrilleros como el cabo Laymes. Es, en verdad, uno de los pocos testimonios sobre la desesperada defensa de Chupaca que tuvo lugar el 19 de abril de 1882. De las informaciones que Duarte transmite se deduce la existencia de un sentimiento virtualmente unánime de resistencia en el lado peruano, que se rompería después. En efecto, en esa primera etapa de la campaña de la sierra tuvo lugar la formación de una suerte de frente unificado entre los campesinos pobres de las alturas (como Laymes), los soldados de Cáceres, los mestizos de cierta posición (como Esponda), los indios hispanohablantes arrieros del área (17), los curas de los pueblos, e inclusive un sector de terratenientes (18).
El cuadro dantesco de las masacres de abril de 1882 explica el entusiasta apoyo que recibió Cáceres en la región cuando, poco tiempo después, a comienzos de julio, en las acciones de Marcavalle, Pucará y Concepción, desencadenó una ofensiva contra el ejército del coronel Canto que preludió un retiro temporal de las fuerzas chilenas de la Sierra Central, en lo que sin duda fue el punto culminante de la campaña (19). Continuemos rastreando la trayectoria de Laymes en la siguiente etapa de la campaña.
Laymes fue un guerrillero campesino típico que no dio el salto hacia su incorporación al ejército regular que fue derrotado en Huamachuco en julio de 1883. Empujado por los chilenos, Cáceres se había visto obligado a abandonar temporalmente el escenario de la Sierra Central desde mayo de ese año para marchar al norte ¿Qué hacían, entretanto, Laymes y por lo menos un sector belicoso de los guerrilleros en esta zona? Una fuente que recogió tradiciones orales del área 15 años después de los sucesos, habla de la violenta penetración en Huancayo, el 4 de julio de 1883 (seis días antes de la batalla de Huamachuco), de guerrilleros “armados con rifles y lanzas”, que robaban y asesinaban aprovechando la desocupación de la ciudad por la expedición chilena del coronel Martiniano Urriola (Raéz 1899:15). Antes, el 20 de mayo, los montoneros (en el sentido más tradicional de esta palabra) habían atacado esa misma ciudad (Tello Devotto 1944: 39). En general, entre mayo de 1883 (cuando Cáceres marchaba al norte rumbo a Huamachuco) y mayo de 1884 (cuando se produjo el regreso de Cáceres a Huancayo), el entusiasmo bélico de los terratenientes y la actividad violenta de cierto tipo de guerrilleros parecen haber tenido una relación inversamente proporcional. En el distrito de Colca, por ese tiempo,
“Todos los anexos, caseríos y haciendas de este distrito han sido el teatro de las correrías de la montonera que, formada por sus mismos habitantes, saqueaba las haciendas circunvecinas, incendiándolas después, y asesinando sin piedad a cuantos tenían la desgracia de caer en sus manos; más aún si eran blancos, a quienes daban el epíteto de chilenistas o argollistas” (Ráez 1899: 19).
A esos días de zozobra para los blancos del área, entre 1883 y 1884, corresponde también la siguiente cita de Luis Milón Duarte:
“Esos mismos guerrilleros dieron muerte inicua a los muy dignos jóvenes La-Barrera, Weclock, Hugues y Giraldes. La-Barrera era de Huánuco, hacendado. Fue asesinado por los guerrilleros de Pazos que mutilaron su cuerpo, paseando su cabeza en una infernal algazara en Pampas, capital de Tayacaja. Noble víctima sorprendida en medio de sus labores. Hugues (Fernando) sufrió en Huancayo dos crueles rejonasos [sic] en su misma casa, el día que penetró la montonera de Acostambo. Fue distinguidísimo en la juventud y comerciante honorable. Las crueldades de que fueron blanco los S.S. Weclock y Giraldes (Narciso) las conoce todo el país, porque no ha habido alma honrada que no se hubiese indignado Sus verdugos fueron los guerrilleros de Moya. Pues bien ¡con excepción de Giraldes, las otras tres víctimas eran entusiastas partidarios de los guerrilleros! Giraldes era el ciudadano más pacífico, entregado a la agricultura y prescindente de la política; pereció por seguir la suerte de Wecklock. D. Carlos Weclock, cónsul de Guatemala, comerciante de Concepción, excelente sujeto, ardoroso partidario de la guerra sin fin, fue el jefe de la oposición en Concepción, a los preliminares de paz” (Duarte 1983 [1884]: 51 y s.).
Parece ser que es el mismo Giraldes, quien aparece mencionado en forma más precisa como argollista y oponente de los guerrilleros de la banda oriental del Mantaro, en otro documento independiente del anterior, fechado el 16 de abril de 1882. Nos referimos a la célebre carta que los jefes guerrilleros de Comas dirigieron al terrateniente colaboracionista “civilista” Jacinto Cevallos, que ha sido con justicia mencionada en la historiografía del siglo XX como una prueba evidente de la existencia de un sentimiento nacional por lo menos en algunos sectores del campesinado, aunque, en este caso, asociado a rivalidades de clase (Manrique 1981: 394). La cita de Duarte anteriormente copiada también es muy valiosa porque sugiere que por lo menos cierto tipo de guerrilleros, ante la ausencia de Cáceres y de los chilenos, no hacían en los hechos ninguna distinción entre patriotas y chilenistas. Sigamos con Laymes, ya en los días finales de su vida.
Si bien es cierto que durante el juicio previo a su ejecución, que se realizó entre junio y julio de 1882, Laymes declaró no haber estado involucrado directamente en los asesinatos de los notables Weeclock y Giraldes, sí dijo que
“..era cierto que había asesinado y hecho asesinar a todos los que juzgaba traidores a la patria. Que así mismo era cierto que había cortado diversos miembros del cuerpo a los que creía sus enemigos y a sus guerrilleros, cuando incurrían en alguna falta […] que había incurrido en los delitos de asesinato, robo, flagelación, mutilación y estupro y que los que lo habían ayudado en estas criminales tareas eran los capitanes montoneros, Vilches, Santisteban y Briceño, su ayudante de más confianza y el asesino de los señores Weelock [sic] y Giraldez” (20).
En un extraño pasaje de estas mismas declaraciones registradas por un reportero, Laymes admitió haberse hecho tributar homenajes como a Inca emperador, aunque “a causa del estado de embriaguez en que se encontraba continuamente, y por el cual había incurrido en todos sus crímenes”. Como señala Mallon, esta curiosa referencia podría tal vez interpretarse a la luz de la eventual participación de Laymes en fiestas campesinas, asociadas a interminables libaciones, donde el Inca aparecía como uno de los personajes (Mallon 1995: 203-204). De otro lado, Laymes asumió la responsabilidad de haber “contribuido” con las montoneras al “saqueo de las haciendas Tucle, Canipaco, Laive e Incahuasi, todas de ganado lanar, y que el fruto del robo lo había repartido a las fuerzas de su dependencia” (21). En su polémica Exposición de 1884, el colaboracionista Luis Milón Duarte hablaba de su hacienda Ingahuasi (Duarte 1983 [1884]: 50). Por su parte, la señora Bernarda Piélago, tía de Cáceres, había sido la tradicional propietaria de la hacienda Tucle desde los tiempos del presidente Castilla (Smith 1989: 67 y 70). La hacienda Laive era de los hermanos Valladares, cuya única integrante femenina estaba casada con el ubicuo Duarte (Smith 1989: 64; Basadre 1983 t. VI: 325). Además de su participación directa o indirecta en estos crímenes y robos, ya hemos mencionado anteriormente que, desde diciembre de 1883, Laymes concentraba sus efectivos cerca de Huancayo para saquear esta ciudad, donde los guerrilleros ya habían incursionado en mayo y julio de ese año. Según otra fuente publicada en 1899, el 21 de mayo de 1884, poco antes de la entrada de Cáceres a Huancayo, los jóvenes de esa ciudad, informados de las asechanzas de Laymes y de sus hombres, alcanzaron a atajarlo en el pueblo de Huamancaca-grande, a orillas del Mantaro:
“Este pueblecito —rememoró el cronista local Ráez unos quince años después de los sucesos— es célebre en la historia de Huancayo por el combate entre parte de la juventud de esta ciudad y los bandidos que, con el nombre de guerrilleros, mandados por Tomas Laimes, venían a saquear la población, aprovechando de que no había fuerza alguna en ella. Mandaron un ultimátum intimando a la ciudad que se entregara a su merced en el perentorio término de dos horas, y amenazando entrar a sangre y fuego si así no se hacía. Huancayo, que recordaba con horror los crímenes cometidos por la montonera de Huari el 4 de julio de 1883, respondió que antes sucumbiría luchando el último de sus hijos, que entregar la ciudad al saqueo y vandalaje. Laimes venía a atacar la población por el citado Huamancaca, cuando se encontró con parte del escuadrón de 80 jóvenes que iban haciendo un reconocimiento. Inmediatamente se empeñó el combate entre los 25 de la avanzada de jóvenes y parte de los montoneros que en número de más de 5,000 y provistos de todas armas, parecían una horda de bárbaros. La acción tuvo lugar el 21 de mayo de 1884, y duró seis horas, terminando con la retirada de ambos al aproximarse la noche (Raéz 1899: 17 y s.).
Una tradición local hablaba del “árbol de cedro, a cuya sombra [Laymes] cometía mil atrocidades con mujeres y hombres, orgías y atroces torturas a sus enemigos”. Esta misma tradición menciona la sorprendente respuesta que Laymes habría dirigido a Cáceres cuando fue llamado a Huancayo a fines de junio de 1884: “Dígale a Cáceres que soy tan general como él y si quiere que vaya a Huancayo, que prometa tratarme de igual a igual” (Tello Devotto 1971: 74 y s.). Hay un párrafo del antes citado oficio de Cáceres del 26 de junio de 1884 informando sobre la prisión de Laymes, que podría estar refiriéndose a esta respuesta (“…agregando a su desobediencia palabras irrespetuosas que ponían de manifiesto sus hábitos de indisciplina y sus propósitos de sedición…”).
Veamos ahora cómo ha sido interpretada la ejecución de Laymes en la historiografía del siglo XX hasta el presente.
3. Interpretaciones de la ejecución de Laymes
Cáceres no cita el episodio en sus Memorias (1973 [1924]), lo que podría revelar un ocultamiento deliberado o la convicción de que era un episodio sin mayores consecuencias que ni siquiera merecía ser explicado. Basadre tampoco toca el tema en su Historia de la República del Perú (1983 tomos VI y VII). En cuanto a las interpretaciones modernas de la muerte de Laymes, la más completa y difundida corresponde a Nelson Manrique, quien la condensó en su libro Las guerrillas indígenas en la Guerra con Chile de 1981. Según ella, la movilización de guerrilleros como Laymes (expresado en un lenguaje académico marxista muy en boga en los ochentas) “desbordaba […] claramente los límites que la sociedad terrateniente imponía a la acción autónoma de los indígenas, expresando un potencial revolucionario aún confuso y larvario, pero no menos amenazador, por ello, para los intereses de la elite regional” (Manrique 981: 361). Manrique asignó al fusilamiento del guerrillero un peso extraordinario dentro del proceso histórico posterior a la Guerra del Pacífico, como un gesto que expresó un tránsito negativo en la actitud de Cáceres hacia los guerrilleros. Más recientemente, inspirada en Manrique, Brooke Larson ha resumido claramente esta percepción:
“…los cambios en el curso de la guerra partidaria entre 1883 y 1884 asestaron un golpe letal a los movimientos guerrilleros del Mantaro. Ya para comienzos de 1884, las faccionalizadas élites peruanas habían comenzado a dejar de lado sus diferencias y cerrar filas contra la creciente amenaza de la anarquía rural en la Sierra Central. En junio de ese año, Cáceres le dio la espalda a sus propios soldados campesinos para forjar alianzas tácticas con Iglesias, acomodándose al Tratado de Ancón. La guerra civil había terminado. Cáceres podía capitalizar sus heroicos esfuerzos en la resistencia, pero sólo si apostaba por los oligarcas costeños y hacendados serranos. En particular necesitaba de estos últimos en su propia provincia de Junín, para que respaldaran su puja por el poder y para ganárselos debía aplastar a las guerrillas que alguna vez habían defendido a la nación en nombre suyo. Hizo esto con un gesto brutal. En julio de 1884, apenas un mes después de que aceptara cumplir con el infame Tratado de Ancón, Cáceres capturó, juzgó y ejecutó en la plaza de Huancayo a Tomás Laimes, un jefe guerrillero y sus tres asistentes.
Con esta matanza, Cáceres lanzó una campaña militar y retórica de represión. Posteriormente, como Presidente, lanzó todo el peso de su cargo contra las montoneras. En mayo de 1886 se unió a una conspiración de oficiales para desacreditar a las guerrillas y borrarlas del recuerdo oficial de los héroes de la guerra. Privados de su estatus como patriotas y veteranos, las montoneras fueron transfiguradas en «hordas salvajes y criminales comunes» que asaltaban a los hacendados y peones amantes de la paz de la región” (Larson 2002: 131).
Corresponde hacer ahora una reinterpretación basada tanto en investigaciones recientes como en documentos de la época.